Por: Adam Dubove
Un documento de trescientas treinta y tres hojas firmado por un Juez es la estrella del momento. El auto de procesamiento firmado por Ariel Lijo en el que le imputa a Amado Boudou los delitos de cohecho pasivo y negociaciones incompatibles con el ejercicio de sus funciones hizo renacer la esperanza para una gran parte de la población y la totalidad del arco opositor. Se muestran ilusionados con una condena judicial por un hecho de corrupción a un funcionario público.
En un clima marcado por las contradicciones, el júbilo por encontrar resguardo y contención en el Poder Judicial—que hasta el día de ayer solo garantizaba impunidad—se mezcla con el recuerdo de los reiterados actos de corrupción comunes al actual gobierno y a todos sus predecesores. Las reacciones de los políticos opositores en Twitter dan cuenta de estos sentimientos.
La esperanza por la condena se corresponde con la conclusión de que la acción de la justicia tiene el poder de disuadir conductas humanas futuras. Un pensamiento motivado por el voluntarismo (entendido como sesgo cognitivo y no como filosofía política) predominante en la clase política. Es el mismo razonamiento lógico que aplican los políticos cuando insisten con aplicar las mismas medidas que antes fracasaron esperando resultados diferentes. Es decir, ninguno. El voluntarismo se caracteriza por rechazar la lógica y las evidencias empíricas para tomar decisiones o llegar a conclusiones basándose en lo deseable. Siguiendo esta idea concluyen que con el castigo a los corruptos se podrán erradicar los actos de corrupción.
Pero ni un procesamiento, ni una eventual condena a Bodou impactarán en lo que es una tradición política en la Argentina. La corrupción es parte del genoma político local, una característica y no una falla del sistema. Está enquistada en todos los niveles del poder, sin importar su signo partidario u orientación ideológica. Y su origen no se encuentra en el hecho de que los corruptos son los “malos” y los que aún no han sido corruptos pertenecen al bando de los “buenos” tal como se pretende plantear en el debate actual en torno a este tema. Boudou no creó una sociedad mediante testaferros para hacer negocios con el Estado porque es “malo”, ni Elisa Carrió está exenta de ser corrupta porque se posiciona entre los “buenos”. La corrupción está relacionada con las personas que acceden al poder y, al mismo tiempo, está estrechamente ligada con las instituciones presentes en un país.
Hace 70 años—cuando los totalitarismos europeos se encontraban en su apogeo—el multidisciplinario F.A. Hayek investigó el motivo por el cual los peores elementos de la sociedad ascienden a las esferas más altas del poder político.
En primer lugar estudió la fase anterior al ascenso de un régimen liberticida. Hayek señala que la demanda de la sociedad por una “acción resuelta y diligente por parte del Estado es el elemento dominante en la situación”. “Entonces—continúa Hayek—el hombre o el partido que parece lo bastante fuerte y resuelto para «hacer marchar las cosas» es quien ejerce la mayor atracción”. Es decir, estamos hablando de “alguien con tan sólido apoyo que inspire confianza en que podrá lograr todo lo que desee”. Este marco ofrece una oportunidad única para el ascenso de los peores.
A continuación, Hayek hace énfasis en tres factores que caracterizan a los grupos que tienden a concentran el poder político.
Por un lado, la necesidad de llegar a “un acuerdo sobre una particular jerarquía de valores” requiere “uniformidad y semejanza de puntos de vista”, y para ello “tenemos que descender a las regiones de principios morales e intelectuales más bajos, donde prevalecen los más primitivos y «comunes» instintos y gustos”, escribe Hayek. En segundo lugar, hace referencia a “los dóciles y crédulos, que no tienen firmes convicciones propias, sino que están dispuestos a aceptar un sistema de valores confeccionado si se machaca en sus orejas con suficiente fuerza y frecuencia.” Y por último: “La contraposición del «nosotros » y el «ellos» la lucha contra los ajenos al grupo, parece ser un ingrediente esencial de todo credo que enlace sólidamente a un grupo para la acción común.”
Asociar estas tres características con el partido gobernante es una tarea sencilla, son los que están más expuestos al escrutinio público y los que, con sus acciones, confirman la teoría. Sin embargo, estas cualidades pueden ser identificadas, con mayor o menor dificultad, en todos los partidos. Son los rasgos distintivos de la política. En general, cada proyecto político ofrece su propio modelo de sustitución de decisiones. Ya sean de carácter económico o relativo a los estilos de vida, desde la política se busca la uniformidad y la homogeneidad de los individuos según la visión particular de cada aspirante al poder imponiendo su propia voluntad por sobre las voluntades individuales.
Esta situación propone un terreno fértil para la corrupción que además es potenciado por los incentivos que ofrece el diseño institucional. El aumento del tamaño del Estado, el crecimiento constante de la burocracia, la intervención del estado en la economía, la discrecionalidad y la falta de controles son factores que incrementan las oportunidades para ser corrupto y para no ser descubierto.
El procesamiento del vicepresidente es una anomalía en un sistema político que favorece a los corruptos e incentiva a la corrupción. No son las sentencias judiciales ni los cambios de forma o las buenas intenciones las que finalmente podrán erradicar una costumbre tan arraigada como inherente a la política. La solución tampoco está en los petitorios y manifestaciones de la sociedad, sino en un cambio de actitud acerca de cómo vemos la política y que pretendemos de ella.