La política mundial ante la resurrección de Dios

Nunca en los últimos siglos la problemática religiosa ha estado más íntimamente asociada a los conflictos de la época. Desde el anverso corporizado por la amenaza del ISIS, que tiene aristas de una guerra civil islámica, hasta el reverso expresado en el ascendente liderazgo mundial del papa Francisco, fortalecido por el notable eco internacional que tuvo su reciente encíclica sobre el cambio climático que aborda el principal desafío que enfrenta la humanidad en este siglo XXI, el escenario global está signado por la reaparición de la religiosidad como fenómeno político.

Religión y política aparecen entremezcladas en un mundo en el que, contra los pronósticos más extendidos, salvo en Europa Occidental -y algunos aventuran que esa es la causa fundamental de su decadencia-, la religiosidad de los pueblos, lejos de disminuir, tiende a resurgir. El famoso “Dios ha muerto” de Federico Nietzsche parece quedar atrás. Parafraseando al filósofo alemán, puede decirse que asistimos a la “resurrección de Dios”. El pensador francés Gilles Kepel se adelantó y fue más allá, cuando en 1991 tituló, premonitoriamente, La revancha de Dios a su ensayo sobre el papel político de las religiones. Continuar leyendo

China impulsa la infraestructura global

El Banco Asiático de Inversión en Infraestructura  (BAII), promovido por China y con sede en Beijing, avanza a un ritmo que permite pronosticar que en poco tiempo podría desplazar al Banco Mundial, tradicionalmente gobernado por Estados Unidos y sus socios del antiguo G-7 (Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia Italia y Canadá), como la principal fuente de financiación pública internacional no sólo en el continente asiático sino en todo el mundo emergente.

China anunció  que son 57 los países fundadores de la entidad, cuyo capital es de 100.000 millones de dólares. La iniciativa fue acordada, en octubre de 2014, por 21 países asiáticos: China, India, Pakistán, Singapur, Malasia, Vietnam, Camboya, Laos, Kuwait, Qatar, Brunei, Tailandia, Filipinas, Nepal, Tailandia, Uzbekistán, Kajakistán, Bangladesh, Mongolia , Myanmar y Sri Lanka. Pero el proyecto reclutó rápidamente nuevos socios hasta llegar a 26 en noviembre, se sumó Indonesia y en enero se incorporaron Nueva Zelanda, Arabia Saudita, Maldivas y Tayikistán.

Pero el salto cualitativo se registró en marzo, cuando Gran Bretaña solicitó incorporarse a la institución y rápidamente esa decisión, resistida por Estados Unidos, fue seguida por Francia Italia y Alemania y después por Suiza y Luxemburgo. Semejante avalancha se completó con la reciente  incorporación de Rusia, Brasil, España, Portugal, Corea del Sur, Australia y, Suecia, Israel, Egipto, Azerbaiyán, Islandia y Polonia, que completaron la conscripción de miembros fundadores, cuyas economías reunidas suman más de la mitad del producto bruto global, pero en la que sobresalen dos grandes ausencias: Estados Unidos, que prefería una reestructuración del Banco Mundial, y Japón, siempre reticente a la expansión de la influenciaregional de Beijing.

La brecha Occidental

El dato estratégicamente más relevante de este proceso, que refleja los cambios en la geografía económica mundial, es la fisura de la vieja alianza occidental. Los países de la Unión Europea no se hicieron cargo de las prevenciones de Estados Unidos. Significativamente, este vuelco  tuvo como desencadenante a Gran Bretaña, el aliado internacional más confiable de Washington, ya que la decisión de Londres precedió en tres días a los anuncios de Berlín, París y Roma.  El Secretario de Tesoro británico, George Osborne, subrayó el carácter estratégico de la iniciativa “porque es esencial el vínculo político-económico con Asia, la región de más crecimiento del mundo”.

Los ingleses, que fueron el eje del primer proceso de globalización de la economía mundial, iniciado alrededor de 1870, en coincidencia con la Segunda Revolución Industrial, e interrumpido con la primera guerra mundial y la crisis internacional de 1929, y protagonistas centrales de la segunda globalización, que comenzó a principios de la década de 90, con la Tercera Revolución Industrial y la desaparición del Unión Soviética y que tuvo su centro en Estados Unidos, aprecian lúcidamente la irrupción de un nuevo escenario, que supone la universalización de la globalización y está signado por el fin de la unipolaridad y el ascenso del mundo emergente, encabezado por  los países asiáticos y en especial por China.

El objetivo planteado por Osborne, en consonancia con los intereses de la banca londinense, es convertir al Reino Unido en el “centro de atracción de la inversión asiática en Europa”, sobre la premisa de que en sólo diez años más China completará el proceso de internacionalización de su moneda. El total del comercio internacional chino en renminbi trepó del 0,7% en 2010, al 9% en 2011 y a cerca del 34% en 2014. Las previsiones es que en 2015 superará el 60%. Esto implicará la incorporación del gigantesco ahorro interno chino (de lejos el más alto del mundo), al sistema  financiero internacional, lo que no puede sino hacer relamer de gusto a los banqueros de Londres y de todo el planeta.

Comercio, inversión e infraestructura

El presidente chino Xi Jinping anunció inversiones en el exterior de 1,25 billones de dólares para la próxima década. Más del 40% de esa prodigiosa cifra están orientadas a Europa, en primer lugar a Alemania y Francia, y a Estados Unidos. Parte de este inmenso flujo de capitales corresponde al “Fondo de la Ruta de la Seda”, destinado a desarrollar la infraestructura que conecte a Europa y al Mediterráneo con China., reconstruyendo sobre nuevas bases aquel legendario camino de Marco Polo que durante siglos fue el centro del comercio mundial.

Para la Unión Europea, el futuro pasa por una intensificación de su  intercambio comercial con China. La infraestructura imprescindible para facilitar la circulación de productos es de interés de ambas partes. Su decisión de contribuir a su financiación nada tiene que ver entonces con una súbita enemistad con Washington, ni implica el debilitamiento político de la alianza atlántica. Es la certificación de un famoso axioma del célebre primer ministro británico Benjamín Disraeli: “los países no tienen ni amigos ni enemigos permanentes, tienen intereses permanentes”.

La diferencia principal entre la globalización centrada en Estados Unidos y esta nueva fase en la  su centro de gravedad se desplaza hacia el continente asiático, es que China, que ya es la primera potencia comercial mundial, y los países asiáticos tienen una economía mucho más abierta que la norteamericana. Por lo tanto, su crecimiento económico impacta más fuertemente en el aumento de los flujos comerciales mundiales. Como sucedió en la segunda mitad del siglo XIX, durante la primera globalización, liderada por Gran Bretaña, el desarrollo de una amplia infraestructura para intensificar las corrientes comerciales es ya  una tendencia estructural de carácter irreversible.

China ya es desde hace varios el principal motor del desarrollo de la infraestructura en Africa. En los últimos tiempos, aumentó su presencia en América Latina. Las grandes compañías chinas ocupan un lugar cada vez más relevante en el ranking mundial de empresas constructoras. Ahora, la participación europea en el BAII  anticipa lo que vendrá.

El peligro de quedarse afuera

El vigésimo aniversario de la entrada en vigencia del NAFTA, rubricado con una reunión cumbre de “Líderes de Norteamérica” entre el presidente estadounidense Barack Obama, el primer ministro canadiense Stephen Harper y el mandatario mexicano Enrique Peña Nieto, en la ciudad azteca de Toluca, puso de relieve las transformaciones impulsadas desde la firma de aquel tratado, que fue el punto de partida de un proceso de integración que recorre hoy América Latina y golpea las puertas del Mercosur.

La aprobación del NAFTA, impulsada en Estados Unidos durante la administración de Bill Clinton y en México durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, implicó una dura prueba política en ambos países. Clinton logró la ratificación parlamentaria del acuerdo gracias al apoyo de los republicanos, ya que la división de la bancada demócrata hacía imposible esa homologación. En México, la oposición de izquierda del Partido Revolucionario Democrático (PRD), unida a un sector del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), se movilizó para frenar el tratado. Sólo la firme voluntad política de los dos presidentes permitió remover los obstáculos.

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