Todas las tecnologías tienen sus pros y contras, incluso el martillo puede utilizarse para clavar un clavo o para romperle la nuca al vecino. Internet puede servir para indagar, digerir y sacar conclusiones valiosas, pero también para recolectar basura. Los celulares pueden servir para la comunicación o, paradójicamente, para la incomunicación cuando el sujeto en cuestión interrumpe la conversación con su interlocutor en vivo para atender una llamada con quien tampoco se comunica en el sentido propio del término. En definitiva no está ni con uno ni con otro.
Últimamente he estado intercambiando ideas con algunas personas cercanas como mi mujer, mi hijo menor Joaquín y mi cuñada Margarita sobre aplicaciones en Facebook que desde que en 2004 irrumpió en escena a raíz del descubrimiento de un estudiante (completado por otras contribuciones posteriores), se convirtió en un sistema que ha crecido de modo exponencial hasta que actualmente hay más de ochocientos millones de participantes.
Hoy parece que decae este instrumento para ser reemplazado por imágenes y textos que aparentemente tienen un plazo de supervivencia. De cualquier modo, las redes sociales en general han servido para muy distintos propósitos, tal vez el más productivo sea la coordinación para protestar frente a gobiernos desbocados, pero en esta nota me quiero detener en otro aspecto medular que me llama poderosamente la atención.
Este aspecto alude a la obsesión por entregar la propia privacidad al público, lo cual sucede aunque los destinatarios sean pretendidamente limitados (los predadores suelen darle otros destinos a lo teóricamente publicado para un grupo). De todos modos, lo que me llama la atención es la tendencia a la pérdida de ámbitos privados y la necesidad de publicitar lo que se hace en territorios íntimos, no necesariamente sexuales sino, como decimos, lo que se dice y hace dirigidas a determinadas personas o también actitudes supuestamente solitarias pero que deben registrarse en Facebook para que el grupo esté informado de lo que sucede con el titular.
Parecería que no hay prácticamente espacio para la preservación de las autonomías individuales, las relaciones con contertulios específicos quedan anuladas si se sale al balcón a contar lo que se ha dicho o hecho. Como es sabido, la Cuarta Enmienda en la Constitución estadounidense abrió un camino luego seguido por muchos otros países por la que se considera lo privado como algo sagrado que solo puede interrumpirse con orden judicial debidamente justificada por la posibilidad cierta de un delito y con la expresa mención de que y porqué se ha de avasallar.
Con los Facebooks y compañía no parece que se desee preservar la privacidad, al contrario hay una aparente necesidad de colectivizar lo que se hace. No hay el goce de preservar lo íntimo en el sentido antes referido. Parecería que estamos frente a un problema psicológico de envergadura: la obsesión por exhibirse y que hay un vacío existencial si otros no se anotician de todo lo que hace el vecino. Es como una puesta en escena, como una teatralización de la vida donde los actores no tienen sentido si no cuentan con público.
Una cosa es lo que está destinado a los demás, por ejemplo, una conferencia, la publicación de artículos, una obra de arte y similares y otra bien diferente es el seguimiento de lo que se hace privadamente durante prácticamente todo el día (y, frecuentemente, de la noche). Una vida individual así vivida no es individual sino colectiva puesto que la persona se disuelve en el grupo.
Ya dijimos que hay muchas ventajas en la utilización de este instrumento por el que se trasmiten también buenos pensamientos, humor y similares, pero nos parece que lo dicho anteriormente, aun sin quererlo, tiene alguna similitud con lo que en otro plano ejecuta el Gran Hermano orwelliano, o más bien, lo que propone Huxley en su antiutopía más horrenda aun porque es donde la gente pide ser esclavizada. En nuestro caso, las entregas de la privacidad son voluntarias (aunque, como queda dicho, algunas derivaciones desagradables no son para nada intencionales por parte de quien publica en su muro).
Es perfectamente comprensible que quienes utilizan Facebook sostengan que publican lo que les viene en gana y lo que desean preservar no lo exhiben, pero lo que llama la atención es precisamente el volumen de lo que publican como si eso les diera vida, como si lo privado estuviera fuera de la existencia.
En modo alguno es que los que exhiben sin tapujos su privacidad a diestra y siniestra sean totalitarios, es que tal vez contribuyan inconscientemente a colectivizar y a diluir la individualidad con lo que eventualmente se corre el riesgo de preparar el camino al mencionado Gran Hermano.
Como he puesto de relieve en otra oportunidad, según el diccionario etimológico “privado” proviene del latín privatus que significa en primer término “apartado, personal, particular, no público”. El ser humano consolida su personalidad en la medida en que desarrolla sus potencialidades y la abandona en la medida en que se funde y confunde en los otros, esto es, se despersonaliza. La dignidad de la persona deriva de su libre albedrío, es decir, de su autonomía para regir su destino.
La privacidad o intimidad es lo exclusivo, lo propio, lo suyo, la vida humana es inseparable de lo privado o privativo de uno. Milan Kundera en La insoportable levedad del ser anota que “La persona que pierde su intimidad lo pierde todo”. Lo personal es lo que se conforma en lo íntimo de cada uno, constituye su aspecto medular y característico.
La primera vez que el tema se trató en profundidad, fue en 1890 en un ensayo publicado por Samuel D. Warren y Luis Brandeis en la Harvard Law Review titulado “El derecho a la intimidad”. En nuestro días, Santos Cifuentes publicó El derecho a la vida privada donde explica que “La intimidad es uno de los bienes principales de los que caracterizan a la persona” y que el “desenvolvimiento de la personalidad psicofísica solo es posible si el ser humano puede conservar un conjunto de aspectos, circunstancias y situaciones que se preservan y se destinan por propia iniciativa a no ser comunicados al mundo exterior” puesto que “va de suyo que perdida esa autodeterminación de mantener reservados tales asuntos, se degrada un aspecto central de la dignidad y se coloca al ser humano en un estado de dependencia y de indefensión”.
Tal vez la obra que mas ha tenido repercusión en los tiempos modernos sobre la materia es La sociedad desnuda de Vance Packard y la difusión más didáctica y documentada de múltiples casos es probablemente el libro en coautoría de Ellen Alderman y Caroline Kennedy titulado El derecho a la privacidad. Los instrumentos modernos de gran sofisticación permiten invadir la privacidad sea a través de rayos infrarrojos, captación de ondas sonoras a larga distancia, cámaras ocultas para filmar, fotografías de alta precisión, espionaje de correos electrónicos y demás parafernalia pueden anular la vida propiamente humana, es decir, la que se sustrae al escrutinio público.
Sin duda que en una sociedad abierta se trata de proteger a quienes efectivamente desean preservar su intimidad de la mirada ajena, lo cual no ocurre cuando la persona se expone al público. No es lo mismo la conversación en el seno del propio domicilio que pasearse desnudo por el jardín. No es lo mismo ser sorprendido por una cámara oculta que ingresar a un lugar donde abiertamente se pone como condición la presencia de ese adminículo.
Si bien los intrusos pueden provenir de agentes privados (los cuales deben ser debidamente procesados y penados) hoy debe estarse especialmente alerta a los entrometimientos estatales -inauditos atropellos legales- a través de los llamados servicios de inteligencia, las preguntas insolentes de formularios impositivos, la paranoica pretensión de afectar el secreto de las fuentes de información periodística, los procedimientos de espionaje y toda la vasta red impuesta por la política como burda falsificación de un andamiaje teóricamente establecido para preservar los derechos de los gobernados.
Pero es sorprendente que hoy haya entregadores voluntarios de su privacidad que es parte sustancial de la identidad puesto que de la intimidad nace la diferenciación y unicidad que, como escribe Julián Marías en Persona, es “mucho más que lo que aparece en el espejo”, lo cual parecería que de tanto publicar privacidades desde muy diversos ángulos queda expuesta la persona en Facebook (además de que en ámbitos donde prevalece la inseguridad ese instrumento puede tener ribetes de peligrosidad).
Demás está decir que este tema no debe ser bajo ningún concepto materia de legislación, la cual infringiría una tremenda estocada a la libertad de expresión que constituye la quintaesencia de la sociedad abierta en la que todos pueden escribir y decir lo que les venga en gana y por los medios que juzguen pertinentes (cosa que no es óbice para que quienes consideren que sus derechos han sido lesionados interpongan las demandas correspondientes ante la Justicia, siempre como un ex post facto, nunca censura previa).
A lo dicho anteriormente también ahora se agrega la multiplicación de los “selfies” (sacarse fotografías a uno mismo), sobre lo cual acaba de pronunciarse la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) en su reunión anual en Chicago respecto a la compulsión de sacarse fotos varias veces en el día y publicarlas en Facebook. Esta asociación de profesionales concluye que “esa pulsión se debe a una forma de compensar la falta de autoestima y llenar un vacío”.
El que estas líneas escribe no tiene ni tuvo Facebook por pura desconfianza, sin embargo manos misteriosas -un verdadero enigma propio del mundo cibernético- le han fabricado dos que en cada caso se aclara que “no es oficial” y que contiene algunos artículos y ensayos del suscripto. Es posible que esta noticia sea irrelevante, pero de todos modos la consigno como una nota a pie de página para el cierre de este apunte periodístico.