Al papa Francisco no le gusta mucho el capitalismo y se le nota. Lo ha llamado “nueva tiranía” (Evangelii Gaudium) a la que hay combatir interviniendo y manejando la economía para ayudar a los más pobres. Prefiere la supremacía de la política (él es, en varios aspectos, un político; uno muy bueno) sobre la economía, dado que no considera a esta como una ciencia de la acción humana, sino más bien como una entelequia peligrosa a la que hay que domar como al mítico Behemot, antes de que destruya la creación. En este sentido, recientemente ha dicho: “La política debe servir a la persona humana y no puede ser esclava de la economía y de las finanzas” (discurso en el Capitolio). El problema, Francisco, es justamente el opuesto: cuando la economía y las finanzas son esclavas del poder político. Pero continuemos.
Para solaz de quienes quieren un papa populista (el término argentino es un “papa peronista”) y para jaqueca de varios creyentes y defensores del libremercado —que hacen esforzados malabarismos para acomodar a Francisco dentro de sus propios cánones—, el CEO de Dios ha expresado su opinión anticapitalista con indudable vehemencia en el discurso de Santa Cruz de la Sierra, solicitando que reflexionemos sobre la posibilidad de cambiar el sistema.
“¿Reconocemos que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad?”, diagnosticó, para luego asignar culpas al dinero (“Poderoso caballero”, diría Quevedo). “Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos y la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo”.
Aquel discurso fue rematado con un párrafo que debería figurar en los diccionarios como impecable ejemplo de argumento ad populum: “Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos. Los invito a construir una alternativa humana a la globalización excluyente. No se achiquen”, cerró el Papa. Standing ovation, por supuesto.
Finalmente, sólo hace algunos días —y a pesar de que el mundo ve con optimismo que, por primera vez en la historia de la humanidad, la pobreza extrema será menos del 10 por ciento— Francisco declaró: “El hambre ha alcanzado dimensiones de un verdadero escándalo que amenaza la vida y la dignidad de muchas personas, hombres, mujeres, niños y ancianos”.
Sin embargo, el mundo saca vertiginosamente gente de la pobreza y mejora las condiciones generales de vida, gracias al capitalismo y la globalización. ¿Todavía falta mucho por hacer? Por supuesto. Pero vamos muy bien encaminados. Allí donde hoy existe menos desarrollo económico y social, hay carencia y no abundancia de capital y globalización. El presente es mucho mejor que el pasado, y el futuro luce aún más prometedor. La foto es buena, pero la película es todavía mejor. Por lo que resulta muy curioso que el Papa esté mirando por el retrovisor y con ganas de girar en “u”.
¿Qué le pasa entonces a Francisco? Primera opción: el Papa sabe que el capitalismo es positivo para el desarrollo y nos está mintiendo. Segunda opción: el Papa padece de un marco de referencia demasiado estrecho que no le permite ver las bondades del capitalismo y lo lleva a asignarle culpas que este no tiene.
No tengo razones ni pruebas para creer que el Papa mienta, así que no voy a considerar seriamente esta opción. No obstante, sólo por un momento, voy a imaginar que yo soy el Papa (Dios no juega tanto a los dados como para permitir que esto sea posible) y que sí tengo incentivo para mentir. ¿Cuáles serían?
Si quien escribe estas —ahora heréticas— líneas fuera el indiscutible líder de una institución decimonónica, con pretensiones de ser eterna, que en el devenir de la historia se ha adaptado a todas las circunstancias posibles y cuya esencia social es la de sostener a los pobres y afligidos, acaso me preocuparía un poco el hecho de que cada vez haya menos pobres y afligidos. Sobre todo al enterarme de que esa reducción de la pobreza y ese aumento del bienestar no se deben a la noble virtud teologal de la caridad cristiana, sino simplemente a la búsqueda de un prosaico provecho propio, coordinado por un sistema impersonal que permite prosperar a quienes satisfacen demandas ajenas, al que llamamos abreviadamente “capitalismo”.
Si yo fuese entonces el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica Romana, me daría comezón ver que estoy perdiendo market share en la “ayuda a los pobres y afligidos” a causa del abyecto capitalismo. Entonces, el humilde autor de este texto —momentáneamente devenido en papa—, acaso para preservar la motivación social de la institución (cambiarle la misión y visión a la Iglesia sería muy fatigoso), probablemente obviaría algunas estadísticas, escondería bajo la alfombra algunas verdades y de igual modo declararía que en el mundo está todo mal, y que la cosa probablemente se ponga peor.
El libro de revelaciones de San Juan sería un relato optimista al lado de lo que yo diría para convencer a la gente de la necesidad social de que prevalezca la Iglesia Católica, único factor para ayudar a los (bienaventurados) pobres. Los ricos, por su parte, recibirían mis constantes filípicas, y cuidaría bien de agrandar el camello y achicar el ojo la aguja, para que de ningún modo se las arreglasen para colarse en el Reino de los Cielos.
Menos mal que no soy papa.
Pero, volviendo, no tengo razones ni pruebas para suponer que el Papa piensa de este modo, así que voy a suponer que simplemente padece de un marco tan estrecho que no le permite ver que estamos más cerca del paraíso que del apocalipsis.
Gracias al capitalismo y la globalización (monstruo de dos cabezas para Francisco) el ser humano le está ganando la batalla a su condición natural de pobreza y vulnerabilidad. A partir de la revolución industrial y al acelerado proceso de globalización de las últimas décadas, se produjo más riqueza en un par de siglos que en los casi 1800 años anteriores. Y este crecimiento se acelera, beneficiando, sobre todo, a los sectores más rezagados. En los últimos cincuenta años salieron de la pobreza más de 3.500 millones de personas. El hambre que, como dijimos, será este año de tan sólo un dígito, era hace medio siglo del 37 por ciento. Cada vez se produce más alimento y a más bajo costo. Ha bajado muchísimo la mortalidad infantil, y aumentado la esperanza de vida. Se ha logrado domar o vencer a innumerables enfermedades. La mayor tasa de capital per cápita ha generado un mayor nivel de vida no sólo económico, sino también social y cultural.
La tecnología, que acelera a una velocidad sorprendente, barre a diario con lo que hace poco se consideraba límites. Las utopías tecnológicas de ayer son la realidad de hoy. La promesa del profeta Isaías (“Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, y los oídos de los sordos se destaparán. El paralítico entonces saltará como un ciervo, y la lengua del mudo gritará de júbilo”) comienza a cumplirse, aun sin la intervención de un mesías. Hoy presenciamos cómo retinas biónicas devuelven la vista a ciegos e implantes cocleares permiten a los sordos volver a oír. Prótesis robot permiten que los paralíticos caminen y softwares avanzados devuelven la voz a los mudos. Y esto es sólo el principio.
La situación referida representa, en cierto sentido, un verdadero milagro de la humanidad y de un sistema que no será perfecto (nada en el mundo lo es, ni siquiera el Papa o la Iglesia), pero que nos ha permitido crecer y multiplicarnos de una manera que era imposible en épocas precapitalistas. Sería bueno que el Papa ensanche su marco de referencia y analice la situación de la humanidad desde entonces y hasta ahora. Es tan instintivo como equivocado suponer que si hay pobres es porque hay ricos, o pensar que nada bueno puede surgir de la ambición o el interés propio. Uno ya está cansado de repetir la cita de Smith sobre la benevolencia del carnicero, cervecero, panadero, pero acaso alguien debería arrimársela a Francisco. El Papa, habida cuenta del peso de su opinión, debería evitar estos y otros simplismos. El discurso anticapitalista, además de estar equivocado, fomenta el resentimiento, el nacionalismo exacerbado y el miedo de que se cumplan ingenuas profecías malthusianas.
Acaso Francisco necesite alternar sus visitas a pobres o políticos (me abstengo de hacer una correlación entre la proliferación de ambos grupos) con otras visitas, a empresas y emprendedores que producen y generan desarrollo económico (sólo movidos por su interés). O recorrer las firmas tecnológicas que, por ejemplo, están haciendo que los ciegos vean y los sordos escuchen. Tal vez, como el apóstol Tomás, el Papa necesite ver y tocar para creer, y convencerse de que, en definitiva, el capitalismo no es más que la humanidad haciéndose cargo de crear su propio milagro.