Por: Adam Dubove
Si abandonamos por un momento la vertiginosa actualidad, y nos enfocamos en alguna de las sensaciones presentes en la sociedad que trascienden al actual gobierno, vamos a encontrarnos con la idea de que en Argentina “se perdió la cultura del trabajo”. Impulsado por el sentimiento nostálgico de que “todo pasado fue mejor”, la noción de que los argentinos de hoy no valoran ni el esfuerzo ni el trabajo ni el sacrificio como sucedía hace 50 o 60 años es parte de las percepciones de un amplio sector de la sociedad.
Los que defienden esta afirmación acerca de la decadencia del espíritu trabajador en Argentina con el transcurso del tiempo señalan muchas veces a la proliferación del asistencialismo estatal –esto es, subsidios, planes sociales, asignaciones, etc.– como una cabal demostración de que están en lo correcto.
Este argumento es tan real como creer que el sol sale todos los días porque un gallo siempre canta antes del amanecer. El haber dejado de valorar positivamente el esfuerzo y el sacrificio para poder satisfacer las necesidades y deseos personales tiene relación con el crecimiento exponencial del tamaño del llamado “gasto público social”. En otras palabras, un aumento de la dependencia del asistencialismo estatal para poder subsistir.
El asistencialismo estatal es tan solo un paliativo de la pobreza en la que está inmersa un 24,5% de la población, según un informe de la Universidad Católica Argentina. Esa pobreza, en gran parte, tiene su origen en las continuas políticas que obstruyen el proceso de generación de riqueza, la única salida para la pobreza. Este paliativo, representa hoy el 62% del presupuesto nacional, según la Fundación Konrad Adenauer. Es decir, el 62% del gasto público está destinado a aliviar las condiciones que el propio Estado genera, o mejor dicho, que impide resolver. En este sentido, la falta de una cultura del trabajo se encuentra íntimamente relacionada con esta situación.
Las personas no trabajan por el sólo hecho de hacer algo sino porque reciben a cambio una gratificación. Para muchos es únicamente una gratificación material, aunque para otros es tanto material como espiritual. Pero en definitiva, es el fruto de ese trabajo lo que realmente a uno lo lleva a trabajar. Pero ¿qué sucede cuando uno no puede disponer del fruto de su trabajo?
En el caso de la gratificación espiritual, sólo por el momento, el gobierno no ha encontrado forma de gravarla. Por el contrario, las retribuciones monetarias, los salarios u honorarios, se encuentran al acecho de un gobierno que tiene que alimentar sus arcas para sostener la estructura asistencialista.
Las necesidades fiscales, actuales y pasadas de los gobiernos a lo largo de toda la historia del país llevaron a tomar medidas que atacaban de lleno el bolsillo de los trabajadores, y lo siguen haciendo. Entre las innumerables medidas desde 1983 hasta la actualidad nos chocamos con varios procesos inflacionarios (consecuencia de cuando el gobierno opta por imprimir dinero para financiar el gasto), la confiscación y posterior pesificación de depósitos bancarios en el 2001, la manipulación de las AFJP para que financien al Estado a fines de la década del 90, y la posterior confiscación de los fondos de estas instituciones, entre muchas otras medidas en las que todos se vieron agredidos por la voracidad fiscal, disminuyendo cada vez más el incentivo para trabajar, o lo que algunos llaman la “cultura del trabajo”.
Este tipo de comportamiento agrede los derechos de propiedad de los millones de trabajadores que pretenden satisfacer apenas sus necesidades más urgentes. Un gobierno que adopta tales medidas genera lo que el historiador económico y economista Robert Higgs llama la incertidumbre de régimen, que explicado en sus propias palabras consiste en:
“[E]l nombre que le doy a los temores extendidos de que la naturaleza del orden económico se vea modificada. Esto tiene que ver principalmente con el temor de que los derechos de propiedad privada sean alterados a peor debido a impuestos más altos, regulaciones más gravosas, tratamiento más hostil de los funcionarios gubernamentales, y quizás, en el peor de los casos, abierta confiscación de la propiedad privada.
Cuando los inversores sienten esta incertidumbre de régimen son reacios a realizar inversiones de largo plazo porque temen que no serán capaces de recibir las rentas que esas inversiones generarán o incluso podrían llegar a perder el mismo capital invertido”.
Las mismas políticas se encuentran detrás de la idea de que se perdió la cultura del trabajo y el incremento de los beneficiados del asistencialismo estatal. A medida que crece el tamaño del Estado, y el recaudador está más insaciable que nunca, la posibilidad de aprovechar y utilizar la recompensa por nuestro trabajo, según nuestra voluntad y no la de un funcionario que cree tener más derechos sobre ese dinero, se torna cada vez más difícil.
Más que una cultura del trabajo, la sociedad Argentina necesita una cultura del capital. Una cultura del capital implica comprender que el factor fundamental en el desarrollo de una sociedad es el capital disponible, y la existencia de mecanismos que permitan una distribución justa de ese capital. Esto es, según el resultado de los millones de intercambios individuales y no la voluntad de un “distribuidor” que asigna arbitrariamente a los ganadores y perdedores.