La obsesión por la igualdad

La desigualdad económica es uno de los temas más recurrentes en la agenda política. Ningún político pierde la oportunidad de denunciar la desigualdad entre los que más riqueza poseen y los que menos tienen, que por el solo hecho de ser desigual se considera que es una “distribución” injusta. Esta obsesión por la brecha entre ricos y pobres no es exclusivamente argentina; por ejemplo, el mes pasado el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, utilizó a la a Argentina como ejemplo de un país desigual y al que no quiere que el país que preside se parezca.

La búsqueda de la igualdad económica se ha convertido en un verdadero dogma político. Para sus proponentes una “mejor distribución del ingreso” implica una distribución más igualitaria. Afirman que es preferible vivir en una sociedad en la que las desigualdades sean mínimas o, en el mejor de los casos, inexistentes. Según el Coeficiente Gini, que es el índice más utilizado para medir la brecha entre ricos y pobres, los pakistaníes viven en una sociedad más igualitaria que los holandeses. Y Burundi, uno de los países africanos con mayor pobreza, tiene un nivel de igualdad superior al de Nueva Zelanda. Sería bueno preguntarles a los apologistas de la igualdad dónde preferirían vivir: ¿Holanda o Pakistán? ¿Burundi o Nueva Zelanda?

El miércoles pasado Cristina Fernández de Kirchner reapareció en la escena pública, y en uno de los pasajes, que pasaron desapercibidos, de su discurso dijo:

“Nosotros hemos hecho, desde al año 2003 (sic) a la fecha, una importante reducción [del Índice de Gini], pero ahora estaríamos batiendo récord, porque estaríamos por abajo del 0,3. Lo ideal es el cero, una sociedad que tiene el cero de Índice de Gini significa que es una sociedad completamente igualitaria. Y hacía eso tenemos que marchar, a la utopía de una sociedad absolutamente igualitaria.”

No es de extrañar que los políticos tengan esta aspiración redistributiva. Muchos de ellos ignoran, o prefieren ignorar, el hecho de que para poder “redistribuir” riqueza (eufemismo de saqueo y robo) alguien tuvo que generarla primero. Pero es entendible que no lo comprendan, los políticos no generan riqueza. La única forma de poder hacerlo es ofreciendo en el mercado bienes y servicios que las personas demandan. La política sin dudas no es productora de riqueza, de lo contrario, no sería necesario que esté financiada por impuestos, que no son pagados voluntariamente sino bajo la amenaza latente de ser perseguidos y encarcelados.

En una economía libre, es decir, en donde el Estado no interfiere en los acuerdos voluntarios de las personas, no son un puñado de políticos con aire de megalómanos los que definen quienes aumentan sus ingresos y sus riquezas. Por el contrario, se trata de un proceso descentralizado en el que los empresarios deben ofrecer sus bienes y servicios según las necesidades y los deseos de los consumidores.

Veamos el siguiente ejemplo. Juan, con el fruto de sus ahorros, decide comenzar a fabricar triciclos con ruedas cuadradas. Después de invertir $ 100.000 en infraestructura, materias primas, personal, y demás gastos, no logra vender un solo triciclo, comienza a perder plata, y decide cerrar su negocio. Es lógico, nadie estaba interesado en comprar triciclos de ruedas cuadradas, y la señal de los consumidores a Juan fue clara: dejá de hacer esto, estás desperdiciando capital y otros recursos en algo que nadie demanda.

Aún a pesar de la mala decisión de Juan de fabricar triciclos con ruedas cuadradas, bajo el control de los igualitaristas nunca hubiese podido siquiera comenzar su emprendimiento. Si esos $ 100.000 de capital inicial hubiesen sido robados a Juan, en nombre del igualitarismo, y distribuidos entre 100 personas, nuestro empresario ni siquiera hubiese tenido la posibilidad de disponer del capital que le iba a permitir emprender. Su iniciativa fracasó, ofrecía algo que nadie quería.

Pero imaginemos un caso de éxito, en el que los triciclos de Juan fuesen hechos de un resistente material y con ruedas redondas y haya una demanda para ese producto. En ese caso, el dogma de la igualdad hubiese impedido no sólo el crecimiento económico de Juan, sino que además hubiese privado a todo los demás de beneficiarse de ese producto, eliminando miles de oportunidades que podrían haber sido aprovechadas, miles de oportunidades de generar más riqueza que fueron eliminadas por un fetichismo intelectual de las elites gobernantes.

A diferencia de los resultados en una economía libre, determinados por los consumidores y nadie más, cuando los políticos deciden que son ellos quienes deben redistribuir la riqueza la situación cambia. Los criterios políticos son arbitrarios, dejan de fluir hacia los que producen cosas que la gente demanda y necesita, y como dice Carlos Rodriguez Braun “son redistribuidos desde los sectores menos organizados hacia los más organizados”, en otras palabras, hacia los empresarios amigos del poder.

Cristina Kirchner cree que está al frente de una revolución igualitaria, puede ser que así lo sea. Una igualdad que distribuye pobreza y elimina cualquier tipo de aspiración a elevar la calidad de vida. Se adopta un fetichismo intelectual, como lo es el igualitarismo, mientras que en la realidad las medidas que se toman no hacen más que impactar en los que menos tienen.

Las políticas proteccionistas obligan a los argentinos a comprar productos más caros y de menor calidad, asegurándoles márgenes de ganancia mayores a los empresarios que abogan por las medidas que los protege de la competencia. La inestabilidad del sistema bancario, producto del monopolio monetario estatal, y la inexistencia del largo plazo, eliminan cualquier posibilidad de obtener préstamos hipotecarios. La inflación carcome los magros salarios. Las trabas a las importaciones impiden el ingreso de máquinas y productos que significarían un aumento de la productividad. El entramado regulatorio, los requisitos para abrir un nuevo comercio, y la carga fiscal son el mayor obstáculo para que aquellos que no cuentan con un ejército de abogados y contadores puedan emprender.

En definitiva, mientras Cristina Kirchner cree encabezar su revolución igualitaria con sus propiedades en el Calafate y los millones de dólares que supo obtener gracias a las conexiones políticas, todos estamos peor. Igualitariamente peor.

El mito de la cultura de trabajo

Si abandonamos por un momento la vertiginosa actualidad, y nos enfocamos en alguna de las sensaciones presentes en la sociedad que trascienden al actual gobierno, vamos a encontrarnos con la idea de que en Argentina “se perdió la cultura del trabajo”. Impulsado por el sentimiento nostálgico de que “todo pasado fue mejor”, la noción de que los argentinos de hoy no valoran ni el esfuerzo ni el trabajo ni el sacrificio como sucedía hace 50 o 60 años es parte de las percepciones de un amplio sector de la sociedad.

Los que defienden esta afirmación acerca de la decadencia del espíritu trabajador en Argentina con el transcurso del tiempo señalan muchas veces a la proliferación del asistencialismo estatal –esto es, subsidios, planes sociales, asignaciones, etc.– como una cabal demostración de que están en lo correcto.

Este argumento es tan real como creer que el sol sale todos los días porque un gallo siempre canta antes del amanecer. El haber dejado de valorar positivamente el esfuerzo y el sacrificio para poder satisfacer las necesidades y deseos personales tiene relación con el crecimiento exponencial del tamaño del llamado “gasto público social”. En otras palabras, un aumento de la dependencia del asistencialismo estatal para poder subsistir.

El asistencialismo estatal es tan solo un paliativo de la pobreza en la que está inmersa un 24,5% de la población, según un informe de la Universidad Católica Argentina. Esa pobreza, en gran parte, tiene su origen en las continuas políticas que obstruyen el proceso de generación de riqueza, la única salida para la pobreza. Este paliativo, representa hoy el 62% del presupuesto nacional, según la Fundación Konrad Adenauer. Es decir, el 62% del gasto público está destinado a aliviar las condiciones que el propio Estado genera, o mejor dicho, que impide resolver. En este sentido, la falta de una cultura del trabajo se encuentra íntimamente relacionada con esta situación.

Las personas no trabajan por el sólo hecho de hacer algo sino porque reciben a cambio una gratificación. Para muchos es únicamente una gratificación material, aunque para otros es tanto material como espiritual. Pero en definitiva, es el fruto de ese trabajo lo que realmente a uno lo lleva a trabajar. Pero ¿qué sucede cuando uno no puede disponer del fruto de su trabajo?

En el caso de la gratificación espiritual, sólo por el momento, el gobierno no ha encontrado forma de gravarla. Por el contrario, las retribuciones monetarias, los salarios u honorarios, se encuentran al acecho de un gobierno que tiene que alimentar sus arcas para sostener la estructura asistencialista.

Las necesidades fiscales, actuales y pasadas de los gobiernos a lo largo de toda la historia del país llevaron a tomar medidas que atacaban de lleno el bolsillo de los trabajadores, y lo siguen haciendo. Entre las innumerables medidas desde 1983 hasta la actualidad nos chocamos con varios procesos inflacionarios (consecuencia de cuando el gobierno opta por imprimir dinero para financiar el gasto), la confiscación y posterior pesificación de depósitos bancarios en el 2001, la manipulación de las AFJP para que financien al Estado a fines de la década del 90, y la posterior confiscación de los fondos de estas instituciones, entre muchas otras medidas en las que todos se vieron agredidos por la voracidad fiscal, disminuyendo cada vez más el incentivo para trabajar, o lo que algunos llaman la “cultura del trabajo”.

Este tipo de comportamiento agrede los derechos de propiedad de los millones de trabajadores que pretenden satisfacer apenas sus necesidades más urgentes. Un gobierno que adopta tales medidas genera lo que el historiador económico y economista Robert Higgs llama la incertidumbre de régimen, que explicado en sus propias palabras consiste en:

“[E]l nombre que le doy a los temores extendidos de que la naturaleza del orden económico se vea modificada. Esto tiene que ver principalmente con el temor de que los derechos de propiedad privada sean alterados a peor debido a impuestos más altos, regulaciones más gravosas, tratamiento más hostil de los funcionarios gubernamentales, y quizás, en el peor de los casos, abierta confiscación de la propiedad privada.

Cuando los inversores sienten esta incertidumbre de régimen son reacios a realizar inversiones de largo plazo porque temen que no serán capaces de recibir las rentas que esas inversiones generarán o incluso podrían llegar a perder el mismo capital invertido”. 

Las mismas políticas se encuentran detrás de la idea de que se perdió la cultura del trabajo y el incremento de los beneficiados del asistencialismo estatal. A medida que crece el tamaño del Estado, y el recaudador está más insaciable que nunca, la posibilidad de aprovechar y utilizar la recompensa por nuestro trabajo, según nuestra voluntad y no la de un funcionario que cree tener más derechos sobre ese dinero, se torna cada vez más difícil.

Más que una cultura del trabajo, la sociedad Argentina necesita una cultura del capital. Una cultura del capital implica comprender que el factor fundamental en el desarrollo de una sociedad es el capital disponible, y la existencia de mecanismos que permitan una distribución justa de ese capital. Esto es, según el resultado de los millones de intercambios individuales y no la voluntad de un “distribuidor” que asigna arbitrariamente a los ganadores y perdedores.