Hasta antes de leer la obra que comentaré a continuación, pensé que en el género de la ficción había una tríada que representaba bien los problemas del poder político: Señor presidente de Miguel Ángel Asturias, La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa y Yo, el supremo de Roa Bastos. Ahora me doy cuenta que se trata de un cuarteto (hacemos una analogía) que se completa con La Silla del Águila de Carlos Fuentes.
En este trabajo de Fuentes, si bien la trama está referida a México, en última instancia alude a las características de todos los gobiernos. Le encuentro cierta similitud con El príncipe de Maquiavelo. En este caso, se suele condenar al autor de perverso cuando en verdad estaba describiendo lo que ocurre en los pasillos del poder. Así, por ejemplo, escribe Maquiavelo que “podría citar mil ejemplos modernos y demostrar que muchos tratados de paz, muchas promesas han sido nulas e inútiles por la infidelidad de los príncipes, de los cuales, el que más ha salido ganando es el que ha logrado imitar mejor a la zorra. Pero es menester respetar bien ese papel; hace falta gran industria para fingir y disimular, porque los hombres son tan sencillos y tan acostumbrados a obedecer las circunstancias, que el que quiera engañar siempre hallará a quien hacerlo”. O cuando se lee que el gobernante “debe parecer clemente, fiel, humano, religioso e íntegro; mas ha de ser muy dueño de sí para que pueda y sepa ser todo lo contrario […] dada la necesidad de conservar el Estado, suele tener que obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión […], los medios que emplee para conseguirlo siempre parecerán honrados y laudables, porque el vulgo juzga siempre por las apariencias”.
El libro de Fuentes se construye en base a un entramado epistolar cuyo eje central se refiere al poder político mexicano con todas las tramoyas, vericuetos, traiciones y abusos típicos de la politiquería, intercalado con relaciones amorosas de diverso calibre. Son setenta los capítulos que corresponden a sesenta y nueve cartas y una especie de post-sriptum, mediante lo cual ilustra magníficamente lo que el autor se propone describir, posiblemente al efecto de que el lector discuta consigo mismo sobre el poder y se cuestione sus diversos aspectos.
En cierto sentido me recuerda el ensayo, también sobre México pero aplicable a otros lares, titulado Toma de posesión: el rito del poder de Fernando Serrano Migallón, que abarca desde la sociedad prehispánica hasta Carlos Salinas de Gortari, donde, sin proponérselo el autor, quedan estampadas las prepotencias de gobernantes, las rencillas del poder que se llevan por delante los derechos de la gente en el contexto de un boato rayano en la ridiculez (tengamos en cuenta el aforismo en cuanto a que “entre lo sublime y lo ridículo hay sólo un paso”).
Estimo que el mejor modo de poner de manifiesto lo dicho es transcribir algunos pasajes cortos de La Silla del Águila. Aquí va una muestra representativa por orden de aparición y por boca de los personajes de la novela: “para mí todo es política, incluso el sexo. Puede chocarte esta voracidad profesional”, “el poder es mi vocación”, “te lo digo a boca de jarro: todo político tiene que ser hipócrita. Para ascender, todo vale. Pero hay que ser no sólo falso, sino astuto”, “la fortuna política es un largo orgasmo”, “no hay gobierno que funcione sin el aceite de la corrupción” y “no hay mejor entrenamiento para la política que el adulterio”.
Como esto está muy generalizado y no circunscripto a países del tercer mundo, es decir, la democracia -el respeto irrestricto de las mayorías por las minorías- que ha devenido en cleptocracia, vale la pena hacer un alto en el camino y considerar propuestas que intentan rectificar el rumbo, no en base a la espera de milagros con los mismos sistemas y procedimientos, sino en base a incentivos distintos. En este sentido, es de gran relevancia discutir la propuesta de Friderich Hayek para el Poder Legislativo, la de Bruno Leoni para el Poder Judicial y la de Montesquieu aplicable al Poder Ejecutivo. Son propuestas radicales que he considerado en otras oportunidades, pero, en todo caso, si éstas no se aceptan hay que usar las neuronas para pensar en otras pero no quedarse de brazos cruzados y comprobar cómo se degrada el sistema institucional camuflado con votos. Incluso esto es necesario para dar lugar a otros debates como los fértiles de las externalidades, el dilema del prisionero y las asimetrías de la información.
En La Silla del Águila los personajes vinculados a la política discuten sobre engaños, estrategias, enredos amorosos, consejos inauditos y confesiones inconfesables. En no pocos pasajes se advierten ideas atrabiliarias de Carlos Fuentes -especialmente en materia económica- del todo compatibles con otras declaraciones suyas expresadas de viva voz por otros canales y en otros de sus escritos, pero de cualquier manera, sigue en pie que esta obra desnuda el alma del poder (además de los otros desnudos literales que se insinúan o que se describen en la novela).
Resultan tragicómicas las descripciones que se hacen de los diversos funcionarios gubernamentales, como que “el encargado de las comunicaciones se comunica mejor en silencio, a oscuras, y expidiendo, como lo hace, concesiones y contratos mediante jugosas comisiones” o cuando se describe al “secretario de Estado para la Vivienda… que sólo ha construido una casa: la suya”, a los que viven declamando “lealtad al espíritu de la Patria – whatever that means!” y a funcionarios que son “como poner un pirómano al frente del cuerpo de bomberos” (lo cual me recuerda a Ray Bradbury en Farenheit 451, a lo que agrego que es una espléndida metáfora para aludir a nuestros gobiernos: bomberos que incendian).
Fuentes describe a través de los diálogos epistolares de referencia “las bajezas a que conduce el servilismo político”, la obsecuencia y los aplaudidores que reciben todo tipo de privilegios (aquí me surge Opiniones de un payaso de Heinrich Böll, especialmente referido a la hipocresía de pseudoempresarios prebendarios) y las náuseas que provoca trabajar con funcionarios aberrantes que hacen decir a subordinados que “debo disciplinarme y aceptar la diaria compañía de tan repugnante sujeto” en el contexto de que “el más ilustrado de los gobernantes requiere la seguridad que le da un yes-man, el que le dice que sí a todo” que demanda “obsequiosidad ante los superiores y crueldad con los inferiores”, todo mientras están en el poder, luego de lo cual, cuando se ven obligados a dejar el trono, se preguntan incrédulos “¿A dónde se fueron mis amigos?”.
Por último -porque en una nota periodística no pueden abarcarse todos los aspectos de la trama de una novela- establezco dos correlatos más con otros escritos. En primer lugar, cuando Fuentes le hace decir a uno de sus actores “yo soy de los que prefieren matar a miles de inocentes que dejar que se me escape un solo culpable”. En este caso, la comparación que me viene a la memoria es la cita del megalómano Marat en la contrarevolución francesa que hace Albert Camus en El hombre rebelde: “¡Es que no comprenden que yo sólo quiero cortar miles de cabezas para salvar muchas más!”.
El segundo caso es cuando en La Silla del Águila (nótese que los dos sustantivos van con mayúscula para indicar la solemnidad del poder) se declara que “la máscara se ha convertido en la cara”. Esto es lo que se consigna en la formidable The Scarlet Letter de Nathaniel Hawthorne referida a los horrendos “juicios” de brujería: “ningún hombre, por un período considerable de tiempo, puede usar una cara para consigo mismo y otra para la multitud, sin finalmente confundirse respecto a cual es la verdadera”.
He disfrutado con esta lectura proporcionada por Carlos Fuentes, gracias al obsequio de Juan de Anchorena que indudablemente conjetura bien acerca de mis inclinaciones bibliográficas. Como una nota al pie, es de interés destacar un párrafo de la novela que puede parecer un tanto misteriosa al lector desprevenido, y es cuando se exclama “¡Por la pata perdida de Santa Anna…!”. El mismo Fuentes se refiere al episodio en su prólogo a la obra antes referida de Roa Bastos y es que Antonio López de Santa Anna, quien gobernó México por once períodos intercalados, en una ocasión perdió una pierna en una batalla, por lo que la hizo enterrar en la Catedral mexicana con toda la pompa de los funerales oficiales y cada vez que dejaba el poder la gente la desenterraba, pero cuando volvía al gobierno el tirano nuevamente enterraba su extremidad con idénticas formalidades. Otra forma de ilustrar los descaros del poder.