Nota escrita en colaboración con Garret Edwards
Podemos entender que los grupos de presión sindicales desconozcan la naturaleza de Uber. Ven amenazado su poder de mercado gracias a una simple aplicación que beneficia al consumidor y perjudica sus intereses sectoriales. Saben que Uber es mejor que ellos (de otro modo, no tendrían miedo a competir) y quieren destruirlo. Los argumentos los van armando, entonces, a partir de la necesidad que tienen de eliminar al competidor. Es injusto, pero entendible.
Lo que es menos entendible es que el resto de la sociedad —que suponemos que no tiene intereses particulares en este asunto— se esfuerce tan poco en entender la naturaleza contractual del asunto, se equivoque a la hora de analizar qué es y, fundamentalmente, qué no es Uber.
Uber no es una empresa de transporte. Va de nuevo: Uber no es una empresa de transporte. El transportista es el chofer. El que viaja y paga es el pasajero. Se trata de un contrato privado entre ambos. ¿Qué hace Uber entonces? Provee la plataforma tecnológica que permite que estos contratos privados se realicen de manera masiva y cobra por el uso de dicha plataforma.
Juan tiene un auto y se ofrece a llevar a Pedro desde Retiro hasta Vicente López, a cambio de un precio. Eso es un contrato de transporte privado, tan viejo como la existencia de la carreta. Ahora bien, antes de la tecnología, los particulares no tenían la posibilidad de hacer esto de manera masiva, eficiente y lucrativa. Hoy, gracias a Uber (y a otras aplicaciones que compiten con Uber, como Lyft), el contrato de transporte privado puede hacerse a mayor escala. Pero eso no quita que siga siendo un contrato privado entre transportista y pasajero. Uber lo que permite es que ambos se conecten de manera eficiente y masiva, lucrando con esa conexión. Continuar leyendo