Yoani Sánchez visita Miami. Es la escala más difícil de su largo periplo. En todas partes, como los toreros consagrados tras una buena faena, ha salido en hombros de la multitud. En Florida también triunfará, pero le costará un poco más de trabajo.
Me da la impresión de que la inmensa mayoría de los cubanos la quiere y respeta –estoy entre esos admiradores–, pero no faltan los que la adversan por distintas razones, con frecuencia totalmente irracionales.
Yoani ha dado docenas de charlas, concedido cientos de entrevistas, y se ha enfrentado muy exitosamente a las turbas de simpatizantes de la dictadura castrista enviadas por la embajada cubana en cada sitio donde ha sido invitada a hablar. En más de medio siglo de tiranía, nadie ha sido más eficaz en la tarea de desmontar los mitos del régimen y mostrar la miserable forma de vivir de los cubanos.
Paradojas de la vida: de alguna manera, la actitud grosera y vociferante contra Yoani de estos agresivos matones, aunque desagradable mientras se producen los incidentes, ha servido para mantener el interés de los medios de comunicación y para suscitar el respaldo de notables sectores políticos y sociales.
Estos energúmenos, acostumbrados al medio cubano, donde no hay vestigios de libertad, no acaban de entender que tratar de silenciar a Yoani, insultando y calumniando a una periodista independiente, una muchacha frágil que sólo cuenta con su palabra y su valentía, es un comportamiento contraproducente en cualquier país libre en que tenga lugar.
Las armas de Yoani han sido la sinceridad, una lógica aplastante, la innata capacidad para la comunicación y su propia y atrayente personalidad. Es decir, los mismos rasgos que, paulatinamente, fueron despertando, primero, la curiosidad de los grandes medios e instituciones –Time, El País, The Miami Herald, Foreign Policy, Columbia University—, y luego la admiración de millones de lectores en todo el mundo que encontraban en sus crónicas una equilibrada descripción del empobrecido manicomio cubano.
El régimen de los Castro, convencido (o al menos decidido a convencer a los demás) de que detrás de cada crítica está la mano de Estados Unidos, del capitalismo o de oscuros intereses económicos, se empeñó, sin el menor éxito, en tratar de demostrar que Yoani era una marioneta de la CIA, del Grupo Prisa o de cualquier fabricante artificial de prestigios.
No había nada de eso. Como suele ocurrir, el talento de Yoani, la impredecible suerte y el ataque de la dictadura, la colocaron en el punto de mira de los grandes centros de difusión de información, a lo que contribuyó que el mismísimo presidente Barack Obama, cuando ya la periodista era extremadamente famosa, le respondiera un cuestionario destinado a su blog.
Pudo haberle sucedido a otros notables blogueros dentro de Cuba –Claudia Cadelo, Iván García, Luis Cino, entre los buenos escritores–, pero resultó Yoani la que concentró el interés de la opinión pública internacional, a lo que no fueron ajenos el acoso y los maltratos del régimen.
Es increíble que la dictadura no aprenda la lección: quienes más daño le han hecho a la imagen del gobierno han sido las víctimas de sus abusos. A lo largo de esa infinita tiranía, Huber Matos, Armando Valladares, Eloy Gutiérrez Menoyo, Gustavo Arcos, Ricardo Bofill, María Elena Cruz Varela, Reinaldo Arenas, Laura Pollán, Raúl Rivero, Oswaldo Payá, ahora su hija Rosa María, entre tantos otros cubanos valiosos, han encontrado tribuna y eco para sus denuncias como consecuencia de los atropellos de que fueron objeto.
Si la primera vez que Yoani Sánchez recibió una invitación y una visa para viajar al extranjero, la dictadura le hubiera permitido ejercer su derecho a entrar y salir libremente del país, no habría alcanzado la enorme celebridad y peso que hoy tiene.
¿Por qué no lo hizo? Por una mezcla de arrogancia y estupidez. Por creer que pueden aplastar sin consecuencias a las personas. Afortunadamente, eso no es cierto. La suya es la voz potente de los débiles. “Un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército”, decía Martí. ¡Bienvenida Yoani, a la libertad!