Al comenzar estas líneas –que, adelanto, intentarán persuadirlos de alejarse de la fragua del poder político y desdeñar sus favores económicos– me gustaría declarar que para quien aquí escribe, el arte es lo más importante y bello que tiene la vida. Los argumentos contra el financiamiento público de los artistas no serán aquí esgrimidos por parte de un tecnócrata desprovisto de sentido artístico, sino de una persona a la que conmueve más un apretado pasaje de piano, un texto seco y devastador, o el diálogo memorable de una buena película, que cualquier situación perteneciente a ese conjunto de sucesos inconexos y caóticos al que ingenuamente denominamos “realidad” –y que a entender de Wilde, es una mala copia del arte–.
La gratificación de disfrutar el arte y de vivirlo como una experiencia constante es para mí más grandiosa aún que la satisfacción que emerge de las relaciones humanas. Mientras escribo este texto, desde mis paredes me ven Hemingway y García Márquez, Édith Piaf y Groucho, María Callas y Louis Armstrong, Poe y Borges, Raymond Carver y Leonard Cohen, Troilo y Cortázar.
A todos ellos –como a muchísimos otros consagrados y anónimos artistas– les debo enormes cantidades de verdadero goce intelectual. El arte es disfrute y elevación espiritual. El arte, como la paternidad, también brinda una ilusión de inmortalidad. Abreva en toda la paleta emocional de los seres humanos y la utiliza para parir algo: el grito desgarrador de una novia japonesa, la sonrisa misteriosa de la esposa de un comerciante, el réquiem ferviente de un bandoneón, la oda universal a la dicha o las vicisitudes de un hombre que se encuentra consigo mismo. Si la vida tiene algún significado –lamento sospechar que no lo tiene– el arte seguro que lo roza. Por esto, soy un agradecido al arte y a los artistas que consiguen elevarnos, aunque sea por un rato, de la tristeza de sabernos finitos.
Dicho esto, me causa mucho displacer cuando veo a muchos artistas arrimarse al fuego del gobierno, en aras de lograr un vulgar rédito económico. Como liberal que soy, no avalo a los empresarios (“empresaurios”, como los llama Benegas Lynch) que buscan mercados cautivos a través de la imposición estatal. Como amante del arte, creo que esta actividad es aún más despreciable cuando es realizada por artistas. La búsqueda del lucro no tiene nada de malo si no se utiliza la fuerza o el fraude. Cuando la herramienta es el poder gubernamental a través de subsidios o leyes anticompetitivas, la situación se vuelve perversa. Y cuando los solicitantes del favor político son los artistas, se vuelve lamentable y triste.
¿Y es que los artistas no debemos ganar dinero?, podrán replicar. Yo creo que, en primer lugar, no es una condición indispensable. Sobran ejemplos de eximios artistas que ganaban el sustento trabajando de otra cosa, como aquellos que ni siquiera tenían lo mínimo para subsistir y eso no los detuvo en su excelente creación artística –basta pensar en Dostoievsky trabajando en frenética soledad y desamparo–.
Por otro lado, creo que el dinero que los artistas ganen debe ser el que las personas estén dispuestas a pagar por ellos. Así de simple. Vaya una salvedad importante: el fracaso o éxito económico de determinada creación artística no juzga sobre su valor intrínseco. Las reglas de mercado –las más justas que la sociedad ha desarrollado– no tienen relación con la mayor o menor valía artística de determinada obra.
Pero sirven para determinar si un artista es o no votado por los consumidores. Lo que merece el artista en dinero depende de su capacidad para satisfacer consumidores. Lo que merece el artista en estima es otra cosa. La historia generalmente es quien mejor juzga a los artistas. Muchos artistas despreciados por el público masivo han sido reivindicados más adelante.
Por este motivo, creo que un artista debe preocuparse por su obra y no por sus recursos económicos. Debe estar permanentemente insatisfecho consigo mismo, en lugar de un soberbio que se considere genial e incomprendido por el público, y que consecuentemente pida que el Estado le otorgue a la fuerza lo que la gente no quiso darle voluntariamente.
Por eso exhorto a los artistas a pensar en el arte y no en lo que van a ganar con el arte. ¿A quién no le gustaría vivir de actuar, cantar o dibujar? Es como preguntar quién no desearía vivir de jugar al fútbol. Pero en el arte, como en el fútbol, sólo algunos sirven para satisfacer al público y otros –la gran mayoría– no lo logra. Imaginen a jugadores regulares o mediocres pidiendo subsidios para vivir del fútbol. Sería ridículo. Lo mismo sucede con los artistas. Si son buenos, ahí tienen el mercado: finánciense a través de satisfacer al público. Si no logran hacerlo, ¿por qué deberíamos entonces subsidiar a la fuerza algo que la gente no elige?
Sin embargo, no considero que el “gran público” deba ser el objetivo de los artistas, sino todo lo contrario. Creo que los artistas que buscan réditos seduciendo al mercado de consumo –o que quieren lograr del Estado recursos análogos– son aquellos que muchas veces usan el arte para financiar una vida en alta definición, donde el status de artista es más importante que la obra artística. Los artistas con vocación son los que revientan su alma contra un lienzo o la decantan en palabras precisas, los que saben que el éxito o el fracaso económico no tiene demasiado valor. Y que saben que las mieles del bienestar económico no tienen nada que ver con la realización como artista.
Charles Bukowski se mofa del confort de los falsos artistas, cuando en “Aire, luz, tiempo y espacio” dice: “nene, si vas a crear vas a crear trabajando 16 horas por día en una mina de carbón o vas a crear en una piecita con tres chicos mientras estás desocupado, vas a crear aunque te falte parte de tu mente y de tu cuerpo, vas a crear ciego, mutilado, loco, vas a crear con un gato trepando por tu espalda mientras la ciudad entera tiembla en terremotos, bombardeos, inundaciones y fuego”.
El artista debe sacudirse el confort, debe –siempre– dudar del poder político, nunca estar satisfecho y sufrir por el verso que no pudo escribir o el acorde imperfecto. Convertirse en placiente cortesano de un gobierno es el fracaso de un artista.
Por último, quiero soltar un párrafo sobre el flojo argumento de “fomentar el arte nacional”. Muchachos, no existe tal cosa como el arte o la cultura nacional. Si hay algo libre, sin ataduras en el planeta, es el arte. Borges es del mundo entero, como son Cole Porter, Compay Segundo o Vargas Llosa. El arte se nutre de elementos culturales que no se pueden enjaular en una frontera política. El arte es lo más cosmopolita que existe. Usar la excusa nacionalista para financiar a un grupo de artistas amigos del poder es repulsivo y atenta contra el arte. Pretender –como se propone actualmente– silenciar la voz de Jerry Seinfeld o de Robert De Niro para que un locutor o actor nacional tenga trabajo, resulta ridículo y triste. Un empresario que vive a costillas del Estado bajo la bandera de “proteger la industria local” no es un empresario sino un prebendario apéndice del gobierno. Un artista que hace lo propio reniega de su calidad de tal y se vuelve un cortesano.