A propósito de García Márquez

Acabo de leer el libro publicado hace poco por Plinio Apuleyo Mendoza titulado Gabo. Cartas y recuerdos. Plinio es coautor con Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa de la muy valiosa e ilustrativa tríada sobre el idiota latinoamericano, pero aquél trabajo sobrepasa en un punto a este trío.

Y el punto se hace sentir de modo filoso, contundente y de un modo feroz cuando el autor traza un paralelo entre las esperanzas de latinoamericanos pobres convencidos por intelectuales de izquierda de que su salvación está en el socialismo. En eso estribaba la esperanza y el sueño de cambio. Esto se inculcaba con más fuerza al sostener que los generales-dictadores de la época representaban al capitalismo a lo que se agregaba que los gobiernos estadounidenses apoyaban estas manifestaciones brutales de autoritarismo (recordemos a Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua, Stroessner en Paraguay, Perón en Argentina, Vargas en Brasil, Rojas Pinilla en Colombia, Pérez Giménez en Venezuela, Ubico en Guatemala y Batista en Cuba).

El paralelo lo establece con motivo de su visita (junto a García Márquez) a Alemania Oriental. Allí dice Plinio Apuleyo Mendoza que se topó por todos lados con la pobreza más colosal y la mugre más espantosa y maloliente pero con una diferencia sustancial: allí no había esperanza alguna porque la revolución ya se había consumado…y era eso. Esto, sigue diciendo el autor, provoca y explica “el cambio de actitud” de las personas para convertirla en resignación y tristeza, en lugar de la esperanza de sus colegas latinoamericanos. Esto nos parece una observación crucial que se encaja en la piel del lector de un modo profundo y perecedero. Una imagen vívida que todo lo explica.

Escribe Plinio que esa visita, que también fue a la URSS, hizo que perdiera su “inocencia respecto al mundo socialista”, ya que adhería a esa postura, experiencias que, en esa instancia, no fueron suficientes para abandonar el intento por implantar un socialismo distinto al de las masacres de Stalin, de ahí que al comienzo apoyó el experimento cubano, idea que a poco andar abandonó para abrazar la causa liberal.

Esto me recuerda el tránsito intelectual de mi amigo Eudocio Ravines (finalmente asesinado en México) que en su juventud fue Premio Lenin y Premio Mao y organizó el comunismo en España y en Chile (con especial encargo del Kremlin de infiltrar la Iglesia católica), quien, al principio -antes de escribir La gran estafa y miles de columnas a favor de la sociedad abierta- pensaba que el problema era Stalin y tardó en darse cuenta que la raíz del mal radica en el sistema socialista.

Plinio Apuleyo Mendoza afirma en el libro que venimos comentando que “los latinoamericanos de nuestra generación tuvieron de jóvenes una versión seráfica del socialismo, que la realidad se ha encargado de corregir severamente. Las desesperadas circunstancias políticas de América Latina, sus generales en el poder, presos y exiliados en todas partes, avivaban nuestras simpatías por el mundo socialista, que conocíamos solo de modo subliminal a través de toda la mitología revolucionaria […] una gran decepción similar a la que tuve de niño cuando supe que los juguetes de Navidad no los traía el Niño Jesús”.

Se preguntaba este autor “cómo y por qué la Alemania capitalista [Occidental] que hemos visto en Heidelberg y en Frankfurt, parece reluciente como una moneda recién acuñada, con edificios recién construidos, vitrinas resplandecientes, bellos parques, cafés repletos de gente, música y muchachas resplandecientes por todos lados mientras que la Alemania socialista, la nuestra, al fin y al cabo, parece negra y lúgubre como una cárcel”.

Respecto a su relación con Gabriel García Márquez debe destacarse que prácticamente convivió con él en Barcelona, París, Caracas, Bogotá y La Habana durante muchos años y es el padrino del hijo mayor del premio Nobel. Subraya Plinio al referirse a las experiencias apuntadas y sus divergencias de fondo con el régimen totalitario del castrismo: “Desde luego es lo que pienso yo: no García Márquez. El, hoy en día, pone a Cuba fuera de la cesta”. Algo increíble en verdad, incluso el célebre caso Padilla que tanto conmovió a otros escritores, no modificó la postura de García Márquez quien siguió manteniendo hasta su muerte una relación estrecha con el asesino de la isla-cárcel.

Es bueno recordar que Cuba, antes del advenimiento de Castro, a pesar de los inaceptables crímenes y barrabasadas de Batista, arrastraba ventajas anteriores como la nación de mayor ingreso per capita en Latinoamérica, notables industrias del azúcar, refinerías de petróleo, cerveceras, plantas de minerales, destilerías de alcohol, licores de prestigio internacional; tenía un número de televisores, radios y refrigeradores en relación a la población igual que en Estados Unidos, líneas férreas de gran confort y extensión, hospitales, universidades, teatros y periódicos de gran nivel, asociaciones científicas y culturales de renombre, fábricas de acero, alimentos, turbinas, porcelanas y textiles. En realidad no es necesario extenderse en estos temas y las masacres morales y físicas del socialismo cubano contra propios (“gusanos contrarrevolucionarios”) y extraños (“imperialistas mal paridos”), puesto que ya lo han hecho con gran solvencia, entre muchos otros, personalidades como Carlos Alberto Montaner, Huber Matos y Armando Valladares.

A veces -según la magnitud y publicidad del caso- resulta difícil separar la condición profesional de la conducta personal. Otras veces esa dificultad se esfuma puesto que los hechos y dichos privados no trascienden más de lo prudente. En el caso de García Márquez surge la dificultad debido precisamente a que ha exhibido una y otra vez lo que a nuestro juicio es su aspecto oscuro al hacer gala de su vinculación con el origen y la fuente de un sistema oprobioso y criminal.

De todos modos he disfrutado uno de sus libros (Noticias de un secuestro) y varios de sus cuentos que si bien no me parece que estén a la altura de los de un Giovanni Papini, algunos de ellos son estupendos e imposibles de dejar una vez que se comenzaron a leer como Algo muy grave va a suceder en este pueblo, que paradójicamente no está incluido en la muy difundida edición de bolsillo titulada Todos los cuentos, colección en la que en el Prólogo a Doce cuentos peregrinos nos da una pista de su tremenda autoexigencia como escritor: “Nunca he vuelto a leer ninguno de mis libros por temor a arrepentirme”. Seguramente esto es por lo dicho por Borges al citarlo a Alfonso Reyes: “como no hay tal cosa como un texto perfecto, si uno no publica se pasa la vida corrigiendo borradores”.

Concluye Plinio su libro afirmando: “Mi filosofía política es liberal y no marxista como en los tiempos de mi juventud; he dejado de ser un hombre de izquierda y pienso que el delito contrarrevolucionario tan severamente castigado en Cuba equivale a un delito de opinión propio de un régimen totalitario. Creo que el balance de la revolución cubana es catastrófico”. Opiniones que le visto ratificar con solvencia al autor cada vez que nos hemos encontrado en congresos en los que participamos como oradores.

Es que el liberalismo significa respeto irrestricto por los proyectos de vida de otros. La vida se torna insoportable si cada uno pretende imponer su visión de las cosas al prójimo. Cada uno debe poder encaminarse por donde estime pertinente siempre y cuando no lesione derechos de terceros y debe asumir las consecuencias de sus hechos. En esto consiste la tolerancia que mejor expresada es respeto puesto que tolerancia puede interpretarse con cierto tufillo inquisitorial en el sentido de que se “tolera”, es decir, se “perdona” el error ajeno. El conocimiento es siempre de carácter provisional sujeto a refutaciones, de allí la importancia de los debates abiertos.

Lo interesante y productivo de la sociedad libre es que la asignación de los siempre escasos recursos se hace conforme a las votaciones diarias de los consumidores según sean sus necesidades, y las diferencias resultantes permiten maximizar las tasas de capitalización que, a su turno, elevan salarios e ingresos en términos reales.

Nada más peligroso que los megalómanos que pretenden fabricar el “hombre nuevo” a la fuerza, quienes concentran ignorancia al entrometerse en la vida y las haciendas ajenas en lugar de percatarse de que el conocimiento está disperso y es fragmentado entre millones de actores que expresan sus necesidades a través de arreglos contractuales libres y voluntarias en un contexto donde se respeta el derecho de propiedad.

Es de esperar que el magnífico libro de Plinio contribuya a reafirmar la desilusión de tantos que han cifrado sus esperanzas en la prepotencia de la fuerza y que, en todo caso, retomen la tradición de quienes se sentaron a la izquierda del rey en la Asamblea Constituyente en la Francia revolucionaria para oponerse a los abusos del poder y no para engrosarlos.

De todos modos, las ventas de García Márquez (cincuenta millones de ejemplares solo de Cien años de soledad) son un buen síntoma ya que, si bien, como escribe Daniel Pennac, “el verbo leer no resiste el imperativo”, hoy, a diferencia de antaño, la buena lectura en gran medida se sustituye por aparatos electrónicos de imagen y audio de golpeteos ruidosos, “estupidez, vulgaridad y violencia”.

Ernesto Laclau

Se ha escrito mucho sobre el autor que figura en el encabezado de esta nota  pero observo que la mayoría, sea para criticarlo o para aplaudir lo que dice, se aferra a sus extensos e interminables textos farragosos, en tramos ininteligibles, construidos en base a una larga cadena de galimatías conceptuales. No es que todo lo que escribió Laclau sea incomprensible; hay pasajes muy claros, pero parecería que el estilo obedece a una estrategia que consiste en tirar la estocada con una idea-fuerza y luego adornarla largamente con una escritura sin sentido alguno para impresionar a los snobs y a los acomplejados (me refiero a aquellos que cuando no entienden conjeturan que el que escribe “debe saber mucho”). Karl Popper aludía a esos escritores reiterando que “la búsqueda de la verdad solo es posible si hablamos sencilla y claramente […] Para mí, buscar la sencillez y la lucidez es un deber moral de todos los intelectuales: la falta de claridad es un pecado y la presunción un crimen”.

No quiero abusar de la paciencia del lector pero tomo más o menos al azar una de las parrafeadas típicas de Laclau, esta vez de su libro Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, al efecto de ilustrar lo dicho para que cada uno juzgue por sí mismo. Por ejemplo: “Toda tipografía presupone un espacio dentro del cual la distinción entre regiones y niveles tiene lugar, ella implica, en consecuencia, el cierre del todo social, que es lo que permite que éste último sea aprehendido como una estructura inteligible que asigna identidades precisas a sus regiones y niveles. Por si toda objetividad es sistemáticamente rebasada por un exterior sustitutivo, toda forma de unidad, articulación y jerarquización que pueda existir entre varias regiones y niveles será el resultado de una construcción contingente y pragmática y no una conexión esencial que pueda ser reconocida”.

Lamentablemente, en lo personal, al dirigir tesis doctorales, he comprobado que no son pocos los alumnos que arrastran una especie de inercia en cuanto a que en sus monografías y similares durante la carrera de grado les han inoculado la manía del oscurantismo como si fuera un camino fértil para exhibir supuestos conocimientos sofisticados. En estos casos, se consume bastante tiempo en volver a la normalidad. Alan Sokal y Jean Bricmont han ilustrado magníficamente el punto señalado cuando publicaron un muy celebrado ensayo con referato en Social Text, luego de lo cual declararon que se estaban burlando de la comunidad académica ya que el trabajo contenía disparates superlativos y se aprestaron a publicar su propia refutación, a lo que la dirección del journal en cuestión concluyó que “no tenía altura académica” por lo que los autores decidieron publicar todo el material y el relato de lo sucedido en un libro titulado Imposturas intelectuales.

Vamos entonces lo que estimamos es el núcleo del mensaje de Laclau en sus escritos, las estocadas a las que nos referimos más arriba. En el libro que hemos citado de este autor sostiene en el contexto de su adhesión a la teoría de la plusvalía que “la clásica falacia liberal acerca de la relación entre obrero y capitalista consiste en reducir a esta última a su forma jurídica -el contrato entre agentes económicos libres- y que la crítica a esta falacia consiste en mostrar la desigualdad de las condiciones a partir de las cuales capitalista y obrero entran en la relación de producción”.

En esta misma línea argumental escribe el mismo autor en la misma obra que “en el caso de que la gestión del proceso económico deje de estar en las manos privadas del capitalista y pase a ser una gestión social, la emancipación del capitalista respecto del productor directo es transferida a la comunidad en su conjunto. Lo que el productor directo pierde en términos de autonomía individual, lo gana por otro lado con creces en tanto miembro de una comunidad” y, como remedio, sugiere “una intervención consciente, por lo tanto, permite regular la realidad crecientemente dislocada del mercado” puesto que “el mito del capitalismo liberal fue de un mercado absolutamente autorregulado”.

Este es en una cápsula el núcleo duro de Laclau en materia económica. Una perspectiva nada original pero que rebalsa en errores muy sustanciales. Primero, los salarios e ingresos en términos reales son consecuencia de las tasas de capitalización, es decir, fruto del ahorro interno y externo que hacen de apoyo logístico para elevar el nivel de vida. Los arreglos contractuales son siempre entre desiguales lo cual significa asimetrías en gustos y en informaciones, de lo contrario no se llevarían a cabo. En cuanto a las desigualdades patrimoniales, en un mercado abierto éstas responden a las votaciones de los consumidores en el plebiscito diario del supermercado y equivalentes, lo cual, a su vez, permite incrementar las antedichas inversiones, especialmente para bien de los más necesitados. Como hemos puntualizado en otras oportunidades, esto último no ocurre cuando los empresarios dejan de estar compelidos a satisfacer las demandas del prójimo puesto que sus riquezas se deben al privilegio otorgado por el poder político.

Por otra parte, en el mercado del cual todos formamos parte cuando adquirimos lo que necesitamos (incluso los libros de Laclau) las compras y ventas de bienes y servicios significan intercambios de derechos de propiedad y cuando éstos se vulneran se alteran los precios que al trasmitir señales falsas obstaculizan la contabilidad y la evaluación de proyectos hasta, en el extremo, tal como ocurría antes de la demolición del Muro de la Vergüenza en Berlín, se elimina toda posibilidad de cálculo económico. La idea de la llamada dirección estatal “conciente” es precisamente a lo que el premio Nobel en Economía Friedrich Hayek combate y refuta en su La fatal arrogancia. Los errores del socialismo. La función de los gobiernos en una sociedad abierta consiste en proteger los derechos de los gobernados, marcos institucionales que Laclau rechaza tal como veremos enseguida.

Por último, afirmar que lo que pierde el capitalista lo gana con creces la comunidad cuando la gestión la lleva a cabo el aparato estatal pasa por alto el hecho de que la asignación de los siempre escasos factores de producción operan a ciegas si no se administran por aquellos que los consumidores consideran más eficientes para atender sus requerimientos y, por ende, el traspaso de la gestión empresaria al Leviatán inexorablemente significa una pérdida neta o, más bien, un derroche.

En otro de sus libros titulado La razón populista comienza afirmando que “la noción misma de individuo no tiene sentido en nuestro enfoque” puesto que se dirige a ese antropomorfismo denominado “pueblo” basado en la supremacía de la mayoría sin cortapisas conducida por el líder con quien se establece un “lazo libidinal” en el contexto de un enfrentamiento al “otro antagónico” (las variantes capitalistas) en donde no hay división de poderes sino que el Poder Legislativo y el Judicial necesariamente deben acompañar las decisiones hegemónicas. Por eso no es de extrañar que, como lo señaló en una entrevista en Página/12 titulada “Vamos a una polarización institucional”, que subraye su adhesión al peronismo, al chavismo y a todos sus imitadores para concluir que, en este ámbito, “soy partidario hoy en América latina de la reelección presidencial indefinida”, esto es, puro bonapartismo.

Con su mujer -Chantal Mouffe- también ha publicado ensayos y un libro de gran difusión titulado Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia donde, como queda dicho, entienden la democracia como las mayorías ilimitadas a contracorriente de toda la tradición democrática que desde sus comienzos ha enfatizado en el respeto a las minorías, lo cual está representado contemporáneamente por Giovanni Sartori y tantos otros intelectuales de gran calado.

Laclau se aparta de la tradición estrictamente marxista para ubicarse en un posmarxismo, así consigna en el libro citado en primer término que “yo nunca he sido un marxista total” puesto que “nuestro trabajo puede ser visto como una extensión de la obra de Gramsci”, en definitiva, “yo no he rechazado el marxismo. Lo que ha ocurrido es muy diferente, y es que el marxismo se ha desintegrado y creo que me estoy quedando con sus mejores fragmentos”.

Otra vez sobre marxismo

Muchas veces he escrito y, desde luego, se ha escrito sobre marxismo pero nunca parece suficiente para intentar esclarecer sobre los errores de esta tradición de pensamiento y, consecuentemente, sobre los inconvenientes de la política contemporánea influida por esas recetas, las más de las veces sin reconocer la fuente pero imbuidos de la marcada tendencia a recortar el rol de la propiedad privada a través de la llamada “redistribución de ingresos” y afines.

En el Manifiesto Comunista de 1848, se sostiene que “la burguesía es incapaz de gobernar” porque “la existencia de la burguesía es incompatible con la sociedad” ya que “se apropia de los productos del trabajo. La burguesía engendra, por sí misma, a sus propios enterradores. Su destrucción es tan inevitable como el triunfo del proletariado” (secciones 31 y 32 del segundo capítulo).

Y más adelante Marx y Engels escriben que “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada” (sección 36 del capítulo tercero), para concluir en la necesidad de que el proletariado se ubique en el vértice político : “los proletarios se servirán de su supremacía política para arrebatar poco a poco a la burguesía toda clase de capital para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, en las del proletariado organizado como clase gobernante” (sección 52 del mismo capítulo, el cual concluye con la necesidad de la revolución en la sección 54).

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