Para Beatrice Rangel, que me puso sobre la pista
Tal vez fue una casualidad, pero coincidieron en el tiempo. En abril de 1990, durante el Gobierno de George Bush (padre), pocos meses después del derribo del Muro de Berlín, cuando era evidente que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el comunismo se hundían, Washington comenzó a planear su próxima batalla en nombre de la seguridad nacional.
Fue entonces cuando se creó el Financial Crimes Enforcement Network (FinCen), una dependencia del Departamento del Tesoro que habitualmente contrasta y complementa sus informaciones y sus actividades con el FBI, la DEA, la CIA, la NSA y otras agencias de inteligencia.
Originalmente, el nuevo enemigo era mucho más difuso, extendido y, al mismo tiempo, limitado: los traficantes de drogas. La estrategia era seguirle la pista al dinero por los vericuetos financieros hasta descubrir y asfixiar a los grandes capos. Al fin y al cabo, una masa de plata de ese volumen no se podía esconder en el colchón. Había que invertirla.
La vieja y sabia expresión de los investigadores anglonorteamericanos se convertía en el plan de batalla: follow the money. Mientras los franceses aseguraban que, tras el delito, siempre había una mujer (cherchez la femme), para los estadounidenses la clave estaba en la plata. Acertaban.
Inmediatamente comparecieron en el radar los lavadores o los blanqueadores que esta actividad generaba. Sólo que nada de esto podía ser posible sin cierta complicidad pasiva de los bancos, así que se dictaron medidas para obligar a las instituciones financieras a conocer a sus clientes, a rechazarlos y a comunicar cualquier depósito sospechoso.
El secreto bancario, en consecuencia, dejó de ser efectivo y la lupa policiaca norteamericana se colocó sobre los trusts suizos, las cuentas de Andorra o las compañías de Uruguay, en donde los argentinos protegían sus ahorros en dólares, razonablemente aterrorizados por los corralitos con los que el Estado les robaba impunemente su patrimonio.
Como los criminales no solían actuar con sus nombres, sino escudados en empresas deliberadamente confusas, legalmente constituidas por bufetes de abogados fuera de las fronteras norteamericanas o, incluso, en los espacios opacos de Estados Unidos (Delaware, Nevada, Wyoming, South Dakota), era importante revelar los nombres de las compañías non sanctas y prohibirles hacer negocios en Estados Unidos. Así surgieron, primero, la Lista Clinton en 1995 y ahora, presumiblemente, los misteriosos Papeles de Panamá, en los que se mezclan indistintamente justos y pecadores.
Como suele ocurrir con los organismos burocráticos, las responsabilidades, el alcance, los presupuestos y el tamaño de FinCen fue extendiéndose inevitablemente. En el 2001 se produjo el ataque islamista a las Torres Gemelas y al año siguiente fue aprobada la llamada Ley Patriota, que puso fin a numerosos mecanismos de protección de los derechos individuales.
El terrorismo pasó a ocupar la preocupación central de las autoridades norteamericanas, desplazó al narcotráfico y se autorizó la investigación casi ilimitada en busca de enemigos encubiertos, lo que explica, aunque no justifica, el espionaje de la National Security Agency (NSA) a personas como la alemana Ángela Merkel o al francés François Hollande.
Pero en las redes tendidas para capturar terroristas y narcotraficantes caían, además, los violadores del fisco, los funcionarios y los políticos corruptos que vendían favores y cobraban coimas, las personas que escondían su patrimonio en medio de pleitos familiares y un sinfín de individuos o entidades que trataban de proteger sus propiedades o su dinero (fueran estos bien o mal ganados) de Estados voraces, de socios implacables o de familiares codiciosos.
Este volumen de información le abrió el apetito a Washington y dio inicio a una cruzada internacional en defensa de la moralidad pública que ha tenido su expresión más vistosa en la persecución de los directivos de la FIFA; coadyuvó la previa labor de otras manifestaciones similares, como la del fiscal Antonio di Pietro en Italia (Operación Manos Limpias), que liquidó por corruptas a casi todas las estructuras políticas del país.
Esta nueva Guerra Fría es más difícil que la que Estados Unidos libró y ganó contra la URSS. Al fin y al cabo, los comunistas pertenecían a una pintoresca secta surgida en el siglo XIX que sostenía ciertas supersticiones que llevaron a la ruina a las sociedades que las sufrieron, previa la cruel eliminación de decenas de millones de personas.
Para oponerse a Moscú, Washington podía reclutar a medio planeta tras la consigna de defender la libertad amenazada, pero ahora sus gobernantes están empeñados en imponer en el mundo the rule of law, algo realmente admirable, pero que contradice una antiquísima y muy extendida tradición planetaria que acompaña a la civilización desde sus inicios. Ojalá tengan éxito, pero será una batalla tremenda de muy difícil pronóstico.