Aplastad la hidra de la contrarrevolución con el terror masivo

La sacudida se sintió en ambas orillas del Atlántico. La visita de Albert Rivera a Venezuela ha tenido una notable repercusión en España. El líder español que preside Ciudadanos, un partido liberal con fuerte representación parlamentaria, fue con el objeto de respaldar a los demócratas de la oposición, especialmente a Leopoldo López y a Antonio Ledezma.

Al dirigente comunista de Podemos, Pablo Iglesias, señalado como el hombre del chavismo y de los iraníes en España, vinculación que él niega con más vehemencia que éxito, le preguntaron por el preso político venezolano Leopoldo López y respondió una notable falsedad. Dijo que estaba en contra de que cualquier persona fuera encarcelada por las ideas que sustentaba. Y enseguida agregó que si Leopoldo López estaba en la cárcel por tratar de derrocar al Gobierno —dando por sentado que ese era el caso—, no lo apresaron por sus ideas, sino por sus acciones.

Un buen comunista, como Pablo Iglesias, formado en la ideología marxista-leninista, y creyente en el materialismo histórico, necesariamente suscribe la tesis de que las ideas, como las instituciones, pertenecen a una superestructura que depende de las condiciones económicas de la sociedad y, en primer lugar, de las relaciones de propiedad preexistentes. Continuar leyendo

Lo que el mundo se juega en las elecciones norteamericanas

Robert W. Merry, editor en The National Interest y notable escritor de temas históricos, afirma que el enfrentamiento entre Donald Trump y Hillary Clinton es, en realidad, una batalla entre el nacionalismo y el globalismo. Me parece un buen resumen, pero vale la pena ahondar en el tema.

En Estados Unidos siempre han coexistido la tentación de aislarse de los conflictos internacionales, prescrito por el famoso discurso de despedida de George Washington, y la propuesta alterna de Thomas Jefferson de concebir el “Empire of Liberty” como destino natural de un país que debía dedicar sus mejores esfuerzos a la expansión de la democracia y la protección de los desvalidos más allá de sus fronteras.

No debe olvidarse que durante las dos guerras mundiales, de acuerdo con las encuestas de la época, el porcentaje de los norteamericanos decididos a participar en los conflictos era menor que el de los pacifistas, hasta que las acciones bélicas de Alemania, en la Primera, y de Japón, en la Segunda, precipitaron la ruptura de las hostilidades. Continuar leyendo

Cuba, Obama y la ley de las consecuencias imprevistas

No hay excepciones. El presidente de los Estados Unidos también está sujeto a la ley de las consecuencias imprevistas. Esto se hizo patente, por ejemplo, en Libia. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) realizó siete mil bombardeos y provocó la destrucción del ejército de Muammar Gadafi, quien resultó ejecutado por sus enemigos. El país, totalmente caotizado, quedó, finalmente, en poder de unas bandas fanáticas que asesinaron al embajador norteamericano.

El loco criminoso de Gadafi, objetivamente, era menos malo que lo que vino después. Algo parecido sucedió con Sadam Hussein en Irak, con Hosni Mubarak en Egipto, con el Sha de Persia, con Fulgencio Batista en Cuba, episodios en los que, directa o indirectamente, Estados Unidos tiene una gran responsabilidad por su actuación, por abstenerse de actuar o por hacerlo tardíamente.

Le acaba de suceder a Barack Obama en Cuba. El Presidente llegó risueño a La Habana, precedido por la expresión adolescente “¿qué volá?”, algo así como “¿qué tal están?”. Pisó la isla ilusionado y cargado de buenas intenciones, acompañado de exitosos (ex) desterrados cubanos, también deseosos de ayudar a la patria de donde proceden, convencidos todos de la teoría simplista del bombardeo de jamones. Continuar leyendo

Pablo Iglesias y el momento de tirar las piedras

Afirma el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de Madrid que el Partido Popular y el PSOE pierden un porcentaje grande de sus electores. Era predecible tras los escándalos de corrupción.  Pero, afortunadamente, parece que los neocomunistas de Podemos sólo alcanzarán en torno a un 15% de los votos en las elecciones del 24 de mayo próximo.

Pablo Iglesias, el líder de Podemos, lo barruntaba. Por eso, presuntamente, se sintió feliz cuando el ideólogo Juan Carlos Monedero, un chavista incorregible, se separó de la dirección del grupo. Era demasiado franco. Se le veía excesivamente la boina guevarista. Esos rasgos es mejor ocultarlos.

Podemos, en consecuencia, ha presentado un programa de gobierno mucho más moderado de lo que se anticipaba. El cambio de actitud no es porque Pablo Iglesias y sus compañeros han admitido que sus propuestas económicas eran una ruinosa imbecilidad que precipitaría a España en la catástrofe, algo que les trae sin cuidado, sino porque se acercan las elecciones y la franca mayoría de los españoles no respalda posiciones radicales antisistema.

Cuando se les pregunta a los electores en qué punto se sitúan en una escala de 0 a 10, donde 0 es la extrema izquierda y 10 la extrema derecha, el 75% se coloca en el centro, entre 4 y 7. Es decir, en un abanico que va desde las posiciones tradicionales del centro izquierda a las de centro derecha, hasta ahora ocupado por el PSOE y el Partido Popular.

Eso significa que los votos están en esa zona del electorado, y Pablo Iglesias y Podemos van en busca de ellos disfrazándose de moderados. Naturalmente, creerlos sería un acto demencial. El verdadero Pablo Iglesias no es el que ahora se viste de otra cosa, sino el que envidia el manicomio venezolano y sugiere, a media lengua, como hizo en la televisión oficial caraqueña, que quisiera para España algo similar a lo que él y sus asociados contribuyeron a crear en ese desdichado país.

En América suelen decir que, “quien se quema con leche, llora cuando ve a la vaca”. Esa leche nos ha quemado antes. Fidel Castro aseguró que repudiaba el comunismo y que celebraría elecciones pluripartidista en 18 meses. De esto hace la friolera de 56 años. Más adelante aclaró la contradicción: aseguró que era marxista-leninista desde su juventud y que se moriría siéndolo. Lo escondió para poder hacerse con el gobierno.

Los comunistas admiten las elecciones libres, esa ordinariez liberal, cuando no les queda más remedio, pero tan pronto pueden las cancelan y se acogen al modelo de partido único y ausencia total de libertades. Ese sistema de palo, calabozo y paredón es el que prefieren. Así ha sido a lo largo de la historia.

Antes de las primeras elecciones, en 1988, un Chávez conmovedoramente humilde le dijo al periodista Jorge Ramos de Univisión que él era un demócrata a carta cabal y sólo estaría en el poder durante un periodo presidencial. Incluso, calificó al gobierno de los Castro como una dictadura.

Todo era una cortina de humo. Desde que llegó a la presidencia se dedicó febrilmente a crear una tiranía colectivista, utilizando para ello los recursos populistas del clientelismo sufragados por un río de petrodólares.

Como podía preverse, con esa política Chávez demolió cruelmente al país durante 15 años y, si no sigue en Miraflores, es porque se le ocurrió la estupidez de tratar de curarse un cáncer en Cuba, en lugar de ir a Estados Unidos, a Brasil o a la propia España.

Sin embargo, cuando llegó a la presidencia, una de las primeras barbaridades que hizo aquel falso demócrata preelectoral, fue escribirle una reveladora carta al asesino Iván Ilich Ramírez, el Chacal, terrorista venezolano adiestrado en Cuba, preso en Francia por sus múltiples crímenes. La carta muestra el oportunismo de los chavistas desde el primer párrafo, bastante ridículo, por cierto. Dice textualmente:

“Nadando en las profundidades de su carta solidaria pude auscultar un poco los pensamientos y los sentimiento, es que todo tiene su tiempo: de amontonar las piedras, o de lanzarlas… de dar calor a la revolución o de ignorarla; de avanzar dialécticamente uniendo lo que deba unirse entre las clases en pugna o propiciando el enfrentamiento entre las mismas, según la tesis de Iván Ilich Ulianov. Tiempo de poder luchar por ideales y tiempo de no poder sino valorar la propia lucha… Tiempo de oportunidad, del fino olfato y del instinto al acecho para alcanzar el momento psicológico propicio en que Ariadna, investida de leyes, teja el hilo que permita salir del laberinto…”.

El señor Pablo Iglesias, un chavista confeso, está en la etapa de almacenar las piedras. Más adelante, si engañara a los españoles y ganara las elecciones, encontrará el momento de lanzarlas.

Esperemos que eso no suceda nunca.

Cuba y Estados Unidos: la lucha sigue

La tercera ronda de negociaciones entre Estados Unidos y Cuba no ha ido bien. No me extraña. Por las mismas fechas el canciller norcoreano advertía, regocijado, que Cuba y su país estaban en la misma trinchera antinorteamericana. Asimismo, Vladimir Putin daba vueltas por el vecindario con sus barquitos de guerra y le hacía carantoñas a Nicolás Maduro, ese virrey nombrado en Venezuela por Raúl Castro.

Barack Obama quería ponerle fin a 56 años de hostilidad entre su nación y la Isla como parte de su “legado”, pero está descubriendo que no es fácil. ¿Por qué? Los dos países marchan en direcciones opuestas, cada uno movido por sus percepciones y por su particular sentido de la propia misión en la historia.

La política exterior de Estados Unidos fue diseñada para proyectar y defender los valores y el modus operandi del país. La de Cuba exactamente igual, pero en sentido opuesto. Están condenados a chocar.

La inercia política y diplomática de Estados Unidos lleva a Washington a tratar de cambiar los regímenes adversarios manifiestamente hostiles. De ahí surgen las listas de naciones terroristas, las denuncias de violaciones de los derechos humanos, el respaldo a los disidentes y las transmisiones por onda corta de informaciones escamoteadas por las dictaduras enemigas.

La perspectiva cubana

Por la otra punta, las creencias y convicciones de Cuba, aunadas a las urgencias imperiales de Fidel, precipitan a sus gobernantes a tratar de destruir al adversario. Esa es la visión del Foro de Sao Paulo. A eso se dedica el circuito de los cinco países del Socialismo del Siglo XXI, la constitución de ALBA, el abrazo al Irán que apadrina Hezbolá y fabrica clandestinamente armas nucleares, y el apoyo a todos los sectores antioccidentales, incluidas las narcoguerrillas.

Fidel, que padece de ideas fijas, se lo expresó con toda claridad a su confidente y amante Celia Sánchez en una carta fechada en la Sierra Maestra en junio de 1958, mientras luchaba contra Batista: “Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ése va a ser mi destino verdadero”.

Cuba percibe al gobierno de Estados Unidos como el administrador de un sistema genocida que se alimenta del trabajo del Tercer Mundo, y que no vacila en matar a poblaciones enteras en su propio beneficio. Por eso propone que hay que exterminarlo a cualquier costo.

Sus dirigentes continúan creyendo en la desacreditada “Teoría de la Dependencia” e insisten en suscribir los errores conceptuales de Las venas abiertas de América Latina, pese a que el autor del libro se ha distanciado de sus propias hipótesis, como mucho antes ya lo había hecho el propio Fernando Henrique Cardoso, padre de la criatura, junto al chileno Enzo Faletto.   

En consecuencia, los Castro se ven a sí mismos como los heroicos cruzados de la lucha a muerte contra ese imperio asesino, y en el ardor de la batalla se abrazan con Mugabe, con Gadafi, con la siniestra familia desovada por Kim Il-Sung, con cualquiera que odie a los gringos, aunque sea un monstruo, porque a ellos mismos no les importa, a veces, ser monstruosos, como cuando fusilan a sus propios generales o matan inocentes a sabiendas. Son gajes de la guerra por la justicia universal, como diría Lenin.

Ése es el único requisito: ser antiyanquis. Los Castro no son unos teóricos pasivos dedicados a juzgar las iniquidades de Estados Unidos en las aulas universitarias. Son enemigos activos y militantes que se juegan la vida en cualquier trinchera.

Todo lo que se haga en contra de USA es legítimo. Les encanta la metáfora de David contra Goliat, mientras sostienen que su dictadura militar “es el sistema más democrático y justo del mundo”. Para evitar dolorosas disonancias, me temo que han acabado por creérselo.

La perspectiva americana

La clase dirigente norteamericana, en cambio, ve a Estados Unidos como la primera potencia del planeta, escogida por el Creador para ejercer una benéfica influencia entre todos los hombres esparciendo sus virtudes ciudadanas, dotada de un sistema económico exitoso que ha creado enormes clases medias y el mayor desarrollo tecnológico y científico de la historia, para gloria y ventaja de toda la especie.

Una nación que, por su peso y sentido de la responsabilidad, debe darles sostén a las libertades mediante su enorme y eficiente aparato militar. Maquinaria y principios –sostienen—que en el pasado les ha permitido salvar al mundo de los nazis y fascistas, y luego derrotar a los comunistas en la batalla larga y persistente de la Guerra Fría.

Dentro de ese esquema narrativo, el gobierno estadounidense, además, como “cabeza del mundo libre”, desde hace muchas décadas se ha impuesto la obligación de propagar y defender internacionalmente la democracia, la economía de mercado y la propiedad.

¿Por qué lo hace? Supone que de ello depende el mejor futuro de la humanidad, incluida la propia supervivencia del país, incapaz de prevalecer en un planeta dominado por un sistema diferente y hostil al creado por los Padres Fundadores de la patria en 1776. Y lo cierto es que, hasta ahora, le ha ido muy bien, no sólo a Estados Unidos, sino a las veinte naciones que han seguido de cerca ese modelo de gobierno.

A fin de cuentas, el siglo XX fue el de Washington y, para que siga siendo la nación hegemónica, cuenta, además de con el casi absoluto liderazgo tecnológico, con el Pentágono, la CIA, la DEA, la VOA, la NED, la AID, la OTAN, el estrecho vínculo con la Unión Europea, los recursos económicos que proporciona una sociedad inmensamente productiva, el Departamento de Estado, las 100 mejores universidades del planeta, y toda una estrategia legal, militar y propagandística que refleja esa vocación de primera potencia planetaria.

Cuba y Estados Unidos

¿Y Cuba? Obama la ve –y se equivoca parcialmente– como una pequeña, pobre e improductiva isla caribeña, gobernada por unos ancianos pintorescos, tozudos sobrevivientes del hundimiento del comunismo, arrastrados a un enfrentamiento con Washington como resultado de la Guerra Fría, que muy poco daño puede hacerle a Estados Unidos porque se trata, fatalmente, de una entidad necesariamente inofensiva.

Por eso Obama –a contrapelo de los 10 presidentes anteriores–, que no entiende a los Castro, y que ignora que entre los poderes de la Casa Blanca no está el de elegir a sus enemigos, porque el odio no lo controla el odiado sino el odiador, decretó unilateralmente el fin de las hostilidades y comenzó –creía—un proceso de reconciliación. No advirtió que el choque entre los dos países no es el producto de una comedia de errores históricos, sino el encontronazo inevitable entre dos visiones y misiones adversarias.

Para reconciliarse realmente, uno de los dos debe salir de la cancha y renunciar a la batalla por imponer su modelo político. Ninguno está dispuesto a hacerlo. La lucha, por lo tanto, sigue.

El día de la ira y la ilusión

Hace 25 años ocurrió el entierro simbólico del comunismo. Una esperanzada muchedumbre de alemanes corrió hacia el Muro de Berlín y lo demolió a martillazos. Era como si golpearan las cabezas de Marx, Lenin, Stalin, Honecker, Ceaucescu y el resto de los teóricos y tiranos responsables de la peor y más larga dictadura de cuantas ha padecido el género humano. Por aquellos años una obra rigurosa pasó balance del experimento. Se tituló El libro negro del comunismo. Nuestra especie abonó los paraísos del proletariado con unos cien millones de cadáveres.

Era predecible. En la URSS, en 1989, fracasaban todos los esfuerzos de Gorbachov por rescatar el modelo marxista-leninista. En Hungría, un partido comunista, dirigido por Imre Pozsgay, un reformista  decidido a liquidar el sistema, abría sus fronteras para que los alemanes de la RDA pasaran a Austria y de ahí a la fulgurante Alemania Federal, la libre. En Checoslovaquia, Vaclav Havel y un puñado de intelectuales  valientes animaban el Foro Cívico como respuesta a la barbarie monocorde de Gustáv Husák.  En junio, cinco meses antes del derribo del Muro, los polacos habían participado en unas elecciones maquiavélicamente concebidas para arrinconar a Solidaridad, pero, liderados por Lech Walesa, la oposición democrática ganó 99 de los 100 escaños del senado. El dictador Jaruzelski les tendió una trampa y acabó cayendo en ella.

¿Qué había pasado? El sistema comunista, finalmente, había sido derrotado. Los países que primero lo implementaron, y que primero lo cancelaron, eran empobrecidas dictaduras, crueles e ineficaces, que se retrasaban ostensiblemente con relación a Occidente en todos los órdenes de la convivencia. Ese dato era inocultable. Bastaba comparar las dos Alemania, o a Austria con Hungría y Checoslovaquia, los restantes segmentos del Imperio austrohúngaro, para confirmar la inmensa superioridad del modelo occidental basado en la libertad, el mercado, la existencia de propiedad privada y el respeto por los Derechos Humanos. El día y la noche.

El comunismo era un horror del que escapaba todo el que podía, mientras los que se quedaban ya no creían en la teoría marxista-leninista, aunque aplaudieran automáticamente las consignas impuestas por la jefatura. Por eso Boris Yeltsin pudo disolver el Partido Comunista de la Unión Soviética en 1991, con sus veinte millones de miembros, sin que se registrara una simple protesta. La realidad, no la CIA ni la OTAN, había derrotado esa bárbara y contraproducente manera de organizar la sociedad. Me lo dijo con cierta melancolía Alexander Yakovlev, el teórico de la Perestroika, en su enorme despacho de Moscú, cuando le pregunté por qué se había hundido el comunismo: “Porque no se adaptaba a la naturaleza humana”. Exacto.

¿Y los chinos? Los chinos, más pragmáticos, se habían dado cuenta antes. Les bastó observar el ejemplo impetuoso y triunfador de Taiwán, Hong Kong y Singapur. Eran los mismos chinos con diferente collar. Mao había muerto en 1976 y la estructura de poder inmediatamente rehabilitó a Deng Xiaoping para que comenzara la evasión general del manicomio colectivista instaurado por el Gran Timonel, un psicópata cruel dispuesto a sacrificar millones de compatriotas para poner en práctica sus más delirantes caprichos. Cuando el muro berlinés fue derribado, los chinos llevaban una década cavando silenciosamente en busca de la puerta de escape hacia una incompleta prosperidad sin libertades.

¿Por qué no cayeron o se transformaron las dictaduras comunistas de Cuba y Corea del Norte?  Porque estaban basadas en dinastías militares centralizadas que no permitían la menor desviación de la voz y la voluntad del caudillo. El Jefe controlaba totalmente el Partido, el parlamento, los jueces, militares y policías, más el 95% del miserable tejido económico, mientras mantenía firmemente las riendas de los medios de comunicación. El que se movía no salía en la foto. O salía preso, muerto o condenado al silencio. El aparato de poder era sólo la correa de transmisión de los deseos del amado líder. No cabían las discrepancias y mucho menos las disidencias. Eran coros afinados dedicados a ahogar los gritos de la población.

Esta terquead antihistórica ha tenido un altísimo costo. Cubanos y norcoreanos han perdido inútilmente un cuarto de siglo. Si las dos últimas tiranías comunistas hubieran iniciado a tiempo sus transiciones hacia la democracia, ya Cuba estaría en el pelotón de avanzada de América Latina, sin balseros, “damas de blanco” o presos políticos, y Corea del Norte sería otro de los tigres asiáticos. Lamentablemente, la familia de los Castro y la de los Kim optaron por mantenerse en el poder a cualquier costo. Los muros continuaban impasibles desafiando la razón y el signo de los tiempos.