La sacudida se sintió en ambas orillas del Atlántico. La visita de Albert Rivera a Venezuela ha tenido una notable repercusión en España. El líder español que preside Ciudadanos, un partido liberal con fuerte representación parlamentaria, fue con el objeto de respaldar a los demócratas de la oposición, especialmente a Leopoldo López y a Antonio Ledezma.
Al dirigente comunista de Podemos, Pablo Iglesias, señalado como el hombre del chavismo y de los iraníes en España, vinculación que él niega con más vehemencia que éxito, le preguntaron por el preso político venezolano Leopoldo López y respondió una notable falsedad. Dijo que estaba en contra de que cualquier persona fuera encarcelada por las ideas que sustentaba. Y enseguida agregó que si Leopoldo López estaba en la cárcel por tratar de derrocar al Gobierno —dando por sentado que ese era el caso—, no lo apresaron por sus ideas, sino por sus acciones.
Un buen comunista, como Pablo Iglesias, formado en la ideología marxista-leninista, y creyente en el materialismo histórico, necesariamente suscribe la tesis de que las ideas, como las instituciones, pertenecen a una superestructura que depende de las condiciones económicas de la sociedad y, en primer lugar, de las relaciones de propiedad preexistentes.
Leopoldo López, pues, joven de familia pudiente, descendiente de Simón Bolívar (también un criollo muy rico al que Karl Marx denostó en The New American Encyclopedia, 1858), adscrito por herencia a la odiada oligarquía, formado en las universidades yanquis, inevitablemente sostenía las ideas propias de su clase enemiga.
Era, por lo tanto, legítimo extirparlo de la faz de la Tierra y encarcelarlo, incluso matarlo, como postulaba Lenin y como ordenó llevar a cabo sin ningún tipo de miramientos (Izvestia clamaba en 1918: “Aplastad la hidra de la contrarrevolución con el terror masivo. Cualquiera que se atreva a difundir el rumor más leve contra el régimen soviético será detenido de inmediato y enviado a un campo de concentración”).
Así ha sido siempre. Las matanzas y los gulags de Lenin, Stalin, Pol Pot, Mao, Fidel Castro o de Kim Il-sung y su extraña familia —por sólo citar algunos de esos conspicuos asesinos que dejaron cien millones de muertos a lo largo del siglo XX y muchos más prisioneros políticos— no ocurrieron por obra y gracia de un grupo de psicópatas, sino porque esos “revolucionarios” eran marxistas-leninistas convencidos de la verdad profunda de las teorías del alemán y de su discípulo ruso. Todos ellos se sentían bondadosos agentes de un cambio que algún día le traería la felicidad definitiva a la Humanidad (así, con una mayúscula delirante); y si en el trayecto tenían que matar o encarcelar a una multitud de personas, muchas de ellas inocentes de todo delito, salvo el de pertenecer a la clase culpable, era por el bien de la especie y en procura de un fulgurante y definitivo destino: el paraíso comunista que nos esperaba al final de la historia.
Seamos serios: ni el señor Pablo Iglesias ni su compañero de coalición Alberto Garzón creen en las libertades individuales o en las virtudes de la democracia liberal. Están en el Parlamento porque les está vedado el camino de la revuelta armada.
Si por Iglesias fuera, decapitaría al rey Felipe VI y a la reina Letizia, lo que se deduce de su oda a la guillotina, como puede comprobarse en YouTube. Las elecciones, lo mismo que les sucede a sus hermanos chavistas, son la mayor cantidad de revolución que les permite esta compleja era antiheroica, “perrofláutica” y postsoviética.
Lo triste es que, según las encuestas, unos seis millones de españoles van a votar por la coalición Unidos Podemos, acaso sobrepasarán a los electores del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), y sólo una pequeña fracción es realmente comunista—tal vez el veinte por ciento. El 80% restante son personas inconformes con la falta de oportunidades y con los escándalos de corrupción, que creen que forman parte de una izquierda democrática que desea proteger el Estado de bienestar que, sospechan, está en peligro.
Es lamentable que estos españoles inconscientes, víctimas de una variante del espejismo ideológico, no miren con detenimiento lo que sucedió en la patria, precisamente, de Leopoldo López y de Antonio Ledezma que acaba de recibir a Albert Rivera.
En Venezuela, Hugo Chávez se disfrazó de demócrata, sedujo a los electores y utilizó las urnas para meter de contrabando un régimen procomunista que ha destrozado al país. Lo mismo que se propone hacer Unidos Podemos en España.