¿Otra vez la misma historia?

A veces citamos dichos sin prestarles la debida atención. Por ejemplo: “Para novedades, los clásicos”. En este sentido, es de gran provecho atender las enseñanzas de Marco Tulio Cicerón, que sostiene:Si no se estudia historia, estaremos condenados a repetir errores”, es decir, a tropezar con la misma piedra, lo cual alude a muchos aspectos, pero en esta oportunidad quiero detenerme en uno que resulta crucial.

Es claro que el sistema político hace agua por los cuatro costados. Me refiero a la degradación de la democracia para convertirla en un adefesio al asimilarla a las mayorías ilimitadas sin otro contenido de ninguna naturaleza. Y esto no solo ocurre en países como Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia o Nicaragua, ocurre en Europa. El problema no está circunscrito al extremo de Grecia, sino que también aparece en otros países y que, en el continente americano, incluye a los Estados Unidos, que han traicionado los valores y los principios de los padres fundadores del otrora baluarte del mundo libre con endeudamiento colosal, gastos públicos siderales y reglamentaciones asfixiantes en medio de ausencias del debido proceso y del resguardo de las libertades individuales.

Cincuenta años antes de Cristo, Cicerón, en De la República, consignó: “El imperio de la multitud no es menos tiránico que el de un hombre solo, y esa tiranía es tanto más cruel cuanto que no hay monstruo más terrible que esa fiera que toma la forma y nombre de pueblo”. En De las Leyes y en De los deberes subraya el motivo por el cual se establecen los Estados y la validez de mojones y puntos de referencia extramuros de la norma positiva. En esta última obra destaca: “No habrá leyes diferentes en Roma y en Atenas ni diferentes leyes ahora y en el futuro, sino una eterna que es válida para todas las naciones y todos los tiempos”; “El propósito central para el establecimiento de los Estados y las normativas consiste en que la propiedad sea asegurada”.

Lamentablemente esta visión no fue adoptada en su tiempo y con poca extensión en otros, pero en los que corren prácticamente se ha abandonado por completo. La preservación de la dignidad de cada cual se ha trocado por el manejo indiscriminado de los aparatos estatales de las vidas y las haciendas ajenas. Continuar leyendo

Programa político para el año verde

A continuación propongo algunos puntos para cuando la faena educativa sea de tal magnitud que gran parte de la población entienda y acepte el significado de vivir en una sociedad libre donde el respeto recíproco resulte la columna vertebral, por lo que nos habremos liberado de tecnócratas y megalómanos cuya morbosa fascinación consiste en manejar compulsivamente vidas y haciendas ajenas.

Al hacer desaparecer instituciones que sirven para atropellar derechos individuales, se libera a las personas para que administren lo que es de cada cual. Sostener que no se debe dejar las cosas a la “anarquía del mercado” es no comprender que el mercado somos todos los que votamos diariamente con nuestras compras y abstenciones de comprar. No es que la disyuntiva sea el aparato estatal que decide por nosotros lo que nos pertenece o la anarquía, sino que la alternativa es que cada uno dirija lo suyo como juzgue mejor. De este modo, tendrá vigencia la Justicia como el “dar a cada uno lo suyo” y desaparecerán la mayor parte de las reparticiones oficiales que no solo son inútiles, sino contraproducentes (como el tragicómico Ministerio de Economía, en lugar de una secretaría de finanzas públicas, puesto que no puede controlarse la economía, el Ministerio de Educación, que pretende controlar el pensamiento a través de pautas y reglamentaciones varias, pero que debiera reemplazarse por acreditaciones de instituciones privadas locales e internacionales que en competencia realizan auditorías cruzadas al efecto de lograr la mayor excelencia posible, para no decir nada de los ministerios de Bienestar Social y equivalentes que producen malestar con recursos detraídos coactivamente del fruto del trabajo ajeno). Eliminar reparticiones, es decir, liberar recursos para engrosar los bolsillos de la gente, nunca podar funcionarios, de lo contrario, igual que la jardinería, luego crecen con más fuerza. Continuar leyendo

Un libro de Carlos Fuentes

Hasta antes de leer la obra que comentaré a continuación, pensé que en el género de la ficción había una tríada que representaba bien los problemas del poder político: Señor presidente de Miguel Ángel Asturias, La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa y Yo, el supremo de Roa Bastos. Ahora me doy cuenta que se trata de un cuarteto (hacemos una analogía) que se completa con La Silla del Águila de Carlos Fuentes.

En este trabajo de Fuentes, si bien la trama está referida a México, en última instancia alude a las características de todos los gobiernos. Le encuentro cierta similitud con El príncipe de Maquiavelo. En este caso, se suele condenar al autor de perverso cuando en verdad estaba describiendo lo que ocurre en los pasillos del poder. Así, por ejemplo, escribe Maquiavelo que “podría citar mil ejemplos modernos y demostrar que muchos tratados de paz, muchas promesas han sido nulas e inútiles por la infidelidad de los príncipes, de los cuales, el que más ha salido ganando es el que ha logrado imitar mejor a la zorra. Pero es menester respetar bien ese papel; hace falta gran industria para fingir y disimular, porque los hombres son tan sencillos y tan acostumbrados a obedecer las circunstancias, que el que quiera engañar siempre hallará a quien hacerlo”. O cuando se lee que el gobernante “debe parecer clemente, fiel, humano, religioso e íntegro; mas ha de ser muy dueño de sí para que pueda y sepa ser todo lo contrario […] dada la necesidad de conservar el Estado, suele tener que obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión […], los medios que emplee para conseguirlo siempre parecerán honrados y laudables, porque el vulgo juzga siempre por las apariencias”.

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