El inventor y el capataz

Los agarraron en el Canal de Panamá con las manos en los misiles. El castrismo no cambia. La complicidad de Cuba con Corea del Norte lo demuestra. Lo había advertido en La Habana el Jefe del Estado Mayor norcoreano, el general Kim Kyok Sik: “Visito a Cuba para encontrarme con los compañeros de la misma trinchera, que son los compañeros cubanos”. Dios nos coja confesados.

Además, Raúl Castro está muy molesto. El país es un desastre. Lo dijo públicamente hace unos días. Los cubanos son ladrones y vulgares, especialmente los jóvenes, que sólo se dedican a perrear y al reguetón. Había prometido que todo el mundo se podría tomar un vaso de leche y no lo ha conseguido. Ni siquiera eso.

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Yoani y la libertad

Yoani Sánchez visita Miami. Es la escala más difícil de su largo periplo. En todas partes, como los toreros consagrados tras una buena faena, ha salido en hombros de la multitud. En Florida también triunfará, pero le costará un poco más de trabajo.

Me da la impresión de que la inmensa mayoría de los cubanos la quiere y respeta –estoy entre esos admiradores–, pero no faltan los que la adversan por distintas razones, con frecuencia totalmente irracionales.

Yoani ha dado docenas de charlas, concedido cientos de entrevistas, y se ha enfrentado muy exitosamente a las turbas de simpatizantes de la dictadura castrista enviadas por la embajada cubana en cada sitio donde ha sido invitada a hablar. En más de medio siglo de tiranía, nadie ha sido más eficaz en la tarea de desmontar los mitos del régimen y mostrar la miserable forma de vivir de los cubanos.

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Cuba: cómo se encubrió el crimen de Carromero

El régimen de Raúl Castro quiere cambiar la percepción general sobre Cuba. Está empeñado en transmitir la imagen de que enla Isla se están produciendo cambios fundamentales, pero no es verdad.

Los cubanos tienen más facilidades para hablar por teléfono, o para entrar en los hoteles, restaurantes y tiendas que antes estaban reservados para los turistas. Pueden abrir minúsculas empresas familiares de servicio, o se les permite explotar en régimen de usufructo pequeñas parcelas de tierra para producir alimentos, pero nada de esto es esencial.

Ésas sólo son minucias encaminadas a aliviar las nefastas consecuencias económicas de un sistema totalmente improductivo en lo material y cruelmente desagradable en el terreno emocional.

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La huida infinita

“¿Por qué ha escrito Otra vez adiós?” –me preguntó el periodista.

Le respondo.

El suceso fundamental del siglo XX fue la Segunda Guerra mundial con sus sesenta millones de muertos, cientos de ciudades pulverizadas por las bombas y enormes muchedumbres lanzadas al destierro para salvar la vida.

La muerte nunca había alcanzado esas abominables proporciones.

El mayor horror de ese episodio fue el Holocausto. No ha habido en la historia atrocidad mayor que la selección de un grupo étnico-religioso, los judíos –y, en menor medida, los gitanos–, para exterminarlo cruelmente en nombre de la superchería de la pureza racial.

Ése es el telón de fondo de mi novela. Ahí se desarrolla la historia. He querido contar la vida, mezclando la ficción y la realidad, de un judío genial, el pintor David Benda, que muy bien pudo existir, quien le hacía el último retrato a Sigmund Freud cuando el ejército alemán ocupaba Austria en lo que sería el prólogo de la guerra que se avecinaba.

Freud lo cuenta. Narra lo que fue la ocupación de Austria. Está muy adolorido por el cáncer que le corroía la boca. Lo habían operado treinta y una veces. Pero más sufre por el antisemitismo que se había apoderado de muchos de sus compatriotas. Le han gritado “judío de mierda” a la salida de un teatro. Sabe que tiene que huir. (Cuatro de sus hermanas morirán en los campos de exterminio). A él y a su familia los salvará la princesa y discípula Marie de Bonaparte. Pagará el cuantioso rescate.

David Benda también tiene que escapar. Lo atacan las turbas hitleristas, pero lo rescata una de las organizaciones de resistentes judíos que entonces existieron. La de mi novela se llama Masada. Hubo varias. No es verdad que todos los judíos fueron dócilmente al matadero. Algunos murieron defendiéndose valientemente.

David pierde a su primer amor, jura vengarse del asesino y marcha a una isla remota del Caribe a la que entonces llegaban miles de judíos huyendo de la barbarie nazi. Llega a Cuba a bordo del Saint Louis –el barco de los condenados– y es uno de la media docena de pasajeros que logra desembarcar. Casi mil son devueltos a Europa.

Fulgencio Batista aparece en el libro. Es el hombre fuerte de esa época cubana. No llega a los 40 años. David lo retrata, conversa con él y penetra en su compleja psicología. Entonces Batista era un hombre de izquierda.

El pintor ve y vive la Segunda Guerra desde La Habana, con los submarinos alemanes merodeando la Isla como si fueran tiburones de acero en busca de barcos mercantes cubanos para devorarlos.

David sale a cazarlos en el yate de un escritor americano, Ernest Hemingway, sediento de aventuras. Llevan una ametralladora calibre 30, unos cuantos fusiles y muchas botellas de ron. Es una hermosa locura que algún día el novelista yanqui contará en uno de sus libros.

No relató, sin embargo, otra historia fascinante: la del extraño espía Luni, un agente alemán con papeles hondureños, capturado y ejecutado en La Habana. De ese episodio me ocupo yo.

David vuelve a enamorarse. Esta vez ama a una cubana muy especial, inteligente, hermosa y con gran carácter. Ella viene del dolor de otros fracasos. Ambos descubren la quieta felicidad de una rutina dulce y exitosa.

Pero llega, otra vez, la violencia: la revolución comunista cubana les destroza, de nuevo, la vida, como a tantas personas.

David tiene que volver a escapar. Estados Unidos es su inesperado destino. Volver a Europa era impensable. Ese era un mundo ajeno y lleno de horribles recuerdos.

El siglo XX, a lo largo de su vida, había sido una sucesión de golpes, derribos y comienzos, como si le fuera negado el milagro de la continuidad vital. Como si cada vida, en realidad, fueran varias vidas atroces y distintas.

En Nueva York vuelve a levantarse y vuelve a amar. No concibe la vida sin una compañera. Echa raíces en la mujer que ama. Es otra mujer extraordinaria, también sobreviviente del infortunio. La había conocido muchos años antes, a bordo del Saint Louis. El destino, o lo que fuese, se la devolvía llena de cicatrices, pero todavía bella y pletórica de ilusiones y fantasías.

¿Por qué he escrito Otra vez adiós? Porque es una gran historia, real y falsa, que contiene otras muchas historias, reales y falsas, que vale la pena relatar. Porque es una manera de desplegar ante los ojos de los lectores el terrible siglo XX. Porque me gusta compartir con ellos todo aquello que es, creo, memorable.

Tal vez, me temo, porque escribir es un impulso ciego e inexplicable. No lo sé.