Cuando vemos el conflicto diplomático internacional norte-norte y norte-sur desencadenado por la revelación del masivo y global programa de vigilancia informática de la NSA norteamericana a sus ciudadanos y a decenas de jefes de Estado de otras naciones, incluida la Argentina; que el hombre que filtró la mayor cantidad de información clasificada en la historia, Julian Assange, dice que la “Argentina tiene el régimen de vigilancia más agresivo de la región“; que por primera vez en nuestra historia el jefe del Ejército Argentino proviene del área de inteligencia; que también por primera vez hay un jefe de la Policía Federal que proviene de la Superintendencia de Comunicaciones; que el jefe de Gobierno de la Capital Federal está cerca del juicio oral por presunto espionaje ilegal; y que la promoción de cámaras de vigilancia es utilizada por competidores políticos como denominador común en sus campañas electorales; se nos puede permitir pensar que las políticas de vigilancia y sus tecnologías se han convertido en un eje central de la agenda pública al que debemos prestarle atención.
Todos somos conscientes hasta cierto punto de cómo funciona nuestra sociedad, pero los acelerados cambios tecnológicos, motorizados por la industria securitaria y militar, a veces nos dificultan notar la vigilancia y el control continuo al que estamos sometidos, y que muy pocas veces se acompaña de una adecuada regulación y debate en torno a los riesgos que implica.