La infancia de cada cual marca la vida, la influye grandemente, no la determina, puesto que la persona siempre debe tener presente que el segundero del reloj pasa rápido y que es su responsabilidad qué hace con su yo. No es conducente pasar el tiempo despotricando contra el padre que no le prestó la bicicleta o incluso temas mucho peores que pueden haber ocurrido. Es imprescindible arremangarse y encaminarse con decisión hacia metas de excelencia; los pretextos y las excusas no valen como escudo para no lograr lo que se debe.
Ingmar Bergman tuvo una infancia por cierto difícil, llena de nubarrones y tormentas. Su autobiografía se titula Linterna mágica, que tiene un sentido figurado, que es el cine y uno literal, que consiste en que cuando era frecuentemente castigado físicamente por su padre, a quien “terminada la tanda de azotes había que besar su mano” y luego encerrado en un ropero a oscuras durante largo tiempo, llevaba consigo de contrabando una linterna que al prenderla se imaginaba una producción cinematográfica.
Desde que nació, en julio de 1918, tuvo enfermedades y achaques de salud varios hasta su muerte en 2007. Inmediatamente después del parto, los médicos consideraban que no sobreviviría: “Era como si no acababa de decidirme a vivir”, escribe Bergman. Transcurrió su niñez acosado por su padre —pastor protestante—, con la noción truculenta de autoridad absoluta, pecado, castigo y misericordia, a pesar de lo cual asistió a discusiones de tono y contenido muy elevado entre sus padres; incluso en una oportunidad vio cómo el padre le pegaba a su madre. Continuar leyendo