De entrada conviene subrayar que el conocimiento en todos los campos es siempre provisorio, sujeto a refutación. Hay dos dichos latinos que ilustran el punto: nullius in verba, que es el lema de la Royal Society de Londres, que significa que no hay palabras finales, es decir, que todo está sujeto a revisión. Nuestra ignorancia es ilimitada, necesitamos críticas y autocríticas en la esperanza de captar algo de conocimiento.
El segundo adagio es ubi dubium ibi libertas, que se traduce en que donde hay duda hay libertad. Si estuviéramos rodeados de certezas, no habría necesidad de acciones libres, es decir, aquella en las que se sopesan alternativas y opciones varias, puesto que ya se sabría de antemano cuál es el camino a seguir. De allí deriva la necesidad, por ejemplo, de separar tajantemente la religión del poder político, esto es, la doctrina de la muralla, tan bien graficada en los orígenes de la revolución estadounidense. De lo contrario, el poder en manos de quienes todo lo ven con certeza conduce indefectiblemente al cadalso.
El debate abierto de ideas es absolutamente indispensable para progresar. Por esto es que los editores de las versiones digitales de algunos medios gráficos dan la oportunidad de proceder en esa dirección al ofrecer espacios para la crítica y las reflexiones sobre la publicación de columnas de opinión. Esto es tomado por algunos lectores en ese sentido y contribuyen a aclarar, agregar o rectificar algunas de las ideas expuestas.
Sin embargo, hay otros que se dedican a insultar y agraviar sin nunca agregar un atisbo de argumento. En realidad, pobres individuos, ya que al no contar con ideas sólo pueden dedicar denuestos al escritor (o incluso a la madre del autor). Es que los que no piensan solamente pueden gritar. Como bien ha apuntado Mario Vargas Llosa: “Son sujetos de superficie sin mayor trastienda”. Es un espectáculo triste que habla muy mal de los firmantes de supuestos comentarios que muchas veces ni siquiera tienen el coraje de consignar sus nombres y se ocultan en pseudónimos. Desperdician una gran oportunidad de formular críticas y consideraciones a lo dicho por el autor del artículo en cuestión al efecto de avanzar en el conocimiento, lo cual, en definitiva, es una faena en colaboración.
Recuerdo un cuento de Jorge Luis Borges titulado “El arte de injuriar” donde había dos fulanos discutiendo, hasta que en un momento dado uno de los contertulios le arrojó un vaso de vino en el rostro al otro, a lo que este otro respondió: “Eso fue una digresión, espero su argumento”. Ese es exactamente el caso, las agresiones personales constituyen una especie de grotesca digresión debido a que el agresor se encuentra indefenso en cuanto a materia neuronal, por lo que es acomplejado de su pequeñez mental y, por ende, incapaz de comentar con un mínimo de seriedad y sustento.
Las críticas parciales o totales a las columnas de opinión formuladas con seriedad y rigor son siempre bienvenidas por estudiosos, puesto que de lo que se trata es de aprender en el contexto de un proceso que no tiene término. La mentalidad abierta es uno de los mayores dones en una lucha despiadada por derribar telarañas y cerrojos mentales en la labor conjunta e interminable a la que nos referimos.
Tal vez La traición de los intelectuales, de Julien Benda, refleje con mayor precisión el abandono de así llamados intelectuales a su misión de buscar la verdad en pos de compromisos subalternos, generalmente de orden político.
Precisamente, la tarea del intelectual es la crítica y la autocrítica; su razón de ser consiste en detectar errores, ambigüedades, posiciones pastosas y dogmatismos, por lo que, a su vez, las críticas a libros, ensayos y artículos resultan alimento necesario a los efectos de corregir errores y explorar otras avenidas. Nuevamente lo citamos a Borges cuando enfatizaba que cómo no hay tal cosa como un texto perfecto: “Si no publicamos, nos pasaríamos la vida corrigiendo borradores”.
De igual manera, el conocimiento exige corregir borradores permanentemente, puesto que está formado de una cadena infinita de críticas y críticas de las críticas. Pero el alarido y el insulto retrasan esta cadena mágica en el contexto de la aventura del pensamiento para retrotraerla al ruido gutural y al puro graznido.
Por eso insistimos sobre el desperdicio de valiosos espacios para ocuparlos hablando en superlativo, en medio de vocabulario soez, en lugar de señalar conceptos deficientes y conclusiones desacertadas que a todos nos permiten mejorar. Si se me permite un desliz al repetir un conocido aforismo: “Nada hay más peligroso que un atolondrado con iniciativa”, referido en este caso a los que despotrican sin exhibir fundamento alguno en sus desvaríos y sus pésimos modales, a veces ni siquiera dignos de un lenguaje carcelario. Da pena por esos vacíos existenciales que revelan estados tormentosos en sus interiores, con problemas de magnitud que no saben a quién endosar ni cómo canalizar.
Incluso el propio pensamiento debe ser necesariamente crítico para sortear obstáculos y evitar trampas ocultas y así revisar premisas y seguirle el rastro al silogismo. El pensamiento lateral que ha desarrollado originalmente Edward de Bono y el pensamiento crítico sobre el que ha escrito tanto Francis W. Dauer revelan la imperiosa necesidad de auscultar con el debido cuidado y dedicación todo lo que se expone, propio y ajeno. Y para recurrir a algo más elemental, es muy fértil consultar el texto clásico de Irving Copi, Introducción a la lógica, especialmente sobre la falacia ad hominem, donde el supuesto crítico alude a las condiciones personales de quien escribe, en reemplazo de una argumentación a lo que en realidad dice.
Los comentaristas que no comentan sino que agreden personalmente al autor de una nota son militantes, una expresión horrible sea de donde sea, provenga de donde provenga, puesto que remite a lo militar, a la estructura vertical por excelencia y a la obediencia debida, que podrá ser necesaria en el ámbito castrense, pero es todo lo opuesto a la sociedad civil, donde el debate y el respeto recíproco son esenciales, no sólo para la convivencia sino, como queda dicho, para la incorporación de conocimientos.
La virtud es el conocimiento, decía Sócrates y estimulaba el descubrimiento de verdades a través del método de los interrogantes y Karl Popper subraya la trascendencia del intercambio entre teorías rivales para sacar provecho del conocimiento existente. Pero esto no resulta posible con sujetos que más bien buscan medir fuerzas a través de la confrontación física en un cuadrilátero de lucha libre que en el cuadrilátero de la ciencia, en un marco de respeto y consideración recíproca. Un departamento de investigaciones en un centro de estudios es para los exaltados como es una trifulca bélica para un estudioso. El silencio y la meditación no son el ámbito adecuado para los que recurren al lenguaje del improperio como su medio de comunicación. Para un show de este tipo está el boxeo (o eventualmente el circo).
Lo expresado en modo alguno quiere decir que la crítica no deba ser contundente en el contraargumento. Por el contrario, cuanto más contundente, mejor para la antedicha aventura del pensamiento al efecto de que el punto quede lo más claro posible. Desde luego que de la fuerza argumental no se desprende la utilización de modales groseros, más aún, el clima de intercambio de ideas siempre demanda cordialidad y, por supuesto, se destroza y se desploma el referido ámbito si surge alguien que no sólo es grotesco en sus dichos, sino que no presenta argumentación. Esto último no aparece en la academia ni en medios en los que los participantes desean aprender el uno del otro, sino que es propio del subsuelo y de lo peor de los bajos fondos de una comunidad.
Como hemos apuntado, afortunadamente hay comentarios al pie de los artículos —reiteramos que siempre nos referimos a las versiones digitales de algunos medios— que ayudan a pensar y rectifican errores o agregan argumentaciones y nuevas perspectivas, lo cual brinda un servicio de gran valor a los autores e ilustra al resto de los lectores.