Al comenzar estas líneas –que, adelanto, intentarán persuadirlos de alejarse de la fragua del poder político y desdeñar sus favores económicos– me gustaría declarar que para quien aquí escribe, el arte es lo más importante y bello que tiene la vida. Los argumentos contra el financiamiento público de los artistas no serán aquí esgrimidos por parte de un tecnócrata desprovisto de sentido artístico, sino de una persona a la que conmueve más un apretado pasaje de piano, un texto seco y devastador, o el diálogo memorable de una buena película, que cualquier situación perteneciente a ese conjunto de sucesos inconexos y caóticos al que ingenuamente denominamos “realidad” –y que a entender de Wilde, es una mala copia del arte–.
La gratificación de disfrutar el arte y de vivirlo como una experiencia constante es para mí más grandiosa aún que la satisfacción que emerge de las relaciones humanas. Mientras escribo este texto, desde mis paredes me ven Hemingway y García Márquez, Édith Piaf y Groucho, María Callas y Louis Armstrong, Poe y Borges, Raymond Carver y Leonard Cohen, Troilo y Cortázar.