La nueva Guerra Fría

Para Beatrice Rangel, que me puso sobre la pista

 

Tal vez fue una casualidad, pero coincidieron en el tiempo. En abril de 1990, durante el Gobierno de George Bush (padre), pocos meses después del derribo del Muro de Berlín, cuando era evidente que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el comunismo se hundían, Washington comenzó a planear su próxima batalla en nombre de la seguridad nacional.

Fue entonces cuando se creó el Financial Crimes Enforcement Network (FinCen), una dependencia del Departamento del Tesoro que habitualmente contrasta y complementa sus informaciones y sus actividades con el FBI, la DEA, la CIA, la NSA y otras agencias de inteligencia.

Originalmente, el nuevo enemigo era mucho más difuso, extendido y, al mismo tiempo, limitado: los traficantes de drogas. La estrategia era seguirle la pista al dinero por los vericuetos financieros hasta descubrir y asfixiar a los grandes capos. Al fin y al cabo, una masa de plata de ese volumen no se podía esconder en el colchón. Había que invertirla. Continuar leyendo

El último WASP

Es difícil detener a Donald Trump. Se le ha escapado al pelotón de aspirantes republicanos a la Casa Blanca. La convención final será en julio. Aunque el establishment republicano se oponga con muy buenas razones, Trump llegará a los 1.237 delegados que le exige el reglamento, o con una cifra tan cercana que hace casi imposible sustituirlo por otro candidato sin dividir profundamente al viejo partido cofundado por Abraham Lincoln.

Para entender el fenómeno Trump hay que releer el libro de Samuel P. Huntington, Who are we? The Challenges to America’s National Identity (2004). Algo así como “¿Quiénes somos nosotros? Los retos a la identidad nacional de Estados Unidos”. Huntington (1927-2008) fue un sabio profesor de Harvard y uno de los mejores pensadores norteamericanos de las últimas décadas. Tuve el honor de colaborar con él y Larry Harrison en Culture Matters, uno de sus últimos libros.

La tesis central de Who are we? es que Estados Unidos es una expresión de los protestantes reformistas ingleses que colonizaron al país y le imprimieron su sesgo civilizador. Aquellos fundadores no eran inmigrantes que llegaban a incorporarse a un mundo establecido. Fueron los creadores de una sociedad nueva, parcialmente diferente a la que habían dejado en Europa. Continuar leyendo

Cuba, Obama y la ley de las consecuencias imprevistas

No hay excepciones. El presidente de los Estados Unidos también está sujeto a la ley de las consecuencias imprevistas. Esto se hizo patente, por ejemplo, en Libia. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) realizó siete mil bombardeos y provocó la destrucción del ejército de Muammar Gadafi, quien resultó ejecutado por sus enemigos. El país, totalmente caotizado, quedó, finalmente, en poder de unas bandas fanáticas que asesinaron al embajador norteamericano.

El loco criminoso de Gadafi, objetivamente, era menos malo que lo que vino después. Algo parecido sucedió con Sadam Hussein en Irak, con Hosni Mubarak en Egipto, con el Sha de Persia, con Fulgencio Batista en Cuba, episodios en los que, directa o indirectamente, Estados Unidos tiene una gran responsabilidad por su actuación, por abstenerse de actuar o por hacerlo tardíamente.

Le acaba de suceder a Barack Obama en Cuba. El Presidente llegó risueño a La Habana, precedido por la expresión adolescente “¿qué volá?”, algo así como “¿qué tal están?”. Pisó la isla ilusionado y cargado de buenas intenciones, acompañado de exitosos (ex) desterrados cubanos, también deseosos de ayudar a la patria de donde proceden, convencidos todos de la teoría simplista del bombardeo de jamones. Continuar leyendo

Un punto de inflexión

Los niños españoles solían jugar imaginando y diciendo las cosas que transportaban los buques coloniales. “De La Habana ha llegado un barco cargado de: piñas, encajes, azúcar”, qué sé yo. Era un ejercicio lúdico en el que se mezclaban la fantasía y el vocabulario con la pedagogía.

Barack Obama, sin saberlo, revivió el juego. Para el presidente estadounidense su viaje tenía cuatro objetivos declarados: enterrar unilateralmente la Guerra Fría en el Caribe; eliminar oficialmente la estrategia diplomática del containment o aislamiento, al sustituirla por el engagement o acercamiento; reforzar los lazos con la sociedad civil cubana, especialmente con el incipiente sector empresarial privado; y fortalecer a la oposición democrática que busca pacíficamente la evolución del régimen hacia el pluralismo.

Para el régimen cubano la visita era otro paso para finalizar el viejo embargo comercial, permitir la llegada de turistas e inversiones norteamericanas, obtener la promesa de créditos blandos cuando la ley lo permita, y la posibilidad de aliviar la difícil situación económica que plantea el fin de los subsidios venezolanos, calculados en trece mil millones de dólares anuales en el pasado por el economista Carmelo Mesa-Lago.

Raúl Castro no tenía la menor intención de modificar su dictadura comunista. Al fin y al cabo, como lo ha reiterado cien veces el propio Fidel Castro, la habían establecido por convicciones ideológicas y no como respuesta a la hostilidad norteamericana. La secuencia fue a la inversa. Continuar leyendo

Obama en Cuba

El Presidente norteamericano no había puesto un pie en Cuba y el régimen ya había comenzado a bombardearlo. Primero fue un largo editorial de Granma. ¿La esencia? Cuba no se moverá un milímetro de sus posiciones socialista y antiimperialista, incluido su apoyo al engendro chavista en Venezuela, enorme fuente de subsidio para los cubanos, de quebrantos para los venezolanos y de desasosiego para los vecinos.

Luego, el canciller Bruno Rodríguez, el chico de los recados diplomáticos, le advirtió que su Gobierno no agradecía que Barack Obama hablara de empoderar al pueblo cubano. Tampoco de que trataran de imponerles internet. Cuba, dijo, “protegerá la soberanía tecnológica de nuestras redes”. En lenguaje llano quiso decir que la policía política seguirá controlando las comunicaciones. De eso y para eso viven.

El Presidente norteamericano no se amilanó. Hablará sin tapujos de los derechos humanos en su visita a Cuba. Lo ha dicho y lo va a hacer. Pero hay más: Barack Obama, aparentemente, no visitará a Fidel Castro (Con cautela: nunca digas “De este dictador no beberé”). Al menos por ahora inhibirá la curiosidad antropológica que siempre despierta el tiranosaurio mayor. Hoy es una encorvada caricatura de sí mismo, pero tiene cierto morbo conversar con un señor de la historia que se las ha ingeniado para llevar sesenta años revoloteando por los telediarios.

Obama, además, tendrá la generosidad de reunirse con algunos de los demócratas de la oposición. Ahí hay todo un mensaje. Es una buena lección para Mauricio Macri, que todavía no ha ido, y para François Hollande, que ya pasó por La Habana y no tuvo la valentía cívica de realizar un gesto solidario con los disidentes. Obama se reunirá con los más duros. Les pasará el brazo por encima a los peleadores. A los más apaleados y curtidos. Esos a los que la policía política califica falsamente de terroristas y agentes de la CIA. Continuar leyendo

Trump, Sanders y el fin del excepcionalismo norteamericano

Será como Godzilla contra King Kong. Lo que hace unos meses parecía imposible, hoy tiene algunas probabilidades de ocurrir: que acaben enfrentándose Donald Trump y Bernie Sanders en una batalla electoral por la Casa Blanca.

Pudiera ser. La composición política de Estados Unidos cada día que pasa se asemeja más a Europa. Donald Trump recuerda a Jean-Marie Le Pen, el político francés cuasifascista fundador del Frente Nacional, partido del que luego resultaría expulsado.

Trump no tiene, como Le Pen, una densa biografía política y militar, sino una larga y fundamentalmente exitosa experiencia como empresario, pero coinciden en la visión nacionalista, el rechazo a los inmigrantes y el culto por la intimidación del adversario. Son, como en los boleros, dos almas gemelas.

Cuentan, además, con las mismas fuentes de admiración. Los partidarios de Trump y de Le Pen forman parte de cierta clase trabajadora de rompe y rasga, poco educada, que disfruta del lenguaje directo y sin filtro, capaz de llamarle pan al pan, y a la vagina o al pene cualquier grosería que se les ocurra.

Bernie Sanders, por otra parte, no es un déspota comunista que llegaría al poder para crear una dictadura. Es otra cosa. No es Stalin ni Fidel Castro. “Que no panda el cúnico”, como decía el Chapulín Colorado. Es una especie de Olaf Palme nacido en Brooklyn. Declara ser un socialista. ¿Qué significa esa palabra en su caso?

Es un redistribucionista, un populista que subirá notablemente los impuestos federales para dedicar los fondos a “obra social”, convencido de que las necesidades de ciertas personas deben ser convertidas en obligaciones de todas las personas, sin advertir que esa traslación de la responsabilidad individual suele crispar y confundir al conjunto de la sociedad.

Es una lástima que Sanders, cuando estudió en la Universidad de Chicago, no hubiera acudido a las clases de Gary Becker, entonces profesor de esa institución. Le dieron el Premio Nobel de economía, entre otras razones, por describir los daños imprevistos que se derivaban de las buenas intenciones del welfare.

¿Cuánto aumentaría Sanders los tributos, si consigue (que lo dudo) vencer la resistencia del Congreso? Combinados con los estatales, más otras cargas fiscales, como explicó Josh Barro en The New York Times, y luego matizó Tim Worstall en Forbes, alcanzaría el 73% de los ingresos. Ese porcentaje desborda la Curva de Laffer y, por lo tanto, recaudará mucho menos de lo previsto.

Será un fracaso y acabará empobreciéndolos a todos, como sucedió en Suecia hasta que en 1992-1994 comenzaron a rectificar el Estado de Bienestar. Algo que describe espléndidamente el economista Mauricio Rojas en The rise and fall of the Swedish model, excomunista chileno que vivió en ese país varias décadas, comprendió que se había equivocado, tuvo la decencia y el valor de rectificar, y llegó a ser parlamentario por el Partido Liberal.

En cualquier caso, la presencia de personas como Trump y Sanders en el panorama político de Estados Unidos liquida totalmente la noción del excepcionalismo norteamericano, suscrita por tantos pensadores e ideólogos persuadidos de que el país tiene una responsabilidad moral que cumplir con la humanidad.

Termina la discutida proposición, un tanto mesiánica, de que Estados Unidos es una nación única, la primera república moderna, diferente a las demás, escogida por Dios para servir de modelo y para defender el republicanismo, la libertad, el individualismo, la igualdad y la democracia, para derrotar paladinamente a fascistas, nazis y comunistas, y hoy, para enfrentarse al islamismo asesino del nuevo califato.

Es una lástima. Lincoln al final de su breve Discurso de Gettysburg afirma que “los americanos tienen la tarea de que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la Tierra”. Es otra versión del excepcionalismo. A Ronald Reagan le gustaba jugar con esas ideas y con la metáfora que sigue: el país es “la luz del mundo, una ciudad asentada sobre un monte que no se puede esconder”. Se lo atribuyen a Jesús en El Sermón de la Montaña.

Nada de eso. Es una nación como todas. Con sus Trump y sus Sanders. Como todas.