No hay excepciones. El presidente de los Estados Unidos también está sujeto a la ley de las consecuencias imprevistas. Esto se hizo patente, por ejemplo, en Libia. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) realizó siete mil bombardeos y provocó la destrucción del ejército de Muammar Gadafi, quien resultó ejecutado por sus enemigos. El país, totalmente caotizado, quedó, finalmente, en poder de unas bandas fanáticas que asesinaron al embajador norteamericano.
El loco criminoso de Gadafi, objetivamente, era menos malo que lo que vino después. Algo parecido sucedió con Sadam Hussein en Irak, con Hosni Mubarak en Egipto, con el Sha de Persia, con Fulgencio Batista en Cuba, episodios en los que, directa o indirectamente, Estados Unidos tiene una gran responsabilidad por su actuación, por abstenerse de actuar o por hacerlo tardíamente.
Le acaba de suceder a Barack Obama en Cuba. El Presidente llegó risueño a La Habana, precedido por la expresión adolescente “¿qué volá?”, algo así como “¿qué tal están?”. Pisó la isla ilusionado y cargado de buenas intenciones, acompañado de exitosos (ex) desterrados cubanos, también deseosos de ayudar a la patria de donde proceden, convencidos todos de la teoría simplista del bombardeo de jamones. Continuar leyendo