La infancia de cada cual marca la vida, la influye grandemente, no la determina, puesto que la persona siempre debe tener presente que el segundero del reloj pasa rápido y que es su responsabilidad qué hace con su yo. No es conducente pasar el tiempo despotricando contra el padre que no le prestó la bicicleta o incluso temas mucho peores que pueden haber ocurrido. Es imprescindible arremangarse y encaminarse con decisión hacia metas de excelencia; los pretextos y las excusas no valen como escudo para no lograr lo que se debe.
Ingmar Bergman tuvo una infancia por cierto difícil, llena de nubarrones y tormentas. Su autobiografía se titula Linterna mágica, que tiene un sentido figurado, que es el cine y uno literal, que consiste en que cuando era frecuentemente castigado físicamente por su padre, a quien “terminada la tanda de azotes había que besar su mano” y luego encerrado en un ropero a oscuras durante largo tiempo, llevaba consigo de contrabando una linterna que al prenderla se imaginaba una producción cinematográfica.
Desde que nació, en julio de 1918, tuvo enfermedades y achaques de salud varios hasta su muerte en 2007. Inmediatamente después del parto, los médicos consideraban que no sobreviviría: “Era como si no acababa de decidirme a vivir”, escribe Bergman. Transcurrió su niñez acosado por su padre —pastor protestante—, con la noción truculenta de autoridad absoluta, pecado, castigo y misericordia, a pesar de lo cual asistió a discusiones de tono y contenido muy elevado entre sus padres; incluso en una oportunidad vio cómo el padre le pegaba a su madre.
Según Bergman, “este hecho contribuyó posiblemente a nuestra pasiva aceptación del nazismo. Nunca habíamos oído hablar de libertad y no teníamos ni la más remota idea de a qué sabía. En un sistema jerárquico, todas las puertas estaban cerradas”. Sin duda que sin llegar a estos extremos inauditos, está presente la idea totalitaria en muchas familias. Los comandos dirigidos a los hijos para hacer lo que digan los padres sin discutir no sólo afectan gravemente la autoestima de la prole, sino que dan por tierra con elementales procedimientos de la función educativa, de amistad y comprensión. La conversación, la persuasión y el intercambio de ideas entre padres e hijos resultan esenciales para la formación de almas bajo su responsabilidad.
En el caso que nos ocupa, no solamente puede hablarse de “la aceptación pasiva del nazismo”, sino que en otro momento de su juventud Bergman relata que en una visita al territorio alemán terminó haciendo el saludo nazi en un clima festivo en ocasión de un discurso de Adolf Hitler —el consabido asesino serial— y constató: “Los domingos la familia iba a misa solemne. El sermón del pastor era sorprendente. No hablaba con base en los evangelios sino en el Mein Kampf ”. El día del discurso de Hitler “las campanas replicaban, tanto las severamente protestantes como las jubilosamente católicas” y “en la ópera se anunciaba la obra de Richard Wagner, Rienzi, en función de gala seguida de fuegos artificiales”. Bergman declara: “Mi hermano fue uno de los fundadores y organizadores del partido nacionalsocialista sueco, mi padre votó varias veces por los nacionalsocialistas”.
A esta altura es pertinente refutar con el mayor énfasis aquello que muchas veces se sostiene en cuanto a que sorprende el hecho de que un pueblo “bien educado” haya dado su apoyo a semejante movimiento criminal. Pues esto de la supuesta buena educación no es cierto, resulta de la mayor importancia constatar la gran difusión en colegios y universidades alemanas de los textos de autores que ponen de manifiesto su espíritu totalitario tales como Johann Herder, Johann Fichte, Friedrich Hegel, Friedrich Schelling, Gustav von Schmoller, Werner Sombart y Friedrich List.
Después de transcurrido un tiempo, Bergman escribe, también en la antedicha autobiografía, una muy dolorosa confesión: “Cuando los testimonios de los campos de concentración se abatieron sobre mí, mi entendimiento no fue capaz, en un primer momento, de aceptar lo que veían mis ojos. Al igual que muchos otros, yo decía que las fotos estaban trucadas, que eran infundios propagandísticos. Al vencer, finalmente, la verdad a mi resistencia, fui presa de la desesperación y el desprecio de mí mismo, que era ya una carga grave, se acentuó hasta rebasar el límite de lo soportable”.
Más adelante nuestro personaje se topó con partidarios de Mao Tse Tung y consignó: “El fanatismo que recordaba de mi infancia: el mismo pozo emocional, sólo que eran diferentes las banderas. En lugar de aire puro nos dieron deformación, sectarismo, ansiosas complacencias y abuso de poder”.
De más está decir que en su Linterna mágica le dedica gran espacio a su profesión como director de cine y de teatro, con lujo de detalles en aspectos técnicos y no técnicos referidos a agudas observaciones de los respectivos procesos de elaboración y de ejecución, al tiempo que se detiene en observaciones también de gran calado sobre los modos y las personalidades de los actores y las actrices que trabajaron con él.
Asimismo, dedica largos tramos a exhibir su vida bastante disipada, con intentos de suicido y periódicamente su adicción al alcohol, incluyendo la borrachera. Las biografías sobre Bergman son múltiples, tal vez las más conocidas sean las de Jacques Mandelbaum, Vernon Young, Jesse Kalin, Roger Oliver y, en coautoría, Maaret Koskinen y Liv Ullmann. Todos se sorprenden de la maestría, el rigor y la asombrosa producción de este célebre director y guionista magistral quien traspasó todas las fronteras y los ámbitos artísticos.
Como es sabido, en estos menesteres el manejo del tiempo en los escritos puede ser lineal, circular y estanco, o a saltos para adelante y para atrás. Este último procedimiento es el que usa Bergman en el relato de sus memorias.
En estas pocas consideraciones no es la intención calibrar su trabajo profesional, que además el que estas líneas escribe no está en condiciones de juzgar a pesar de haber gozado con algunas de sus producciones cinematográficas desde el punto de vista estético de las tomas, las presentaciones y los jugosos diálogos, algunos de cuyos mensajes comparto y otros no, como entiendo que será el caso de todos sus espectadores.
Según algunos de sus biógrafos, su presentación de Calígula en las tablas —que Albert Camus había escrito en 1945 para teatro en cuatro actos— influyó grandemente en su percepción de los megalómanos que pretenden dirigir vidas y haciendas ajenas.
Como se recordará, Calígula (12-41 d. C.) era hijo adoptivo de Tiberio y como emperador mostró su desprecio a cualquier vestigio de institución republicana; gobernó con gran crueldad en medio de agudas crisis económicas y morales; entre otras, amante de su hermana, por lo que convirtió su palacio en un burdel, al tiempo que se vestía con ropajes de Júpiter y se hacía venerar como dios y, hacia el final de su gestión gubernamental, propuso a su caballo como cónsul.
Entre profesionales de la historia hay quienes lo catalogan como enfermo mental, tal como se ha hecho con muchos otros dictadores, lo cual significa que no serían imputables, en lugar de aceptar la maldad y, como explica Thomas Szasz, la patología enseña que la enfermedad significa la lesión de órganos, células o tejidos y no la de ideas dañinas (lo cual no excluye problemas químicos en el cerebro, cosa que con las herramientas disponibles en el momento no ha sido probada en el caso que comentamos, al contrario, mucho se ha escrito sobre la perversión y la malicia del sujeto de marras).
En la obra de Camus, el tirano Calígula, al igual que otros de su estirpe, manifiesta: “Yo poseo la verdad. Y precisamente poseo los medios para que la gente viva la verdad”. Con mucha más sinceridad que otros de su calaña, a continuación subraya: “Todas las personas del Imperio que dispongan de alguna fortuna —pequeña o grande, eso da igual— deberán obligatoriamente desheredar a sus hijos y hacer testamento ahora mismo a favor del Estado […] no es más inmoral robar directamente que gravar con impuestos […] Gobernar y robar son la misma cosa, eso es del domino público. Pero cada uno lo hace a su manera. Yo, por mi parte, pienso robar sin tapujos”.
Más adelante, Camus le hace decir a su personaje, también al efecto de descubrir su modo de ser y pensar (lo cual en lo que sigue es hoy un lugar común de todos los populismos): “Quiero concederle a este siglo la igualdad”, que puesto en contexto no necesita recalcarse que no se trata del respeto al derecho de cada uno sino de la guillotina horizontal referida a los patrimonios. Termina la perorata el sátrapa afirmando: “Me resulta fácil matar porque no me resulta difícil morir. No, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que no soy un tirano”.
En esta línea argumental es del caso puntualizar que cuando se habla de violencia, no debe circunscribirse al robo callejero de delincuentes comunes, sino principalmente a la ejercida desde el poder político, desde el gobierno, que teóricamente está encargado de velar por los derechos de todos y, sin embargo, aplica la fuerza no de carácter defensivo sino de carácter ofensivo. En nombre de una supuesta solidaridad (la violencia nunca puede ser solidaria), usa la fuerza o la amenaza de la fuerza bruta al recurrir al aparato estatal para inmiscuirse en casi todos los aspectos de la vida de los gobernados.
Se apodera del fruto del trabajo de la gente para redistribuir ingresos que al malasignar los siempre escasos factores productivos empobrece, recursos que son distribuidos pacífica y voluntariamente en el supermercado y afines; cobra impuestos siderales; se endeuda a escala astronómica; deteriora la moneda y expropia recursos para atender las llamadas empresas estatales; controla precios; establece aranceles aduaneros; deteriora el mercado laboral; establece parques de diversiones y demás dislates que nada tienen que ver con los preceptos republicanos y la consiguiente severa limitación al poder de toda la tradición constitucional desde la Carta Magna de 1215. Y lo tragicómico del asunto es que hay quienes aplauden todo esto pensando que los recursos vienen de una tienda misteriosa, sin entender que son ellos mismos lo que financian todo, especialmente los más pobres, que al disminuirse las tasas de capitalización se contraen sus salarios.
La experiencia de un aspecto en la vida de Bergman nos debe servir para llevar a las últimas consecuencias la alerta sobre los horrores del totalitarismo y, sobre todo, para no aceptar avances del aparato estatal en nuestras vidas al efecto de frenar a tiempo el estrangulamiento que produce el Leviatán.