Secretismo y mala diplomacia

El encuentro de Cristina Kirchner con Edward Snowden no debiera habernos alarmado si hubiera sido apropiadamente preparado por nuestra Cancillería. Cualquier jefe de Estado tiene la potestad de reunirse con quien quiera sin pedir permiso a nadie. Pero todo acto tiene consecuencias y resulta prudente llevarlos adelante con la menor cantidad de costos que fuere posible. Es la esencia misma de la diplomacia.

Encuentros reservados han habido siempre, pero a la mayoría los ignoramos por su misma naturaleza secreta. Su éxito mismo consiste en no ser nunca conocidos, de otra manera, ¿para qué concertar entrevistas ocultas? Cuando se pierde ese secreto es que la diplomacia ha fallado. O que nunca se lo quiso mantener verdaderamente en secreto.

Desde esa perspectiva, cabe preguntarse qué interés legítimo, qué interés nacional argentino justificó el secretismo que tan vanamente rodeó al encuentro Kirchner-Snowden. No se sabe, no se informó y, probablemente nunca se nos diga nada. Pero la diplomacia paralela es útil solo cuando no se descubre su existencia.

Tal vez ese secreto resultaba imprescindible, pero no podemos entenderlo si no se nos informan las razones. La mitad del mundo considera a Snowden como una especie de admirable Robin Hood, pero la otra mitad lo tiene por un traidor a su patria, de manera que, al planificar ese encuentro, debieron tomarse en cuenta las inevitables repercusiones si llegara a conocerse. Pero si la idea era mantener a rajatabla el secreto, nuestro Gobierno habría perdido cosechar la aprobación entusiasta de quienes aplauden al ex agente de seguridad. Y si la idea era que finalmente se conociera, mucho menos costoso frente a Estados Unidos habría sido declarar de entrada, abiertamente, las bien justificadas razones que un país soberano puede tener para esa entrevista.

No se ha dicho oficialmente y quizá nunca se confirme, pero se barrunta que el objetivo era el conocer con más profundidad unas repudiables acciones de espionaje cometidas por el Reino Unido, con cooperación norteamericana, en torno a la posibilidad de que Argentina se preparase a volver a invadir las Malvinas. El supuesto es tan ridículo que ni los niños creen en una posibilidad como esa, por lo que cuando tal operación quedó a la vista, resultó inmediatamente desprestigiada, unos tres meses atrás. Para todo el mundo está claro que el premier Cameron trató de agitar demagógicamente un argumento patriotero, precisamente cuando afrontaba la campaña electoral más difícil de su carrera. La lamentable participación norteamericana se multiplicó al conocerse que, entre otros líderes mundiales, habían espiado, personalmente, a Dilma Roussef y Angela Merkel, que reaccionaron con la justificada indignación correspondiente, aunque sin considerar necesario entrevistarse luego con Snowden. En verdad, ningún otro jefe de Estado lo ha hecho.

Semejante antecedente hubiera servido para blanquear abiertamente el legítimo interés argentino por ese encuentro y hacer públicas sus conclusiones. Se procedió a la inversa, permitiendo que sea ahora Washington quien pueda molestarse por nuestro contacto secreto con alguien que su país y su Justicia consideran un delincuente de lo peor. Es de esperar que este intrigante encuentro en el Four Seasons de Moscú no forme parte de una búsqueda de “nuevas” revelaciones que nos hagan sentir habilitados para responder a la demagogia de Cameron, otra vez, con una demagogia inversa, el mejor camino que en la Historia ha servido para consolidar la continuidad de los ingleses en nuestras islas.

Como acertadamente señaló un conocido diplomático argentino, imaginemos la molestia de nuestro Gobierno si, por ejemplo, el presidente Obama decidiera reunirse –para peor, secretamente- con alguien como Jaime Stiuso.

Encuentros reservados existieron siempre. Ya en 1810 desde Buenos Aires fletamos a Europa a Matías de Irigoyen y, enseguida, a Manuel de Sarratea, Manuel José García, Tomás Guido y Mariano y Manuel Moreno, y poco después a Belgrano junto con Bernardino Rivadavia. Todos portaban mandatos secretos, pero el Estado que podía molestarse por tales gestiones era España, y como ya nos encontrábamos en guerra con ellos, el “costo” político por tales gestiones era igual a cero.

El otro interrogante en esta entrevista con Snowden surge acerca de si era necesario jugar la figura de nada menos que la primera mandataria de nuestro país. Todos los grandes líderes comisionan a enviados personales para gestiones delicadas, algunas públicas y otras de las que nunca se confirman, pero que las hay, las hay. De Gaulle cuando el tema en Argelia, el rocambolesco aterrizaje de Rudolf Hess en Escocia, son solo dos entre centenares. Para no arriesgar su alta investidura, Roosevelt envió a Harry Hopkins a varias reuniones con Churchill cuando aún se suponía a su país como neutral en la Segunda Guerra. Eisenhower mandó a su hermano Milton, no a un diplomático acreditado, para tomar contacto directo con Perón. Y Margaret Thatcher comisionó a Nicholas Ridley, miembro de su confianza en los Comunes para que, por octubre de 1981 ofreciera a la Junta Militar de Buenos Aires el reconocimiento inmediato de nuestra soberanía en Malvinas, con efectivización a lo largo de varias décadas posteriores. Y lo rechazamos.

Encuentros secretos deben haber a montones.  Hace muy poco, en Washington, en el Consejo de Relaciones Exteriores, se reveló que representantes de Israel y Arabia Saudita mantuvieron por lo menos cinco reuniones secretas desde principios de 2014. Se habrían consumado en la India, República Checa y en Italia.

También hace poco un presumible orate norteamericano publicó una sesuda investigación sobre la salud dental del presidente Eisenhower, muerto hace ya cuarenta y seis años. Nadie entendía el interés que podría despertar semejante tema en el público de lectores, excepto porque el 20 de febrero de 1954 Eisenhower intentó explicar, con poca habilidad, que tuvo que atenderse un diente a la mitad de la noche, con un odontólogo que luego no confirmó el dato, lo que en su momento estimuló el rumor de que, en realidad, se había entrevistado con una delegación de marcianos (sic) que visitaron a la Tierra con el máximo de los secretos. El disparate no debió merecer atención por más de unos pocos días, pero el secretismo aplicado por los sucesivos gobiernos norteamericanos sobre esa fecha en blanco permitió mantener vigente todos estos años al dislate, al punto de justificar, ahora, un estudio dental de aquél presidente. El secretismo se cobra sus precios, algunos son ridículos, otros no, pero nunca resultan gratis.

Por ende, tampoco parece muy profesionalmente aconsejable el que, al secreto de la reunión, se le haya agregado el altísimo rango de la funcionaria argentina que se eligió para reunirse con Snowden.

Los jefes de Estado casi siempre prefieren apelar a enviados de confianza, evitando su presencia personal en esas reuniones. Lo peligroso de ignorar ese principio fue, por ejemplo, padecido por un estadista tan brillante como Arturo Frondizi, que eligió reunirse têtê a têtê con Ernesto Guevara, introducido en secreto a la Argentina para una reunión que se trató vanamente de mantener reservada. Acertada o no la decisión de encontrarse, lastimó seriamente a la escasa gobernabilidad con la que ese presidente contaba, daño agravado por haber involucrado a su alto cargo en la maniobra.

Los accionares secretos no ayudan a la imagen de un gobierno tan persistentemente señalado por oscuridades en su conducta, y el mantenimiento de la opinión pública en la ignorancia de lo tratado perjudica, una vez más, al módico prestigio que la Argentina todavía conserva en el mundo.

Imperialismo de barricada otra vez

Cuando llueve, el kirchnerismo denuncia una conspiración para mojarlo. La tendencia a buscar culpables es humana, solo que debemos balancearla con la contemporánea exploración de nuestras propias responsabilidades. Y si a esa identificación de responsabilidades, siempre afuera nuestro, la convertimos en un atajo permanente, el mecanismo de proyección que estaríamos disparando puede llevarnos a cualquier cosa, caza de brujas inclusive.

A los  países les pasa lo mismo. En nuestra región ese pensamiento resulto tan extendido que, en los sesenta, se elaboró una teoría de la dependencia, cuyo aporte más positivo consistió en identificar el factor imperial en lo externo y oligárquico en lo interno que perjudicaba, efectivamente, a nuestro progreso.

Pero la exacerbación paranoide de ese enfoque nos  llevó  a errar el camino, incluyendo la pérdida de vigencia de la propia teoría. Es que, desde Julio César hasta hoy, se conoce el mensaje de quienes atraen a las multitudes con el aliviante discurso de que no tienen nada que corregir porque la culpa de todos los males yace exclusivamente fuera de ellas, en el enemigo político interno o en alguna malvada potencia exterior que se lo pasan todo el tiempo conspirando.

Entre nosotros, la multitudinaria manifestación del 18F expresó, por enésima vez, el reclamo de buena parte del pueblo argentino para que desde el Gobierno se abandonen actitudes permanentemente confrontativas, con el esquema de amigo/enemigo como única manera de abordar las inevitables diferencias de intereses entre los ciudadanos. La respuesta oficial,  reiterando explícitamente el “ellos” versus “nosotros,” despejó toda duda.

Aunque el tema exclusivo de la convocatoria era el merecido homenaje al fiscal Nisman, antes y después resultó evidente que existe en nuestra población un nutrido inventario de reclamos por una vida institucional republicana, no más una populista.

Entre ellos, el tema internacional no podía estar ausente y, en estos momentos, lo que se destaca en ese ámbito es el memorándum con Irán, cuya cancelación es fuertemente reclamada por un porcentaje abrumador de nuestra población.

Ese acuerdo con  Ahmadinejad nunca prosperó, la segunda instancia de nuestra Justicia ya lo ha declarado inconstitucional y prácticamente la entera sociedad argentina coincide con la Cristina Kirchner que en 2011, nada menos que desde el atril de las Naciones Unidas, acertadamente denunció, con justa indignación, al régimen de Teherán por no cumplir lo pactado.

Es previsible que ese lamentable Memorándum termine por nunca levantar vuelo, pero debemos tener mucho cuidado en suponer que, una vez suprimido, habremos terminado con una política equivocada.

Porque el acuerdo con Irán no es un error aislado. Forma parte de un rosario de  incongruencias sumamente dañosas para la Argentina y su futuro.

Explicaciones asombrosas, como la propia Presidente acusando públicamente a la CIA como responsable por el affaire Antonini-Wilson o el mismísimo canciller violentando personalmente con alicates a baúles en el interior de un avión militar oficial de los Estados Unidos, constituyeron mensajes altamente simbólicos: afuera hay un peligroso enemigo que nos acecha con propósitos malignos.

Si la opinión publica descartó esas acciones como anécdotas más o menos desafortunadas que se agotaron en sí mismas, debiéramos entender que se trata de manifestaciones de una concepción estructural, no casuales, de nuestra relación con el mundo, una especie de antimperialismo adolescente, mas propio de una asamblea de la FUBA de los setenta que a la política exterior de una verdadera Cancillería. El sábado 21, nada menos que José Mujica, sesentista de ley si los hay, hablando oficialmente como presidente del Uruguay, acuso al gobierno argentino de encontrarse, hoy, “retrotraído a una visión de 1960″

Hace algunos meses, la propia señora de Kirchner advirtió, públicamente, que si algo le pasaba, debíamos “mirar hacia el Norte.” Se trató de una acusación gravísima, no ya a un gobierno sino a un entero país extranjero, que solo nuestra narcosis de ideologismo y amateurismo diplomático dejó pasar sin alarmarnos.

No debimos hacerlo, porque escaso tiempo después, el canciller Timerman hizo públicas sendas misivas a las cancillerías de Estados Unidos e Israel (no a la de Irán, por cierto, a cuyo accionar  Nisman acusaba por la AMIA) para que se abstengan de incluir a nuestro país en el juego de maniobras propias de Medio Oriente, con las que no tenemos nada que ver, al mismo tiempo que reclama que el caso de la AMIA se introduzca en la agenda de negociaciones que las grandes potencias mantienen con Irán…propias del Medio Oriente. El alegato podría resultar no del todo contradictorio, si no fuera porque, en el mismo texto, el señor Timerman invocara expresamente el caso AMIA sin excluir, asombrosamente, a la muerte del fiscal de las sospechas por las maniobras extranjeras que allí denuncia.

Si algún acontecimiento local generó especulaciones de todo tipo, ese fue el de la muerte de Nisman, pero a nadie representativo se le había ocurrido –excepto a nuestro canciller- que se podría apelar, una vez más, al infantil sonsonete de que las cosas que pasan entre nosotros – y nuestro Gobierno no puede explicar- bien podrían provenir del accionar externo de pertinaces enemigos: “El pueblo argentino no tiene que tolerar, y mucho menos sufrir, que su país sea un teatro de operaciones políticas, de inteligencia, o peor aún, de hechos y acciones más graves, por conflictos que le son completamente ajenos…”

Sería un error atribuir los dislates antes enumerados a un problema de carácter personal o de simple impericia profesional. Se trata, en verdad, de una profunda conexión entre la política interna y la externa. Somos afuera lo que somos adentro.

No resulta desvinculado que, al mismo tiempo que aumenta los enfrentamientos en lo interno, el gobierno debilite nuestras alianzas tradicionales con la región, para tejer acercamientos “estratégicos” inexplicables (Libia, Chávez, Noriega, Putin, Correa,) con regímenes que se caracterizan por un autoritarismo completamente contrario a nuestras creencias democráticas. La presidente argentina no solo voló a Libia sino que comparó positivamente a los regímenes en ambos países, incluyendo la trayectoria personal de los dos mandatarios, siendo Gadafi alguien formalmente denunciado por el Tribunal Penal Internacional por graves y reiteradas violaciones a los derechos humanos.

El mismo Gobierno que describe al 18F como preparativos destituyentes califica como maquinaciones imperialistas a cualquier acontecimiento que lo perjudique, incluyendo aquellos que se originan exclusivamente en su propia turpitud. Sin enemigos poderosísimos, ¿a quién echarle todas las culpas cuando la realidad nos deja en evidencia?

Una sociedad cuya mayoría tiende cada día mas a resignarse a nunca ver esclarecido el crimen de la AMIA y corre el peligro de comenzar a naturalizar el mismo final para la muerte de Nisman, necesita cambios más profundos que el de solamente reemplazar a un gobierno por otro.

Otro eslabón luctuoso de la tragedia argentina

El mundo, igual que todos los argentinos, esperaba -y seguirá esperando, ya como un exigente reclamo- tomar conocimiento público de las denuncias del fiscal Nisman. Nisman ya no está, pero la clave sigue siendo que no desaparezcan las trescientas grabaciones cuya existencia denunció.

Si no aparecen, la opinión pública mundial terminará confirmando la sospecha más generalizada que hay sobre nosotros prácticamente en todo el planeta: llevamos una década degradando la maravillosa promesa de democracia nacida en 1983, en dirección a un régimen donde muertes como esta pasen a tomarse como plausibles.

En tal sentido, el sector de donde aparentemente se originaron las grabaciones, el que corresponde a una de las tantas internas salvajes del Gobierno, en este caso la interna de Inteligencia, que es el sector del señor Stiusso, hace unos meses sufrió otra baja violenta, con la muerte a balazos, en el baño de su propia casa, del “Lauchón” Viale, operador muy cercano de Stiusso, a manos de una partida del grupo policial Halcón. En Argentina, la violencia ya ha dejado de ser una hipótesis para convertirse en algo real, cuasi cotidiano, donde alrededor de la AMIA se siguen produciendo muertes.

Atentados como los de AMIA (Lockerbie, Torres Gemelas, subterráneos en Londres, Atocha en España, recientemente Charlie Hebdo en París) fueron debidamente resueltos, en varios casos en cuestión de días. Al revés, entre nosotros, el mundo lleva veinte años observando cómo no solo no avanzamos casi nada en la investigación sino que, además, las denuncias de Nisman pusieron en evidencia que la investigación, que debiera ser exclusivamente judicial, se encontraba repugnantemente penetrada por intervenciones absolutamente inaceptables del Poder Ejecutivo, de tanta toxicidad que la convirtieron en otro ámbito, otro más, de pujas internas entre sectores del Gobierno, con funcionarios de inteligencia enfrentados con sus superiores institucionales y con tal grado de profundidad que desemboca directamente en muertes violentas de algunos protagonistas, hasta ahora todos opuestos al oficialismo.

Hace años que el prestigio de la Argentina como un país con respeto a la ley y las instituciones viene degradándose de manera vergonzosa. La muerte de Nisman suma otro luctuoso eslabón a ese desprestigio, que se agravará todavía más si las grabaciones no aparecen y, sobre todo, si la opinión pública no reacciona de manera suficiente, como ya hizo en el caso del fiscal Campagnoli, a quien esa misma opinión pública seguramente confiaría la investigación de la muerte de Nisman y vería con buenos ojos que él, o alguien como él, lo reemplazara en la investigación de la causa AMIA.

Estadistas, no meros politicos

El 2 de Abril nos sumerge, necesariamente, en la evocación de quienes dieron su vida en defensa de los intereses nacionales en Malvinas. Es bueno que así sea, ya que el debido recuerdo es la mínima de nuestras obligaciones para con ellos. Pero ¿se agotan nuestros deberes en la recordación piadosa y las arengas de circunstancias? ¿No merece su memoria un compromiso mayor de nuestra parte?

Después de 1982, la recuperación de las Malvinas se tornó aún más difícil, hundiendo a la opinión pública argentina en una suerte de paralizante sopor peligrosamente cercano a la resignación. En ese clima, toda intención de honrar esa memoria aparece anestesiada, como todavía más lejana, más probable de quedarse en las buenas intenciones.

El argentino medio ya ha entendido que la solución no solo será trabajosa sino muy, muy larga, y se encuentra sabiamente preparado para entender que ya nadie puede prometerle la recuperación de las Islas en cuatro años, tampoco en ocho, ni en dieciséis, ni en bastante más. Sensata comprobación que lo lleva a la certeza de que eso no ocurrirá si no hacemos, al menos, dos cosas.

La primera, crecer como Estado en la región y en el mundo. Volver a estar entre los diez PBI per cápita más altos del planeta y reconstruir una red de alianzas que Gran Bretaña no pueda seguir ignorando. Si hoy tuviéramos el PBI y el peso de Brasil en el mundo, este conflicto estaría muy probablemente solucionado.

Y la segunda, generar internamente una política de estado sobre Malvinas que perdure en el tiempo y no se cambie aunque cambien los gobiernos.

Nuestros dirigentes debieran convocar a sus expertos, estudiar las diversas posibilidades y abrir un debate sin exclusiones para poder construir acuerdos básicos que la opinión pública vaya legitimando como una política de Estado. Tal como acaban de hacer los principales partidos políticos mexicanos, nada menos que en medio de la campaña electoral -que es cuando normalmente más se hostilizan- nuestra clase política debiera pronunciar menos arengas patrióticas y acordar que el de Malvinas sea un tema excluido de la lucha partidaria y electoral, para pasar a trabajarse, al mismo tiempo, en la serenidad de los ámbitos académicos y el dinamismo de los debates públicos libres de anteojeras de facción.

La razón más profunda por la que somos un país en grave y ya demasiado larga decadencia radica, precisamente, en nuestra incapacidad para llegar a acuerdos y mantenerlos en el tiempo, como desde hace décadas vienen haciendo, cerca de nosotros, Brasil, Chile o Uruguay. Así nació, por ejemplo, el Mercosur, la política exterior más importante de la Argentina en el siglo XX y no por casualidad hoy moribundo, dado que no somos un país subdesarrollado sino subgobernado.

A nuestros dirigentes no se les pide que ofrenden su vida como hicieron aquellos héroes. Lo que se espera de ellos es mucho menos sacrificado pero que parece costarles un esfuerzo que no están en voluntad de concretar: la postergación de sus debates banderizos en beneficio del interés general.

La solución de Malvinas vendrá dentro de muchos años, cuando volvamos a ser fuertes afuera y unidos adentro. Tendríamos que trabajarlo durante años para que los beneficios recaigan en la siguiente generación, tal vez incluso en otra más. Construir ahora para beneficio de quienes todavía no nacieron fue la conducta de nuestros mayores que generaron la posterior grandeza argentina. Pero para ello se necesita que volvamos a ser gobernados por estadistas.

Tropezamos otra vez con la misma piedra

La discusión acerca de si la pastera uruguaya contamina o no contamina tendrá patas cortas: aunque lleguemos a un acuerdo coyuntural, ¿cuánto tardaríamos en discrepar otra vez? Después de pelearnos más de cuatro años, el Tribunal de la Haya nos recomendó acordar un análisis imparcial por algún laboratorio internacional, y ni en eso nos pusimos de acuerdo. Ahora, cada cancillería dice que la otra miente y deambula con respectivos análisis de parte, no de común acuerdo, que la otra automáticamente desmiente. Y eso que se trata de la siempre tan invocada hermandad rioplatense.

La demanda mundial de pasta de papel crece sin cesar, por lo que la presión al alza de la producción tentará a todos los países sobre la misma cuenca hídrica. Argentina incluida, que cuenta con al menos tres pasteras y numerosas industrias ribereñas muy contaminantes, respecto de las que los uruguayos señalan que no aplicamos los mismos criterios que exigimos en la UPM oriental. Brasil y Paraguay también montaron pasteras y no parece que dejen de hacerlo en el futuro. Y eso no se para con amenazas de acudir otra vez a La Haya.

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