Niñas secuestradas y arrojadas en agujeros recónditos del país o de la frontera, separadas para siempre de su familia y condenadas a un vejamen diario por una multitud de desconocidos. Mujeres violadas, exprimidas, estranguladas, que luego son desechadas en tachos de basura o zanjones. Niños muertos por conductores alcoholizados. Hombres fusilados frente a su casa y su familia. Ancianos golpeados hasta la muerte por la impertinencia de adolescentes que buscan financiar la droga del día. Vidas que se le escurren al país: anónimas y efímeras, como efímera es la atención que les prestamos. Noticias de hoy que serán tapadas con las noticias de mañana. También es efímera la pena de los pocos culpables que son condenados por estos crímenes.
En la Argentina donde todo el tiempo se celebran los derechos humanos, el acto más aberrante contra, justamente, el género humano –asesinar a un inocente– no tiene grandes consecuencias. Esto se explica desde distintos puntos de vista.
En primer lugar, hemos perdido totalmente una estructura moral mínima que sostenga a la sociedad. El respeto a la vida del otro ha dejado de ser un valor de aceptación mayoritaria, en parte porque las otrora instituciones que difundían valores –aún con sus defectos– ya prácticamente no tienen peso en este sentido.
Me refiero a las familias, las escuelas, las iglesias, las organizaciones civiles y hasta los partidos políticos. La otra arista de la tenaza es el enforcement legal. El delincuente sabe que el costo del delito es muy bajo: las posibilidades de ser atrapado + condenado + obligado a cumplir condena efectiva, son pocas. Esto aumenta el incentivo a delinquir en quienes tienen poca estatura moral.
Pretendo resumir algunas ideas erróneas –producto de un falso “garantismo”– que permiten que el delito se reproduzca y permanezca impune, habida cuenta de que los ciudadanos tenemos mucho para decir y hacer en este sentido y que, a diferencia de lo que se piensa a veces, las cosas sí se pueden cambiar para mejor.
1) Debemos elegir entre garantías penales o delincuencia
Dicotomía antojadiza y falsa. Nos obligan a elegir entre la anarquía o la dictadura. No es así. Los muchos y muy buenos principios penales (no hay delito ni pena sin ley previa anterior al hecho, ley penal más benigna, principio de “non bis in ídem”, principio de proporcionalidad, principio de culpabilidad, presunción de la inocencia, juez natural, por nombrar sólo algunos) aseguran la defensa del acusado. Pero no obstan a que una vez verificado el delito –es decir, la acción típica, antijurídica y culpable, respecto de la cual la ley prevé una pena– al autor se le asigne una condena verdaderamente proporcional al daño cometido y de cumplimiento efectivo. Sin embargo, el “garantismo” quiere oficiar de asistente social y adecuarse a la “realidad” del culpable, dado que lo considera también una “víctima”, generada por la sociedad. La culpa es del medio que crea al asesino o al violador –nos dicen– y el objetivo es “reeducarlo”, para reinsertarlo en la sociedad. Por eso se rasgan las vestiduras cuando la gente habla de “registro de violadores” o penas más duras para reincidentes. El “garantismo” es doctrinalmente tuerto: se ocupa de los derechos de los acusados (lo cual está bien) y nunca en el de las víctimas o las potenciales víctimas.
2) La pobreza genera delincuentes
Dislate que en primer lugar, es un insulto para la inmensa mayoría de gente pobre que no delinque. Esta idea desprecia la voluntad del ser humano; entiende a la persona como una mera víctima de las circunstancias. Es un lugar muy cómodo para los que desdeñan el valor de la responsabilidad –y su anverso: la libertad–.
También es una manera de dilatar el tratamiento del tema. ¿Cómo piensa combatir la delincuencia?, se le pregunta a un funcionario, y enseguida suelta una catarata de argumentos en pos de más asistencialismo. Eso no cambiará demasiado el amperímetro del delito, pero se habrá sacado el tema de encima. Sin embargo, los asesinatos y las violaciones escapan a análisis clasistas. También es ingenuo y peligroso pensar que un delincuente que viola y despedaza a una mujer lo hace porque de chico sufrió carencias. Y aunque así fuese, ¿qué derecho le otorga aquello? Si todo el que haya sufrido un daño tiene derecho a dañar a otro, la sociedad se desmorona.
Justificar el delito en la pobreza es directamente promocionar la conducta delictiva y sus consecuencias. Máxime teniendo en cuenta que vivimos en un país donde la pobreza, en lugar de dar vergüenza, pareciera enorgullecer. Donde se celebra al pobre como si el hecho de generar menos riqueza fuese una cucarda moral.
3) Los ciudadanos deben “entender” a los delincuentes
Vinculado con el punto anterior, la ciudadanía tiene que sacudirse esa culpa impuesta culturalmente por la pseudo-progresía, que lo lleva a sentir que si tiene una casa, un auto o se va de vacaciones, debe sentirse mal por aquellos que no pueden acceder a dichos bienes. Si usted ganó lo que tiene de manera honrada, mal debe sentirse culpable. Alerto sobre este elemento no por sus consecuencias religiosas, sino porque esa capa de culpabilidad es la que nos lleva a “disculpar” a los delincuentes, o peor aún, a tratar de “entender el delito” en lugar de “castigar el delito”. Nos lleva a pensar que cualquiera de nosotros sería un asesino si las circunstancias así lo prefijaran. De nuevo; se desprecia el valor libertad-responsabilidad, como si el hombre fuese un “juguete del destino”, en palabras de Shakespeare.
4) Hay que repudiar el uso de la fuerza
La fuerza no es algo malo en sí misma. Es falso que debamos optar por tener policías asesinos que disparen a mansalva o bien vivir en el caos del delito generalizado. Tenemos, claro, que controlar el correcto uso de la fuerza, pero no proscribirlo. El Estado moderno posee el monopolio del uso de la fuerza legítima –con excepción de la legítima defensa de los individuos– que los ciudadanos le otorgamos con el objeto de que: a) cuide a las personas y bienes de agresiones de otras personas (seguridad) y b) cuide a las personas y bienes de agresiones extranjeras (defensa). Ahora bien, tenemos que permitir –y fomentar– el verdadero y correcto uso de la fuerza del Estado en aras de cumplir estos dos objetivos, que por caso son los más esenciales de la función estatal y para los que pagamos altísimos impuestos.
El delincuente utiliza fuerza y sólo con fuerza se le puede hacer frente. La violencia sólo se combate con violencia. ¿Cualquier violencia? No, sólo la legítima: la de las fuerzas de seguridad o de los ciudadanos en caso de defensa propia. Ahora bien, una ola de “corrección política” y pacifismo tolstoiano nos han llevado a repudiar cualquier uso de la fuerza como nocivo. El resultado: policías mal avituallados y con poco respaldo para reprimir el delito y una sociedad desarmada por campañas de “concientización”. Por el otro lado, delincuentes bien armados, sabedores de los límites de la fuerza policial y expertos en los vericuetos del sistema judicial.
Conclusión: los delincuentes son dueños de las calles y los ciudadanos viven entre rejas.
5) Antes de combatir la inseguridad hay que cambiar muchas cosas
Esto no es así. Claro que se puede hacer mucho en materia educativa, cultural y económica. Pero mientras tanto las personas no pueden esperar. Hay un listado de futuras víctimas que sólo el destino conoce. Hay que hacer algo urgente. ¿Qué? Pues basta con aplicar la ley con toda la fuerza de su letra. Al mismo tiempo, permitir y defender el uso de la fuerza pública en la represión del delito. Exigir que el Estado cumpla su función más básica y simple.
6) Los ciudadanos no podemos hacer nada
Por último, creo que los ciudadanos tenemos una deuda pendiente respecto al delito, y es la de ponerlo en la agenda política. Ningún candidato o funcionario tiene demasiado incentivo a hacer cosas concretas contra la delincuencia porque los réditos son a largo plazo y no se cosechan de manera precisa. Pues bien, debemos demostrar que -más allá de alguna conmoción circunstancial– la problemática realmente nos importa mucho. Tenemos que exigir que los políticos salgan de su zona de confort y nos expresen medidas concretas contra la inseguridad, que no estén viciadas de las ideas que anteceden. Al mismo tiempo, debemos hacer pagar con costo político los hechos de inseguridad, que son moneda corriente en todos los niveles de gobierno. Así, quizás podamos aspirar a una sociedad un poco más segura.