La importancia de un aula digna

En los viejos tiempos de mi trayecto por Humanidades de La Plata no existían los llamados “Talleres de Vida Universitaria”; te pasabas unas semanas perdido en pasillos, escaleras o baños con claraboyas buscando el aula 203 o la 305, entre pancartas y anuncios colgando y una marea de gente que, según uno creía, no dejaba de mirarte acusadoramente ante tu atrevimiento de novato. Cualquiera de los subsuelos hubiera merecido un capítulo aparte en el mencionado “Taller” de haber existido, y podría haberse titulado “Supervivencia en la húmeda oscuridad” o algo por el estilo. La nostalgia me hace ir por las ramas y ser contradictoria. Vuelvo.

A pesar de que a todas luces es evidente la influencia del espacio escolar en el desempeño de los alumnos, continúan levantándose voces que recuerdan su propia juventud transcurriendo sin estufas, sin ventiladores y en lugares inhóspitos. Yo misma, como alumna universitaria, puedo traer a esta página la descripción de memorables clases de Literatura Alemana en un aula del subsuelo mencionado en el primer párrafo, sin ventilación, dando la espalda a paredes por donde chorreaban líquidos de dudosa procedencia y poco dudoso aroma… y la conclusión es la misma: realicé mi proceso educativo igual.

Pero eran otros tiempos, en la actualidad, el viejo edificio espera su demolición, los alumnos cuentan con nuevos lugares de estudio y eso es lo correcto: por más que se alcen miles de voces que aseguren que las condiciones ambientales que rodearon sus estudios no fueron las óptimas, no se tiene por qué seguir así. Si uno tiene la suficiente fuerza de voluntad, puede aprender en un rancho, debajo de un árbol, en un club, una iglesia o un sindicato, con o sin estufa, con o sin ventilador (he dado clase en lugares no tradicionales  y escribo desde la experiencia). Sin embargo, nótese el resaltado de la frase “suficiente fuerza de voluntad”: estar en lugares semidestruidos, incómodos, con frío o calor extremos no colabora en absoluto y suma un factor terrible a la larga lista de problemas que debemos solucionar;  una deficiente infaestructura es considerada, en los informes de la UNESCO, una falla en la eficacia, algo que puede generar una crisis en todos los niveles en la escuela y producir un colapso en su funcionamiento.

En Enfoque, situación y desafíos de la investigación sobre eficacia escolar en América Latina y en el Caribe, F Javier Murillo sostiene: “Los datos indican que el entorno físico donde se desarrolla el proceso de enseñanza y aprendizaje tiene una importancia radical para conseguir buenos resultados. Por tal motivo es necesario que el espacio del aula esté en unas mínimas condiciones de mantenimiento y limpieza, iluminación, temperatura y ausencia de ruidos externos…”. Durante el mes de febrero y parte de marzo los medios y redes sociales mostraron docentes declarando que sus escuelas y sus aulas dejan mucho que desear. Y las imágenes que circularon del problema fueron más que elocuentes.

¿Es tan difícil reconocer que hay que atender con urgencia el reclamo sobre las condiciones de los edificios escolares hecho durante el paro del comienzo del año por los docentes? Terminó el paro, los alumnos están dentro de las escuelas, pero muchísimas aulas están a años luz de la descripción idealizada de Murillo. No pertenezco a ningún gremio, sólo soy una docente de escuela pública de provincia. Nunca estuve dentro de un aula container, portable o como quieran denominarlas, pero no estoy en otro país sino en éste y conozco a fondo las paredes de durlock decoradas espontáneamente con hongos, la falta de ventilación, la humedad, las paredes electrificadas, los enchufes expuestos, los agujeros, la falta de vidrios, el ruido… todo eso sigue estando ahí. Las estufas pronto deberían encenderse, por más que todos los cuarentones salgamos a decir que “en nuestros tiempos no había estufas en la escuela y aprendimos igual”.   Debería escribirse un curso de “Vida en la escuela”, pero no para alumnos sino para docentes novatos, en donde se explique que su trabajo futuro se desarrollará en lugares increíblemente desagradables, entre paredes escritas y rotas, agujeros, humedad y clima desastroso, ruidos insoportables, etc.etc.

No, mejor no escribamos eso, escribamos esto y pidamos nuevamente a las autoridades que cambien ese factor imprescindible que afecta la calidad educativa. Rápido. Porque se viene el invierno y ni los docentes ni los alumnos nos merecemos esto, por más que muchos nos acordemos de los sabañones y ese tipo de cosas por el estilo, que deben quedar en la idealización de los tiempos pasados y no hacer el daño que están haciendo en el presente.

Calidad educativa, burros, vagos y otras yerbas

Mucho se habló durante el último mes sobre los docentes de las escuelas públicas (a pesar de que, en general, son los mismos que dan clase en las escuelas privadas). Se desnudó públicamente a cada maestro, se examinaron sus bolsillos, su vocación; se descalificó, acusó e increpó con la soltura que se acostumbra por estos pagos, donde se opina sobre cualquier tema como un experto. Quedaron como verdades absolutas los siguientes enunciados: los docentes son egoístas, vagos, desaliñados, viven de licencia médica, haraganean pudiendo trabajar ocho horas como cualquier mortal y no están suficientemente capacitados.

Acompañando esa lista, resonó la palabra “burro” utilizada como adjetivo y sustantivo para designar a los alumnos de esos docentes, que según los mismos “expertos”, son los hijos de las empleadas domésticas, los obreros, los inmigrantes, los villeros y… los docentes. Gente que tiene “cosas que hacer” y necesita “depositar” a los chicos en las escuelas, relegadas a guarderías gratuitas. Precisamente a esta última afirmación voy a referirme a continuación.

No es mi intención conmoverlos afirmando que a los docentes nos dolió que nos agredieran. Tampoco señalando el simple hecho de que los alumnos (los pibes que estuvieron en las casas y son hijos de millones de argentinos de las más variadas profesiones) no fueron meros espectadores de esa marea de desprecio y violencia. Si se los consideró actores, no fue en su calidad de miembros indispensables de la comunidad educativa, sino como “rehenes” y como “burros”. 

La mala calidad de la educación secundaria es algo que ya no se puede negar. Dejando de lado los eufemismos, apelar al viejo mote y a la “burrez” para designar “el producto que se obtiene después de largos años de educación obligatoria” es pegar y recibir un bofetazo; es hora de que las autoridades responsables y los especialistas se ocupen seriamente de los que está pasando, porque “el producto” son nuestros jóvenes, y que “están burros” significa que el Estado (independientemente de los gobernantes que hayan transitado por sus concretas oficinas) está fallando desde hace años en su obligación de garantizar que se cumpla el derecho a recibir una educación de calidad.

Vivimos cambios de todo tipo: en las incumbencias de los títulos, en las cargas horarias, en los contenidos, en los nombres de las áreas de estudio; se corrieron ejes centrales, se volvió accesorio o periférico lo que no lo era, se cambiaron reglas, se incorporaron otras. Se prolongó la infancia insertando la secundaria dentro de la primaria, se compartieron edificios, se multiplicaron los tabiques de durlock, se mezclaron las edades, los ruidos de los recreos. Llegaron libros nuevos, las netbooks, se invirtió mucho dinero y hoy, ahora, el resultado es que los docentes estuvieron en una larga huelga reclamando a los gritos, el estado de los edificios es desastroso y los alumnos no están calificados para aprobar pruebas o, simplemente, para comprender lo que leen.

Es muy fácil culpar a los docentes de eso, agregar a la agresiva lista el contundente e inverosímil hecho de que no están enseñando. Es simple: la gente continúa imaginando que en las aulas hay profesores de traje y maletín desarrollando temas ante alumnos proljamente sentados. ¿Es que las maestras se quedaron mudas, que el profesor intencionadamente está explicando mal? No hace falta profundizar demasiado en la idea para darse cuenta de que es un disparate.

La imagen del aula estática ya no existe, hoy la tarea de enseñar está mezclada con la de contener. Las aulas del siglo XXI son lugares en donde suceden situaciones que exceden a las explicaciones de los contenidos de las materias. ¿El mal concepto que la sociedad tiene de los docentes influye en la calidad educativa? Sí. ¿Los problemas edilicios? También. “Esta escuela es horrible” no es lo mismo que “nuestra escuela es horrible”, y la mayoría de los alumnos prefiere la primera frase.¿Los problemas económicos que atraviesan las familias, influyen? Sin duda. El “clima del aula” no es el propicio para el aprendizaje. Es cierto. Muchos alumnos creen que aprender no les va a servir para insertarse en el mundo laboral ni para crecer a nivel personal. Los modelos de éxito, realización y “felicidad” no tienen que ver con el saber o ser buenas personas sino con “ser vivos” y “hacerla bien”. “El que la tiene clara” es a menudo el poderoso, y la violencia da poder.

¿Y qué solución hay? Desde mi humilde lugar de docente, daré mi opinión. En primer lugar, el gobierno debe atender ya mismo y con respeto los reclamos docentes, solucionarlos y comenzar a trabajar en lo que quedó planteado, más allá de que el paro haya finalizado. Los funcionarios e intelectuales de la educación deben ponerse a estudiar qué sucede con urgencia. Nuestros alumnos fueron acusados de burros. Personalmente pienso tomar eso como punto de partida: “Chicos, les dijeron burros. ¿Son ustedes peores que los alumnos que no van a las escuelas públicas? ¿Menos inteligentes? No. Podemos ser mejores. Esforzarnos más, aunque haya obstáculos. Estudiar. Involucrarnos. Aprender. Mejorar”. Si cada docente logra que cada alumno reaccione ante esta realidad aplastante que estamos viviendo (y si los docentes pueden dejar de tener 500 alumnos para sobrevivir, si se arreglan los edificios, si los papás se involucran, si mejoran los Consejos de Convivencia, etcétera, etcétera) la calidad educativa mejorará. Basta de guarderías en lugar de escuelas. Basta de simulacros, de fingir que se está enseñando y se está aprendiendo cuando a todas luces eso no es lo que sucede. Este inicio del año lectivo tan diferente puede ser el comienzo de un cambio serio y necesario, depende de un cambio de actitud de la sociedad entera lograrlo.

Un respetuoso silencio

Primer día de clases en una escuela bonaerense argentina. La docente aguarda emocionada ante la puerta del aula. Impecable, luce un peinado de peluquería, demasiado maquillaje, alhajas estridentes, zapatos cómodos bicolor con taco bajo. Bajo el rollizo brazo oprime la cartera de cuero liviana en esta época del año, flamante cofre que atesora una agenda primorosa (regalo del marido comisario), lapicera fuente azul, negra y roja, cuadernos vírgenes especialmente seleccionados, forrados, foliados y etiquetados… En el escritorio de roble espléndidamente lustrado la aguarda una humeante taza de té. Las blancas palomitas, no menos emocionadas, aguardan de pie en respetuoso silencio el “Buenos días, alumnos” para comenzar la jornada, tomar asiento y finalmente estrenar las no menos etiquetadas y esplendorosas lapiceras.

Digno de una novela… del siglo pasado, de los recuerdos almibarados de alguien de más de medio siglo de edad, de otros tiempos que se fueron para jamás volver. El “silencio respetuoso” dejó de ser impuesto, afortunadamente, pero en las escuelas de hoy el docente debe ganárselo. Porque no le es inherente, no le es atribuido, no viene con las blancas palomitas inculcado de las casas. De eso estamos hablando, cada uno a su manera, los docentes que salimos a protestar ante las acusaciones diversas donde suena de trasfondo la palabra “vago” a cada rato en este momento de discusión salarial.

Si entre todos no cambiamos esa concepción y no reconocemos al docente como un profesional de la educación (que no debe ser un sacrificado e ineficaz sacerdocio desde ningún punto de vista), los niños y los adolescentes argentinos continuarán escuchando en sus casas y televisores que la persona que está entrando en el aula no merece su respeto y las consecuencias de ese imaginario colectivo se verán en la educación argentina del siglo XXI, no en la del XX ni en la del XIX. Si le ponemos onda, lograremos el cambio.