“Cárcel para los delincuentes”, este parece ser el principal reclamo de una sociedad atemorizada frente a la ola de delincuencia y a los preocupantes niveles de inseguridad que afectan al país. La serie de linchamientos que tuvo lugar en los últimos días en varios puntos del país demuestra que los niveles de tolerancia frente a la impunidad llegaron a un límite.
Ante esto, la reacción de de dos de los principales referentes de la llamada oposición, Mauricio Macri y Sergio Massa, no dudaron en apelar al argumento favorito de la clase política a la hora explicar o intentar comprender la causa de un problema: la ausencia del Estado. Para ambos, las feroces golpizas contra delincuentes son producto de la falta de acción del Estado en materia de persecución a los delincuentes. Es una salida fácil para ellos, más cuando ambicionan un éxito electoral en las próximas elecciones presidenciales.
El argumento de la ausencia del Estado les permite posicionarse –ante un eventual éxito de sus chances presidenciales – como la persona adecuada para tomar la iniciativa y resolver el problema de la inseguridad. Estos son los casos en los cuales se puede observar con mayor claridad cómo la clase política funciona al estilo de una corporación cuyo único fin es resguardar el poder que ostenta. La solución siempre la encuentran en sumarle más poder al Estado.
Ahora, dejando de lado de las declamaciones demagógicas de los políticos, en tiempos en los que la presencia del Estado es total en la vida diaria de las personas, el ámbito de la política criminal no es una excepción. Es difícil concebir una situación en la cual el Estado pudiera estar más presente que en el ámbito de las políticas de seguridad y la política criminal. Y cuando hablamos de un Estado omnipresente es imposible no referirse a la otra cara de la moneda, la de una sociedad impotente a la que le han expropiado cualquier tipo de participación y es relegada a un papel de mero observador.
En el actual proceso penal la víctima es una simple excusa que le permite al Estado iniciar un proceso de enjuiciamiento. Según el enfoque vigente, el juicio penal está completamente disociado de la víctima y de la protección de sus derechos. La sanción que dispone el juez no es en nombre de la víctima como sucedía en los sistemas que precedieron al derecho penal moderno. Ahora, es el Estado asume el papel de fiscal y busca la imposición de un castigo en su nombre bajo el pretexto de que el criminal representa un peligro para esa abstracción llamada sociedad. Esto es lo que el Juez Penal Ricardo Manuel Rojas en su libro Las contradicciones del derecho penal llama “la estatización de la respuesta penal”.
Es así que las víctimas son doblemente ultrajadas, primero por quien cometió el delito y luego nuevamente por el Estado, que la ignora a la hora de la búsqueda de justicia. Devolver a la víctima a un primer plano, y dejar de lado las creaciones abstractas como la “sociedad” para fundamentar las penas puede ser un primer paso para desactivar la desprotección que perciben los ciudadanos.
Consideremos el siguiente caso. Jorge es asaltado por Diego. En la actualidad, en el extraño caso de que Diego sea atrapado, juzgado, y luego condenado, Jorge es un mero observador. No puede opinar acerca de la sanción, y su papel en el juicio es de insignificante a inexistente. Con la “privatización” de la acción penal, la víctima podría peticionar ante el juez, exponiendo cuál es su pretensión en el juicio, tal como sucede en la actualidad en el ámbito del derecho civil. De esta manera, la tan ansiada justicia está más cerca de la realidad.
En primer lugar, este enfoque habilita la aplicación de penas alternativas a la prisión al no verse el juez limitado a sentenciar lo que indica el Código Penal. Esto ya sería un gran avance. Hoy en día, las cárceles – abarrotadas y en condiciones insalubres – son una verdadera escuela del delito. Los presos inexpertos aprenden allí como perfeccionar su técnica, los que entran ladrones salen secuestradores, los que entran como violadores salen asesinos. Y desde otro punto de vista, resulta absurda la idea de que la víctima, además de haber sufrido un hecho de inseguridad, deba después soportar los costos de manutención de los reos – financiados por impuestos – en un nuevo ataque contra sus derechos.
Con el poder de la sanción en manos de la víctima, el juez se limitaría verificar el perjuicio y determinar si la pena es proporcional al daño cometido.
Una reforma en este sentido lograría devolverle un lugar primordial a la víctima en el proceso penal y reconvertiría al derecho penal en un derecho donde lo fundamental sea la restitución, en la cual el delincuente debe compensar a la víctima por el daño realizado, y finalmente acercaría a las víctimas a nociones de justicia más realistas que al concepto idealizado de que el Estado busca hacer justicia en nombre de la sociedad.