Todas las tecnologías tienen sus pros y contras, incluso el martillo puede utilizarse para clavar un clavo o para romperle la nuca al vecino. Internet puede servir para indagar, digerir y sacar conclusiones valiosas, pero también para recolectar basura. Los celulares pueden servir para la comunicación o, paradójicamente, para la incomunicación cuando el sujeto en cuestión interrumpe la conversación con su interlocutor en vivo para atender una llamada con quien tampoco se comunica en el sentido propio del término. En definitiva no está ni con uno ni con otro.
Últimamente he estado intercambiando ideas con algunas personas cercanas como mi mujer, mi hijo menor Joaquín y mi cuñada Margarita sobre aplicaciones en Facebook que desde que en 2004 irrumpió en escena a raíz del descubrimiento de un estudiante (completado por otras contribuciones posteriores), se convirtió en un sistema que ha crecido de modo exponencial hasta que actualmente hay más de ochocientos millones de participantes.
Hoy parece que decae este instrumento para ser reemplazado por imágenes y textos que aparentemente tienen un plazo de supervivencia. De cualquier modo, las redes sociales en general han servido para muy distintos propósitos, tal vez el más productivo sea la coordinación para protestar frente a gobiernos desbocados, pero en esta nota me quiero detener en otro aspecto medular que me llama poderosamente la atención.