Es difícil detener a Donald Trump. Se le ha escapado al pelotón de aspirantes republicanos a la Casa Blanca. La convención final será en julio. Aunque el establishment republicano se oponga con muy buenas razones, Trump llegará a los 1.237 delegados que le exige el reglamento, o con una cifra tan cercana que hace casi imposible sustituirlo por otro candidato sin dividir profundamente al viejo partido cofundado por Abraham Lincoln.
Para entender el fenómeno Trump hay que releer el libro de Samuel P. Huntington, Who are we? The Challenges to America’s National Identity (2004). Algo así como “¿Quiénes somos nosotros? Los retos a la identidad nacional de Estados Unidos”. Huntington (1927-2008) fue un sabio profesor de Harvard y uno de los mejores pensadores norteamericanos de las últimas décadas. Tuve el honor de colaborar con él y Larry Harrison en Culture Matters, uno de sus últimos libros.
La tesis central de Who are we? es que Estados Unidos es una expresión de los protestantes reformistas ingleses que colonizaron al país y le imprimieron su sesgo civilizador. Aquellos fundadores no eran inmigrantes que llegaban a incorporarse a un mundo establecido. Fueron los creadores de una sociedad nueva, parcialmente diferente a la que habían dejado en Europa.
Esa sociedad fue forjada con valores, creencias y costumbres aportadas por los peregrinos: el temor al dios de los cristianos, el autogobierno, la responsabilidad personal, la rectitud de carácter, el individualismo, el aprecio por la propiedad privada y la libre empresa, la democracia representativa, la meritocracia, el trabajo intenso y la sujeción al imperio de unas leyes que teóricamente afectaban a todos los habitantes por igual.
No había entonces —agrego— un elemento que hoy se llama conciencia social (rechazo a la esclavitud, preocupación por los derechos humanos, por el bienestar de los pobres o por el maltrato a las mujeres y a otras minorías). Ese factor no arraigó en la historia hasta el siglo XIX y lo hizo primero en Europa, como consecuencia de la evolución moral de algunos de los elementos constitutivos del mundo occidental, como, por ejemplo, la efectiva prédica de los cuáqueros.
Sobre ese sustrato británico-protestante-reformista se asentaron luego los alemanes, los judíos polacos, los italianos y el resto de los pueblos europeos que inmigraron a Estados Unidos y se mezclaron en este crisol melting pot de razas y etnias decididas a perseguir en lengua inglesa el sueño americano.
Con los años, fue decantándose la aparición de una aristocracia social sin privilegios, pero con muchas relaciones, secreta y parcialmente excluyente y despreciativa, a la que algún sociólogo, de manera muy imprecisa, le llamó los WASP: los white, anglo-saxon, protestants. Constituían, oficiosa y orgullosamente, el patriciado de la nación norteamericana.
De acuerdo con esta lectura de la historia del país, este segmento de la población, proporcionalmente más pequeño con cada ola migratoria que llegaba, era el vivero de los grandes empresarios, académicos, científicos y políticos exitosos, en donde se juntaban no sólo las personas de origen británico, sino, finalmente, los de cualquier país del norte de Europa: holandeses, alemanes y escandinavos. Era una enorme casta, calificada como positiva, que le daba sentido y forma a cierta identidad norteamericana originalmente desovada por los ingleses.
Trump es el último WASP y trata de representar a ese Estados Unidos que ya no existe, como intuía y temía Huntington que sucedería, sabedor de que el signo de cualquier sociedad acaba siendo el de la mayoría de las personas que la componen (lo que explicaba su temor a los hispanos, especialmente a los mexicanos, por su decisivo peso demográfico).
Este enorme país de 322 millones de habitantes, tan diferente al de 1620, cuando arribó el Mayflower, o al de los cuatro millones que existían en 1776, cuando se inició la aventura republicana, dotado de una inmensa variedad humana, hoy se asemeja a un arcoíris en el que conviven blancos, afroamericanos, asiáticos, hispanos, creyentes y no creyentes, en el que se valora mucho más la tolerancia hacia las minorías, sin juzgar sus preferencias sexuales, que los valores y los principios que uniformaban a los peregrinos y constituían un verdadero credo o catecismo del “buen americano”.
Cuando Trump asegura que hará “grande y poderoso nuevamente a Estados Unidos”, pese a que el país es, con mucho, la primera potencia del planeta en casi todos los órdenes, es porque tiene la percepción de un mundo, el suyo, el de los WASP, que se desvanece irremisiblemente y cree que puede rescatarlo y restablecerlo.
La suya es una causa perdida. La respuesta al Who are we? hoy es muy diferente a la de hace pocas décadas. Por eso gobierna Barack Obama, el senador Ted Cruz le pisa los talones y una mujer probablemente se le enfrentará en los comicios. Estados Unidos, sencillamente, es otra cosa. La hegemonía de los WASP forma parte de un pasado irrecuperable.