Lo que el mundo se juega en las elecciones norteamericanas

Carlos Alberto Montaner

Robert W. Merry, editor en The National Interest y notable escritor de temas históricos, afirma que el enfrentamiento entre Donald Trump y Hillary Clinton es, en realidad, una batalla entre el nacionalismo y el globalismo. Me parece un buen resumen, pero vale la pena ahondar en el tema.

En Estados Unidos siempre han coexistido la tentación de aislarse de los conflictos internacionales, prescrito por el famoso discurso de despedida de George Washington, y la propuesta alterna de Thomas Jefferson de concebir el “Empire of Liberty” como destino natural de un país que debía dedicar sus mejores esfuerzos a la expansión de la democracia y la protección de los desvalidos más allá de sus fronteras.

No debe olvidarse que durante las dos guerras mundiales, de acuerdo con las encuestas de la época, el porcentaje de los norteamericanos decididos a participar en los conflictos era menor que el de los pacifistas, hasta que las acciones bélicas de Alemania, en la Primera, y de Japón, en la Segunda, precipitaron la ruptura de las hostilidades.

Unas veces los republicanos adoptaron la idea del imperialismo benévolo —Abraham Lincoln en el discurso de Gettysburg, Teddy Roosevelt, Ike Eisenhower (con gran prevención), Ronald Reagan (remember Granada), los dos mandatarios Bush—, pero en otras oportunidades fueron los demócratas: Woodrow Wilson, Franklin Delano Roosevelt, Harry S. Truman, John F. Kennedy, Lyndon Johnson e incluso Jimmy Carter, Bill Clinton y Barack Obama.

Obviamente, en esa postura se trenzaban la defensa de los valores y los intereses materiales de Estados Unidos. Carter, pese a su rechazo a la violencia, proclamó, en 1980, la voluntad del país de defender a cualquier costo a las naciones del Golfo Pérsico, entonces amenazadas por Irán, zona en la que, claramente, no había libertades ni democracia.

Clinton, en cambio, proclamó, en 1999, la doctrina que lleva su nombre, en la que fundamenta lo que comenzó a llamarse “la obligación de proteger”, de donde se desprendía el derecho a las intervenciones humanitarias. Incluía, muy especialmente, la oposición al genocidio, aunque tuviera que recurrirse a la fuerza.

Esto explica la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la guerra de Yugoslavia para proteger a los kosovares o a los bosnios. No había intereses económicos en juego. Se intentaba, sencillamente, detener la matanza. De alguna manera, Clinton rectificaba con su política la parálisis de Estados Unidos ante la carnicería de Ruanda de 1994. Dos millones de africanos fueron masacrados en aquel horror ante la indiferencia del mundo desarrollado.

A Obama le tocó decidir la actuación de Washington durante la llamada Primavera Árabe y optó por un “cambio de régimen”. La Fuerza Aérea norteamericana llevó a cabo casi siete mil misiones en Libia hasta destrozar totalmente al ejército de Muamar el Gadafi, con consecuencias, por cierto, perjudiciales para todas las partes implicadas. La primavera se transformó en un largo y sangriento invierno.

El moderno papel de Estados Unidos, en lo que algunos llaman “la pax americana”, comenzó a forjarse en julio de 1944, en Bretton Woods (New Hampshire), cuando F. D. Roosevelt convocó a los representantes de 44 naciones para delinear los fundamentos económicos de la posguerra. Ya era evidente la derrota de los países del Eje. Washington estaba decidido a que la nación asumiera la dirección del mundo libre para evitar que sucediera lo mismo que ocurrió tras el fin de la Primera Guerra Mundial, en 1918, aunque no ignoraba el costo enorme de cargar con ese pesado cetro.

El segundo paso en la misma dirección lo dio Harry Truman, en 1946. En un memorable discurso proclamó su doctrina de contención al espasmo imperial del estalinismo que entonces acosaba a Grecia, Turquía y —Truman creía— a Irán. La doctrina Truman impulsó el Plan Marshall, la creación de la OTAN, la refundación de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la creación de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), entre otras iniciativas todavía vigentes.

Simultáneamente, el Departamento de Estado fue desarrollando medidas diplomáticas basadas en “palos y zanahorias” para propiciar el buen comportamiento democrático, estrategia siempre subordinada a la lucha contra el comunismo. Eran preferibles las democracias, pero las dictaduras anticomunistas se aceptaban como un mal menor.

Una contradicción que, por la otra punta, hoy abraza la izquierda cuando aplaude a Obama por tener buenas relaciones con la dictadura cubana, mientras ayer censuraba a Washington por los vínculos estrechos con Anastasio Somoza y Rafael Trujillo.

Los comunistas de Podemos en España, aunque reclaman la compasión como una de las señas de identidad del progresismo (etiqueta absurda en quienes defienden el comportamiento de las naciones que menos progresan), se niegan a condenar las violaciones de los derechos humanos en Venezuela y en el perímetro del llamado “socialismo del siglo XXI”.

En todo caso, Trump, más allá de sus bravuconadas xenófobas, de su narcisismo, de su misoginia y de sus burlas a los discapacitados, de alguna manera representa la posición de los norteamericanos realistas, que creen que Estados Unidos es una nación como cualquiera otra, cuyo gobierno debe consagrarse enteramente a defender los intereses de sus ciudadanos, posición que lo convierte en el candidato preferido de Vladimir Putin.

Hillary, más allá de sus mentiras e inexactitudes, del carácter despótico que le atribuyen sus adversarios, y prescindiendo del rechazo que provoca en una buena parte de la sociedad norteamericana, presumiblemente continuará la política de Roosevelt-Truman y de su propio esposo, de desempeñar el papel de halcón-liberal, en el sentido que les dan a estas palabras en Estados Unidos.

Francamente, pese a los muchos problemas y contradicciones, el mundo ha sido un lugar notablemente más seguro y habitable protegido por Estados Unidos de lo que hubiera sido sin Bretton Woods, sin la doctrina Truman y todo lo que vino después.

Como provengo de una nación comunista, sé perfectamente lo que hubiera sido un planeta gobernado u orientado por Moscú y organizado en torno al disparate marxista-leninista. Una terrible pesadilla.