Los niños españoles solían jugar imaginando y diciendo las cosas que transportaban los buques coloniales. “De La Habana ha llegado un barco cargado de: piñas, encajes, azúcar”, qué sé yo. Era un ejercicio lúdico en el que se mezclaban la fantasía y el vocabulario con la pedagogía.
Barack Obama, sin saberlo, revivió el juego. Para el presidente estadounidense su viaje tenía cuatro objetivos declarados: enterrar unilateralmente la Guerra Fría en el Caribe; eliminar oficialmente la estrategia diplomática del containment o aislamiento, al sustituirla por el engagement o acercamiento; reforzar los lazos con la sociedad civil cubana, especialmente con el incipiente sector empresarial privado; y fortalecer a la oposición democrática que busca pacíficamente la evolución del régimen hacia el pluralismo.
Para el régimen cubano la visita era otro paso para finalizar el viejo embargo comercial, permitir la llegada de turistas e inversiones norteamericanas, obtener la promesa de créditos blandos cuando la ley lo permita, y la posibilidad de aliviar la difícil situación económica que plantea el fin de los subsidios venezolanos, calculados en trece mil millones de dólares anuales en el pasado por el economista Carmelo Mesa-Lago.
Raúl Castro no tenía la menor intención de modificar su dictadura comunista. Al fin y al cabo, como lo ha reiterado cien veces el propio Fidel Castro, la habían establecido por convicciones ideológicas y no como respuesta a la hostilidad norteamericana. La secuencia fue a la inversa.
Tampoco está en sus planes enterrar el antiyanquismo, uno de los elementos vertebradores del socialismo del siglo XXI. Para él, para Nicolás Maduro, para Evo Morales, incluso para Rafael Correa y Daniel Ortega, la Guerra Fría no ha terminado, como se hace patente en las buenas relaciones con Irán, Corea del Norte o Siria.
Para los exportadores e inversionistas de Estados Unidos la apuesta de Obama era medianamente tentadora. El dinero, ya se sabe, es cauteloso. Lo acompañaron con más curiosidad que interés real. Mientras la ley del embargo persista, cualquier exportación debe ser pagada por adelantado, una medida hasta ahora saludable, porque la isla tiene una pésima fama como pagador. A lo largo de los 57 años que ha durado ese Gobierno, casi todo empresario o país que le ha dado crédito ha resultado defraudado.
Sólo consiguen hacer negocios rentables quienes se dedican al turismo, porque cobran previamente y en dólares. Todos saben, además, que es muy peligroso realizar actividades comerciales donde no hay tribunales independientes. En Cuba, como en todos los Gobiernos totalitarios, los jueces son un apéndice del poder central.
Los demócratas de la oposición interna han resultado los más beneficiados. Eran trece personas de diversos grupos, como corresponde a cualquier pueblo que aspira a que se respeten las diferencias de opinión. Obama se reunió con ellos durante casi dos horas, los escuchó, los apoyó y luego dedicó la parte medular de su discurso a reclamarle a Raúl Castro el respeto por los derechos humanos y la necesidad de pluralidad que requiere una sociedad afectada durante tantos años por la esclerosis del pensamiento único. El momento en que se dirige al general y le dice: “No tema las voces de los cubanos que quieran expresarse libremente” es y será por mucho tiempo un hito en la lucha contra la dictadura.
¿Dará resultado la estrategia del engagement? El propio Obama se muestra escéptico y tiene razón: la dictadura cubana no va a cambiar. Es orgullosamente comunista y la Constitución le otorga al Partido la dirección exclusiva de la sociedad. Para la cúpula dominante, los derechos humanos —concretamente la libertad de expresión y de reunión a que se refirió Obama— son subterfugios de la odiada burguesía para prolongar su control social y quienes los reclaman son delincuentes.
En ese caso, ¿tuvo sentido el cambio de táctica? Es difícil saberlo a estas alturas. Por lo pronto, los disidentes están animados. Creen que el viaje de Obama es un punto de inflexión. Esperemos con los dedos cruzados. Es parte del juego.