Por: Luis Rosales
En estos tiempos, Lionel Messi, antes, Diego Maradona, también Máxima Zorreguieta, el papa Francisco y ahora la posibilidad de Susana Malcorra en lo alto de la ONU. Algo pasa para que este país alejado, mezcla de sangres de todas partes del mundo, produzca tantas individualidades de nivel internacional. A la lista hay que sumarle la enorme cantidad de figuras históricas de relevancia, más los científicos, los profesionales, los deportistas y los especialistas en infinidad de otros rubros que, nacidos en nuestra vasta geografía, logran destacarse por todos los rincones de la Tierra. Un número sin dudas poco común para una nación de nuestro tamaño e importancia.
Algunos sostienen que esto tiene que ver precisamente con esa misma mezcla de orígenes y nuestro espíritu inmigrante. Otros, con nuestra enorme y sofisticada clase media, que, aunque muy golpeada, nos distingue en la región. También se piensa que es el fruto de nuestro sistema de educación, que desde hace más de un siglo hornea generaciones y generaciones de gente preparada. Pero por la razón que fuere, ya a esta altura deberíamos tomarlo como un dato de la realidad y más que usarlo sólo para inflar nuestro ya muy desarrollado ego nacional, al decir de nuestros hermanos y vecinos, deberíamos utilizarlo para alcanzar algunos objetivos más concretos que produzcan beneficios a todos los otros compatriotas que permanecemos por aquí, en el fin del mundo.
Para los casos superdestacados como los mencionados antes, la idea es saber aprovecharlos mejor. Con algunos, sólo basta con que se sumen a la tarea de mostrarse como orgullosos argentinos o promocionar favorablemente su país desde sus puestos de enorme influencia y poder. En otros, como el caso del papa Francisco, el camino debería ser el de tratar de desarrollar una acción inteligente en conjunto. Tratar de sacarlo y alejarlo del barro argentino y buscar las grandes coincidencias de fondo que nos unan. Quien antes era Jorge Bergoglio se ha transformado en el líder espiritual del mundo occidental y es una de las personas más influyentes de la humanidad, con una agenda geoestratégica de enorme trascendencia. Deberíamos encontrar las coincidencias entre los lineamientos generales de ese plan y los intereses nacionales de largo plazo y obrar en consecuencia.
Con los otros argentinos influyentes y célebres lo primero sería listarlos, censarlos. Saber dónde están y a qué se dedican. Luego, conectarlos y, por último, sumarlos. Camino para nada original y que conocen de memoria aquellos que, como en mi caso, desde la Fundación Universitaria del Río de la Plata (FURP) y desde el Club de Egresados de la Escuela Fletcher de Buenos Aires, desarrollamos permanentemente políticas activas de administración de nuestros “alumni”, como se conoce en los Estados Unidos a aquellos que pasaron por alguna institución y luego son conectados para seguir fortaleciéndola y perpetuando su accionar en el tiempo. La Argentina institucionalmente debería desarrollar un plan en ese sentido. Sin dudas se lograrían grandes beneficios y de paso se conseguiría, aunque sea en parte, recuperar la enorme inversión que generalmente todos hicimos en la formación de esos talentos que ahora triunfan por el orbe.
Ni que hablar del impacto que esto tendría en un tema del que ya no se discute tanto, pero que sigue siendo trascendente como lo es el de la proyección de la imagen internacional del país y su enorme efecto en la construcción de la marca Argentina, la promoción de las exportaciones, la atracción de inversiones y el crecimiento del turismo, entre tantos otros beneficios.
Pero volviendo al caso de Susana Malcorra, destacada canciller de este Gobierno y reciente candidata a la Secretaría General de las Naciones Unidas, su postulación a tan alto cargo debería ser no sólo un motivo de orgullo para todos sus compatriotas, sino que también debería contar con el apoyo de los principales actores del arco político local.
Esta mujer de larga y variada trayectoria ha probado en estos pocos meses ser muy profesional, eficiente y para nada sectaria o partidista. Desde el inicio de su gestión, en conjunto con un equipo de personas que desde otras reparticiones públicas confluyen en la misma temática, ha puesto en práctica un plan que tal vez haya sido el que más ha avanzado en estos meses: la reinserción de la Argentina en el mundo, después de doce años de una sistemática ruptura de puentes, salvo con el mundo bolivariano y algunas pocas potencias emergentes. Las visitas permanentes de dignatarios extranjeros del más alto nivel que hasta hace poco salteaban Buenos Aires es una muestra de ello. El mundo entero mira a la Argentina y valora su nueva estrategia internacional. Así se va creando la condición necesaria para que otros planes de la nueva administración puedan avanzar. Pero más allá de estos logros de corto plazo, la idea de privilegiar el interés nacional por sobre la ideología implica un rumbo, similar al que sigue la mayoría de las naciones responsables del planeta, que debería mantenerse en el tiempo, independientemente del cambio de color político.
En materia de relaciones exteriores, las rebeldías adolescentes, los ideologismos exagerados, la retórica sin concreciones, no conducen a nada y solamente permiten inflar los egos de los gobernantes, eternizar sus mandatos o contribuir a la construcción de relatos de consumo interno sin demasiados resultados positivos. Malcorra, con su profesionalismo y bajo perfil, ha señalado este camino y lo ha comenzado a recorrer.
El desafío personal que se ha propuesto para reemplazar a Ban Ki-moon no es para nada sencillo, aunque su experiencia y su conocimiento de la institución tal vez le faciliten la tarea. Tendrá que seducir a muchos, viajando para trabajar en la candidatura, sin desatender al mismo tiempo los asuntos de la agenda argentina, justo en esta etapa inicial de la administración donde hace falta una enorme dedicación.
La Secretaría General de la ONU es un cargo de alta importancia y prestigio internacional. Si bien depende mucho de la personalidad y la energía de quien lo ejerza, maneja resortes concretos de poder, fáctico y simbólico, más en tiempos de pérdidas de hegemonías únicas y marcada multipolaridad. Las Naciones Unidas, aunque muy criticadas en su funcionamiento desde diferentes puntos de vista, ha sido una organización clave para que la humanidad evitara desde su creación, hace más de setenta años, caer nuevamente en la locura de una guerra de alcance mundial. Nadie puede negarle ese mérito. Los balances y los contrabalances permanentes que se logran entre la más simbólica y democrática Asamblea General y el mucho más poderoso y pragmático Consejo de Seguridad han permitido servir de válvula de escape para que las tensiones regionales y locales no escalen a nivel planetario. El mundo está mucho mejor y es un lugar más pacífico y seguro gracias a su existencia. Quien suceda al coreano tendrá la enorme responsabilidad de mantener y profundizar estos logros, pero sin por ello obviar la necesaria e impostergable reforma que la Carta que rige esta institución necesita para actualizarse y representar mejor y en forma más realista al mundo actual, para dejar de ser una foto descolorida de la realidad del año 1945, cuando se resurgía de las cenizas de la Segunda Guerra.
La carrera hacia el despacho más importante del imponente edificio de la Primera Avenida de Manhattan no será nada sencilla. Hay hasta ahora más de diez candidaturas oficiales y si bien el artículo 97 de la Carta establece que el secretario general será designado por la Asamblea General por recomendación del Consejo de Seguridad, habría cierto consenso para que esta vez le toque a una mujer (la primera en la historia), preferentemente proveniente del grupo de Europa del este, región que nunca antes ostentó el cargo. En la grilla de candidatos hasta ahora compiten varios ex primeros ministros, un ex presidente, actuales cancilleres, incluyendo la nuestra y hasta la directora general de la Unesco. La llave la tienen los cinco grandes miembros permanentes del Consejo de Seguridad con derecho a veto. Por eso, más que una campaña política, lo que se viene es una compleja partida de ajedrez. Hay que conseguir el descarte de los otros aspirantes y lograr que ninguno de los poderosos nos baje el pulgar, incluyendo el Reino Unido.
Si Malcorra lo consiguiera, sería la segunda persona latinoamericana en ocupar este cargo, después del peruano Javier Pérez de Cuéllar. Un alto honor y una nueva muestra de lo que decíamos al principio sobre la increíble fuerza y el talento de las individualidades nacidas en esta tierra. Por ello, sería saludable que su impulso y su campaña no fueran sólo un mérito y una tarea del Gobierno del presidente Mauricio Macri. Debería ser un proyecto entendido, acompañado y compartido por la amplia mayoría de los argentinos. Aunque inmediatamente después de su elección sus compatriotas tendríamos que entender que la entregamos y se la prestamos al mundo y que necesariamente su agenda debe desargentinizarse. Que Malcorra, ya como secretaria general de las Naciones Unidas, tendría que responder a un esquema internacional y no deberíamos interpretarla y bajarla en forma permanente en relación con la interna nacional. No vaya a ser que nos pase con ella lo mismo que nos sucede con Bergoglio.