¿Quién vigila a los que nos vigilan?

Andrés Pérez Esquivel

Cuando vemos el conflicto diplomático internacional norte-norte y norte-sur desencadenado por la revelación del masivo y global programa de vigilancia informática de la NSA norteamericana a sus ciudadanos y a decenas de jefes de Estado de otras naciones, incluida la Argentina; que el hombre que filtró la mayor cantidad de información clasificada en la historia, Julian Assange, dice que la “Argentina tiene el régimen de vigilancia más agresivo de la región“; que por primera vez en nuestra historia el jefe del Ejército Argentino proviene del área de inteligencia; que también por primera vez hay un jefe de la Policía Federal que proviene de la Superintendencia de Comunicaciones; que el jefe de Gobierno de la Capital Federal está cerca del juicio oral por presunto espionaje ilegal; y que la promoción de cámaras de vigilancia es utilizada por competidores políticos como denominador común en sus campañas electorales; se nos puede permitir pensar que las políticas de vigilancia y sus tecnologías se han convertido en un eje central de la agenda pública al que debemos prestarle atención.

Todos somos conscientes hasta cierto punto de cómo funciona nuestra sociedad, pero los acelerados cambios tecnológicos, motorizados por la industria securitaria y militar, a veces nos dificultan notar la vigilancia y el control continuo al que estamos sometidos, y que muy pocas veces se acompaña de una adecuada regulación y debate en torno a los riesgos que implica.

En la sociedad de control pospanóptica de la que habla Deleuze, el poder ya no está en el control de los espacios y sus fronteras sino en el control flexible de los flujos de datos. Más precisamente en el acceso, vigilancia, monitoreo e identificación de personas de la mano de bancos de datos y la construcción de perfiles de población. Flujos que son utilizados tanto por empresas privadas para construir perfiles de usuarios y fomentar el consumo, como por estados, para elaborar perfiles de peligrosidad en el marco de políticas securitarias.

Estos sistemas no dejan de generar debates sobre quién tiene la propiedad de los codiciados bancos de datos, y qué niveles de protección nos aseguran nuestros estados en caso de que se “pierdan” discos o que se pueda hackear en forma remota una cámara de vigilancia pública o privada.

SIBIOS

Nuestro nuevo y obligatorio documento nacional de identidad y pasaporte digitaliza información biométrica como huellas digitales y rostros, como parte de la primer base de datos federal centralizada creada por el Sistema Federal de Identificación Biométrica para la Seguridad (SIBIOS), para el uso combinado de todas las fuerzas de seguridad y organismos estatales como el RENAPER y la Dirección de Migraciones.

Este sistema, que fue revertido en Inglaterra por las protestas civiles, ya fue vulnerado en las últimas elecciones cuando se demostró que se podían bajar todas las fotos del padrón electoral online. Por lo que podemos asumir que esa base descargada ya está en el mercado privado. Por otro lado, el acceso irrestricto que tienen las fuerzas de seguridad también podría ser causal de abusos de poder. Pocos gobiernos democráticos en el mundo han logrado implementar un sistema de vigilancia tan masivo, invasivo y riesgoso.

Complementariamente, la Secretaría de Transportes implementó el Sistema Único de Boleto Electrónico (SUBE) una tarjeta en manos de 15 millones de argentinos que, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de los países, permite rastrear nuestros movimientos en el uso del transporte público porque está asociada a nuestro número de DNI. Tanto es así que la Justicia ha citado en varias oportunidades testigos a declarar bajo la presunción de que estuvieron presentes en el lugar del hecho en cuestión, de acuerdo a los registros de uso de sus tarjetas. Vale preguntarse qué sucede si una persona utiliza la tarjeta de otro para inculparlo en un delito adrede.

Cámaras de Seguridad

SIBIOS también está pensado para trabajar complementariamente con las cámaras de vigilancia en espacios públicos, que a través del reconocimiento facial y el cruce de datos permite identificar la identidad de cada rostro filmado. En este caso, hablar del derecho a la privacidad no es limitarse a lo que sucede en la casa de uno, sino en ámbitos de nuestra vida que tenemos derecho a proteger de cualquier intromisión. Esto puede involucrar nuestro ingreso a iglesias o a locales políticos, entre otras cosas.

Proteger la dignidad de las personas es el objetivo que proponen tanto defensores como detractores de las videocámaras. Pero cuando se escucha que algunos prometen futuros de tranquilidad y seguridad asegurada frente al delito, es cuando se debe desconfiar.

La principal utilidad de las cámaras es la disuasión y su carácter probatorio para investigaciones judiciales, lo que no se puede comprobar estadísticamente es su efectividad para incidir en la baja de los índices del delito. Esto ha llevado a cuestionamientos en Londres, la ciudad con mayor proporción de cámaras por persona en el mundo. Y en Alemania, donde la falta de debate público desembocó en la realización de una competencia de grupos juveniles denominada “CamOver“, para ver quién rompía más cámaras. En efecto, muchos de los defensores de las cámaras tienen intereses económicos, buscan aumentar su intención de voto en elecciones y/o monitorear el comportamiento político de los opositores al régimen.

¿Quién vigila?

Un ciudadano que se precie de ser común y corriente podrá desentenderse con razón de todo este asunto diciendo “si no hago nada malo no tengo de qué preocuparme”. Pero qué pasa si es el vigilador el que está haciendo algo malo… ¿hay algo de qué preocuparse? Si nuestra respuesta es afirmativa, la primera pregunta que hay que hacer es: ¿quién es el vigilador?

En la CABA, la Policía Metropolitana tiene 2000 cámaras y las gestiona el mismo superintendente de comunicaciones incorporado por Jorge “Fino” Palacios, el primer jefe de esa novel fuerza que hoy está procesado junto a Mauricio Macri por escuchas ilegales. La Policía Federal tiene 1200 cámaras de video vigilancia que fueron instaladas por el actual jefe de la institución cuando era superintendente de comunicaciones, y mientras esa fuerza realizaba espionaje en agencias de noticias alternativas. Al Proyecto X mediante el cual Gendarmería espió durante años a cientos de organizaciones políticas, ahora se agregan sospechas entorno al nuevo jefe del Ejército Argentino y su enorme incremento presupuestario para tareas de inteligencia. Aquí es donde surge recordar que cuando la vigilancia está bien hecha, el espionaje no se siente, no se nota, no se sabe. En especial cuando está prohibido por ley y uno espera que se cumpla.

Democratizar la Democracia

El proyecto de Estado policial omnipotente siempre está latente, pujante y ambicioso. Los intereses empresariales nacionales e internacionales que lo motorizan detrás, también. Los vigiladores públicos y privados siempre van por más.

Basta recordar la Ley Antiterrorista, la idea de Macri de poner cámaras de monitoreo dentro de las escuelas que fue revertido por la justicia. O los drones que acaba de adquirir Sergio Massa, que permiten teledirigir video cámaras voladoras con control remoto. Ya se han cumplido 200 años del nacimiento de la Patria y 30 años de democracia ininterrumpida, y al concepto de que la Patria es el otro, hoy se le opone la promoción del miedo al otro para vigilarnos a todos permanentemente. El Estado de Derecho se tensa una vez más con el Estado Policial.

La naturalización y aceptación creciente de la pérdida de control de nuestro derecho a la privacidad y la protección de nuestros datos es una necesidad clave para ese Estado Policial. Todo es imposible cuando creemos que es verdad. Si creemos que es posible, cuestionemos al que nos vigila y democraticemos la democracia.