Un calculado show político

Acaba de concluir en la ciudad ecuatoriana de Tulcán el primer encuentro binacional de presidentes y ministros de Colombia y Ecuador. El encuentro, liderado por el presidente Rafael Correa y respaldado por el presidente Juan Manuel Santos, pretende pasar la página de tensiones binacionales surgidas por cuenta del grupo terrorista FARC y su presencia en la zona de frontera, y busca centrar la actuación de ambos gobiernos en aquellas cosas que unen a sus países, no que los dividen, como es el hecho de compartir586 kilómetrosde frontera, una patria común en vida del libertador Simón Bolívar y profundas afinidades sociales, culturales y económicas entre sus pueblos.

Recordemos que el gobierno de Ecuador rompió relaciones diplomáticas con Colombia en marzo de 2008 debido al bombardeo que las Fuerzas Militares colombianas realizaron a un campamento guerrillero ubicado en el lado ecuatoriano de la frontera, donde, desde hacía más de tres años, se refugiaba el terrorista Raúl Reyes, segundo comandante de las FARC.

Desde su refugio ecuatoriano, Reyes hacía relaciones internacionales a favor de la guerrilla, ordenaba carros-bomba en Colombia, controlaba el negocio del narcotráfico y manejaba como mercancía política, la vida y muerte de los secuestrados en su poder. Ello, a pesar de las múltiples órdenes internacionales de captura que tenía en su contra y de la información de inteligencia que, en reiteradas ocasiones, el gobierno colombiano entregó a las autoridades ecuatorianas para que actuaran en consecuencia.

Ante la inacción del gobierno Correa y la sucesión de ataques perpetrados contra civiles y militares colombianos por Reyes y demás terroristas, el entonces presidente de Colombia Álvaro Uribe y su ministro de Defensa y hoy presidente Santos ordenaron bombardear el campamento fronterizo de las FARC, hecho que desató la ira ecuatoriana, venezolana, boliviana, nicaragüense y hasta del mismísimo Lenin si viviera, y generó una grave crisis diplomática que sólo vino a superarse dos años y medio después cuando, en noviembre de 2010, se restablecieron las relaciones entre ambos países, una vez Uribe dejó el poder y Santos, ya desmarcado de su antiguo jefe y habiendo utilizado el prestigio de éste sólo para hacerse elegir, se presentó ante el gobierno Correa como un conciliador vecino que trataba de remediar los problemas causados por su antecesor.

El encuentro Correa-Santos constituye un paso adelante en el fortalecimiento de las relaciones binacionales y los diversos procesos de integración acordados por sus ministros deben ser apoyados.  Sin embargo, obviar en la discusión la presencia de las FARC en suelo ecuatoriano, como de hecho ocurrió, es evitar el tema común realmente más importante para ambos países por los riesgos que conlleva.

Las FARC son el cartel de cocaína más grande del mundo y utilizan el territorio fronterizo para consolidar su imperio narcotraficante, atentar contra el pueblo colombiano, desestabilizar su democracia y evadir la persecución de las autoridades.

Cifras de Naciones Unidas muestran cómo si bien en Colombia se vienen reduciendo año a año los cultivos de coca, estos crecen sin embargo en los departamentos de Nariño y Putumayo fronterizos con Ecuador, sitios que, con28.800 hectáreassembradas, concentran el 43% de la coca nacional y continúan su expansión ante la imposibilidad de fumigar aéreamente en la franja de frontera por petición expresa del gobierno Correa, argumentando riesgos ambientales. Como si lo anterior no fuera suficiente, estos dos departamentos limítrofes registran una grave actividad terrorista que tan sólo durante el último año se ha incrementado en Nariño un 161% y en Putumayo un 138%, debido en gran medida a la retaguardia que el suelo ecuatoriano representa para las FARC.

El narcotráfico es el combustible que financia el terrorismo y el terrorismo es la principal amenaza a la democracia y al pueblo colombiano, por no hablar de la región. Sólo cuando las FARC no encuentren refugio en los países de frontera y su imperio narcotraficante sea perseguido en todos los rincones de la región, Colombia, su pueblo y su democracia podrán estar a salvo; mientras tanto, cualquier encuentro binacional desarrollado que no aborde el espinoso tema será un recital de buenas intenciones o un calculado show político, al ignorar o evadir el asunto que, por su impacto más une en su tragedia y divide en sus relaciones a las dos naciones hermanas: la presencia en sus territorios del grupo terrorista FARC.

Colombia demostró que se puede luchar contra las drogas

La guerra contra las drogas está perdida sólo para aquellos que no tienen la real voluntad de enfrentarla. El tema viene a colación porque hoy gobernantes latinoamericanos que no han actuado con contundencia frente al problema del narcotráfico, nos dicen que la guerra se perdió y que la mejor opción ante la incapacidad de superarlo, es aprender a convivir con él; es decir, legalizarlo.

La propuesta parte de una premisa equivocada: no se puede dar por perdida una causa cuando no se ha hecho lo suficiente por ganarla y, como si fuera poco, ir cediendo como sociedad ante las dificultades siempre presentes, es un camino seguro hacia el abismo.  El éxito en la guerra contra las drogas es posible y Colombia es un buen ejemplo.

Difícil encontrar una nación que haya sufrido tanto y pagado una factura tan alta por cuenta del narcotráfico; la rentabilidad del ilícito ha creado los más duros carteles de la droga y financiado los más tenebrosos grupos terroristas, coca y plomo han arrasado regiones enteras de la geografía nacional y cobrado la vida de miles de soldados, policías y ciudadanos del común; no hay colombiano alguno que en mayor o menor medida no se haya visto afectado por la tragedia del narcotráfico y sus delitos derivados.   Sin embargo la nación no se ha doblegado, los resultados de la lucha están presentes y contundentes estadísticas basadas en el sentir popular se oponen a la legalización.

El camino no ha sido fácil; durante el cambio de milenio, cuando la noche parecía más oscura y una posible salida para Colombia era ceder ante las drogas para teóricamente bajar los niveles de violencia, la firmeza de sus gobernantes y el acompañamiento ciudadano, impidieron que fuera el narcotráfico el que determinara los destinos de la nación.  El país no sucumbió ante el chantaje de la violencia ni cayó en el facilismo de la legalización; fue así como el gobierno Pastrana sembró las primeras semillas de una estrategia sostenible en el largo plazo llamada Plan Colombia y el gobierno Uribe tuvo toda la determinación política y el liderazgo necesarios no sólo para implementarlo, sino para convertir la lucha contra las drogas en uno de los pilares de su Política de Seguridad Democrática.

Hoy, los resultados son explícitos: para el año 2000 el país tenía más de 162.000 hectáreas sembradas de coca con una producción anual superior a las 1.500 toneladas de cocaína que lo convertían, de lejos, en el mayor productor mundial del alcaloide y, como si fuera poco, las autoridades incautaban menos del 7% de la producción; algo más grave, la rentabilidad infinita del ilícito se traducía –directa e indirectamente- en una espiral de violencia que devoraba al país y lo llevaba a alcanzar la vergonzosa cifra de 63 homicidios por cada cien mil habitantes, casi triplicando el promedio latinoamericano.  Diez años después de iniciada la cruzada, el país ha abandonado la primera posición como productor y proveedor mundial de cocaína, reduciendo los cultivos ilícitos en un 65%, la producción de cocaína en un 75% y logrado que las incautaciones superen el 40% de la producción total; es decir, hoy en Colombia se produce mucho menos y se incauta mucho más. Paralelo a ello y en clara demostración de que para Colombia el narcotráfico es el principal combustible de la violencia, la tasa de homicidios en el mismo periodo se ha reducido casi a la mitad, pasando de 63 a 32 asesinatos por cada cien mil habitantes. Ha sido, sin duda, una guerra costosa en recursos y esfuerzos pero más costoso hubiera sido no librarla; ante la alternativa de convertirse en un narco-Estado se escogió luchar para que  prevaleciera el imperio de la ley.

Semejantes logros muestran que en la guerra contra las drogas la victoria sí es posible, y aunque hay quienes dicen que el éxito de Colombia ha desplazado el problema a los países vecinos –efecto globo-, la reflexión que debe hacerse es cuál sería la realidad de la región frente al narcotráfico si las demás naciones, en vez de decir que la guerra está perdida, enfrentaran en simultánea y con verdadera contundencia -no de retórica sino de hechos- la situación; tal vez la producción de cocaína en la zona andina comenzaría a ser parte del pasado y los consumidores estadounidenses y europeos, de no enfrentar los problemas de consumo, estarían migrando más rápidamente a las drogas sintéticas fabricadas en sus propias cocinas con ingredientes adquiridos en la farmacia local.

Legalizar como se propone el consumo de las drogas en nuestros países no soluciona el problema de la violencia y más bien puede agravarlo.  La demanda de la cocaína está focalizada mayoritariamente en países no productores, hacerla legal en la región no cambia la demanda internacional y más bien logra que, vía reducción del precio y salida de la clandestinidad, más jóvenes latinoamericanos tengan acceso a las drogas con los problemas de violencia doméstica y callejera que su consumo conlleva.  Se dirá que para eso están las campañas de prevención y de rehabilitación, pero éstas, más que un sustituto, deben ser un complemento de la prohibición.  Se dice además que si el alcohol se legalizó, por que no la marihuana, ¿cuál será el argumento luego para no hacerlo con la cocaína, con la heroína?  Entrar en el juego de la legalización es aventurarnos a una espiral de claudicaciones que nada bueno puede traer para la sociedad; ceder, ceder, ceder ante los problemas nunca puede ser el camino propuesto por los gobiernos; pensemos simplemente en el capital social construido a partir de una juventud a la que se le facilita el consumo de las drogas, entregándoselas baratas, legales y sin mayor censura social.

Como si fuera poco, con la legalización en la región, el crimen organizado dedicado al tráfico internacional no desaparece, si se legaliza en los países productores pero no en los consumidores, su exportación hacia los grandes mercados internacionales continuará siendo ilegal y las mafias para transportarla y distribuirla seguirán estando presentes.

Estamos en el mismo debate de los años 70 y 80 entre legalizar o no legalizar y en los señalamientos entre países productores y consumidores. Las guerras contra la producción y el consumo se han ganado o perdido según los países han tenido o no determinación para librarlas.

Colombia ha demostrado que las victorias individuales son posibles; requerimos ahora victorias colectivas basadas en la coordinación de la estrategia y la determinación en la lucha.  Los Estados existen para proteger a sus habitantes de las manifestaciones del mal, no para decirnos que debemos aceptarlo; la unión debe ser para luchar contra las drogas, no para avocar por su inclusión en la sociedad.  Por qué entonces ceder en el consumo cuando nada soluciona y, con certeza, muchos nuevos males traerá.

El camino hacia la paz

En una democracia, la plena vigencia de los derechos constitucionales es el verdadero camino hacia la paz, no la claudicación de los mismos ante quienes incapaces de convencer mediante las ideas, escogen la violencia, se financian con el narcotráfico y operan a través el terrorismo.

Hoy, cuando el gobierno de Colombia reconoce que desde meses atrás ha venido avanzando en un proceso de negociación con el grupo terrorista de las FARC y el mismo incluye la revisión de la estructura económica, política y judicial del país; se hace imperativo señalar que bajo un Estado Social y Democrático de Derecho como el colombiano, negociar con una minoría los derechos de la mayoría, carece de legitimidad y más, cuando se hace contra el orden legal y con violencia.  Con las FARC en la mesa frente a un gobierno democrático, la exigencia gubernamental debería centrarse en el cese al fuego y a la violencia como método de lucha, la entrega de las armas, el abandono del narcotráfico y la liberación de todos los secuestrados; como contraprestación, las FARC obtendrían la reinserción social y política de la mayoría de sus integrantes, exceptuando, por supuesto, a aquellos miembros que se encuentren incursos en procesos penales de alto calibre y no amnistiables por el orden jurídico internacional como los crímenes de guerra y lesa humanidad, entre otros.  Aceptar negociar más, sería privilegiar las armas sobre las ideas, erosionar la democracia y perdernos como Estado.

Muchos años han pasado desde que Colombia se sumergió en una vorágine de violencia alimentada de manera principal -pero no única- por movimientos guerrilleros cuyo propósito ha sido desde siempre hacerse con el poder por las armas y, con su visión comunista, establecer un nuevo modelo económico y político que arroje un nuevo orden social. Su método, inexplicable en un contexto democrático, ha sido la violencia para intimidar y no las ideas para convencer.

Ante semejante situación, los gobiernos han optado de manera más bien generalizada por apaciguar la bestia de la violencia mediante concesiones estatales, más que someterla al imperio de la ley; los resultados históricos han sido un incremento generalizado de los indicadores de violencia y la frustración de millones de colombianos de obtener la paz. La última experiencia de este tipo fueron 40 meses de negociaciones entre 1998 y 2002 con la guerrilla de las FARC en una “zona de despeje” de 42.000 kms2 conocida como El Caguán; de la cual, una vez roto el proceso, el grupo guerrillero salió fortalecido en número, finanzas y capacidades militares.  Al final de esta experiencia, liderada por un gobierno dedicado a negociar y no a ejercer autoridad, las FARC crecieron un 50% en sus integrantes y el país quedó con un promedio de ocho secuestros y seis atentados terroristas al día, 25% más de homicidios y 42% más de cultivos de coca, uno de cada tres alcaldes despachando por fuera de su municipio por amenazas y las FARC, más sólidas que nunca, con presencia permanente en 30 de los 32 departamentos de Colombia y con 16.900 integrantes perfectamente entrenados, equipados y armados, listos para arrasar con la democracia colombiana y sus  instituciones.

Su camino hacia el poder avanzaba a paso firme, de no ser porque en el trayecto se interpuso la voluntad ciudadana prefiriendo en las elecciones presidenciales de 2002 la propuesta del ejercicio firme y constitucional de la autoridad, materializada en la uribista doctrina de la Seguridad Democrática, a las alternativas de nuevas formas de diálogo planteadas por los demás candidatos de entonces.

Luego de dos periodos presidenciales de Seguridad Democrática entre 2002-2006 y 2006-2010, Colombia se encontraba lejos del abismo: los homicidios se habían reducido un 46%, los actos terroristas un 71%, los secuestros un 90% y había 44% menos de cultivos de coca; todos los alcaldes despachaban desde sus municipios y sus asesinatos se redujeron un 67%; la economía floreció, el país creció al 4.6% en promedio, la inversión extranjera se multiplicó por cinco y el PIB per cápita pasó de 2.337 a 5211 dólares constantes; la población por debajo de la línea de la pobreza se redujo del 54% al 36% y los habitantes alcanzaron la plena cobertura en salud y en educación básica primaria.  Así, después de décadas perdidas por la violencia, el país bajo el marcado liderazgo del presidente Uribe, disfrutó de hechos reales de paz materializados en derechos efectivos para todos.  Asunto de cifras y no de retórica, pues con la Seguridad Democrática los colombianos tuvieron mejor protegidos sus derechos a la vida, la libertad, la propiedad y la democracia, entre otros.

Con la Seguridad Democrática se superaron además los dilemas de paz o guerra, pues se demostró que bajo el Estado de Derecho autoridad no significa guerra, como eternas negociaciones no significan paz.  Por ello, si el camino elegido por el actual gobierno es buscar la paz por la vía de la negociación, oportuno es compartir algunas reflexiones.

Las FARC hoy por hoy constituyen el principal cartel narcotraficante de cocaína del mundo y han sido declaradas por la comunidad internacional -Estados Unidos y la Unión Europea, entre otros- como una organización terrorista; por tanto, negociar con ellos -así sea una coma de la Constitución-, significa legitimar al narcotráfico y al terrorismo como herramientas de lucha política.

Permitir como se ha anunciado, que los gobiernos de Cuba y Venezuela apoyen el proceso, no es sólo cargar la mesa para un lado y atentar contra la neutralidad que se requiere de la comunidad internacional, sino también premiar el comportamiento de gobiernos caracterizados por restringir libertades a sus propios pueblos, proteger a terroristas y fomentar la creación de guerrillas latinoamericanas para derribar las democracias de la región.

Los mandos de las FARC no van a entregar casi 50 años de lucha a cambio de nada; para comenzar, han exigido ya cese de sus procesos penales y cambios profundos en la estructura política y económica del país.  Ceder en lo penal es contrario al Estatuto de Roma que garantiza internacionalmente que no haya impunidad, entre otros, por crímenes de guerra de lesa humanidad; y negociar la estructura del Estado, es contrario al orden jurídico que define a Colombia como una democracia en la cual la soberanía reside en el pueblo y es éste, y no unos pocos terroristas con sus armas, quien establece su forma como nación.

Las FARC hoy están fracturadas en su línea de mando y a diferencia de los grandes comandantes, los jefes medios más parecen bandidos regionales dedicados a hacer dinero con el narcotráfico, el secuestro, el abigeato y la extorsión, que a convertirse en verdaderos ideólogos políticos y militares comandando ejércitos revolucionarios para la toma del poder; entre otras, porque su juventud los hace hijos de las FARC narcotraficante de los años 80 y no de la revolucionaria de los años 60.  La paz pactada con los comandantes, difícilmente se traducirá entonces en una desmovilización real de todas las estructuras guerrilleras y muchas de ellas, así en la mesa se diga lo contrario, no se reincorporarán a la sociedad y derivarán hacia grupos regionales de delincuencia organizada motivados por el dinero.

Por último, los tiempos políticos de gobierno y guerrilleros son distintos.  El gobierno está a mitad de su mandato, va cuesta abajo en las encuestas y su reelección es incierta con lo cual requiere resultados prontos; en tanto, las FARC –abandonada la Seguridad Democrática- se están recuperando en lo militar y fortaleciendo en lo económico, están retornando el control de áreas cocaleras que habían perdido, están ganando oxígeno político y protagonismo mediático con la negociación y, como si fuera poco, gobiernos vecinos los apoyan, financian y protegen.  El tiempo juega en contra del gobierno y a favor de las FARC, cada dilación en la mesa de negociación debilita al uno y fortalece al otro. ¿Qué prisa tiene entonces la guerrilla en negociar la paz?

Los colombianos queremos la paz y alertar sobre los riesgos de negociar la estructura del Estado con el terrorismo no significa tener la guerra como opción. El dilema, insisto, no es paz o guerra, la respuesta siempre será paz y lo que debe discutirse es el camino para conseguirla: la paz sostenible basada en el triunfo del Estado de Derecho, o la paz pírrica resultante de su claudicación. El gobierno conoce los dos caminos y se cree hábil, por Colombia y superando el escepticismo, le deseamos lo mejor en el proceso.