Otra vez miles de cubanos se aprestan a entrar en Estados Unidos. Ya llegaron los primeros. Es una vieja y cansada historia. Lo vienen haciendo masivamente desde 1959, cuando comenzó la dictadura comunista de los hermanos Castro. En esta oportunidad proceden de Costa Rica.
Desde 1966 los cubanos reciben un trato preferencial por parte de las autoridades migratorias norteamericanas. Le llaman la ley de ajuste. Es una de las múltiples excepciones que tiene la compleja legislación norteamericana en materia migratoria. Hay otras. Por ejemplo, otorgarles estatus de protección temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a millares de indocumentados radicados en Estados Unidos. Una docena de nacionalidades se benefician de esta medida, concebida para proteger a ciertas personas de los horrores de la violencia o de los desastres naturales que padecen en sus países de origen.
Pero existen diferencias esenciales entre los TPS y la ley de ajuste. La protección temporal debe ser renovada periódicamente y depende de la voluntad de un Congreso voluble. La regla que afecta a los cubanos, en cambio, conduce a la obtención de la residencia oficial transcurrido el año, y a la ciudadanía pasados los cinco.
En realidad, es una doble estupidez que los TPS no desemboquen en la residencia y la eventual ciudadanía. La provisionalidad y la falta de integración progresiva en la sociedad norteamericana perjudican cruelmente a los inmigrantes y convierten el sueño americano en una innecesaria pesadilla teñida por la ominosa persecución potencial de la “Migra”.
La otra punta del disparate es el daño que se autoinflige Estados Unidos. Lo que le conviene a este país, y a todos, es disponer de ciudadanos trabajadores que cumplan con las leyes, creen riqueza, paguen impuestos y se mezclen en el legendario melting pot norteamericano, como sucede con la inmensa mayoría de los cubanos.
La excepcionalidad cubana comenzó dentro de las reglas de la Guerra Fría. Fue la predecible respuesta norteamericana cuando los Castro y un pequeño grupo de comunistas, convencidos de la superioridad de las ideas marxista-leninistas, de las bondades de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), de la perfidia de Estados Unidos y de la economía de mercado, decidieron crear en la isla una dictadura comunista.
Moscú, que sabía organizar satélites, porque lo había hecho cruel y eficientemente en Europa del Este tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, prestó su apoyo incondicional de inmediato. No tardaron en llegar discretamente a la isla los asesores soviéticos con el primer objetivo de aplastar a la oposición democrática cubana y crear las redes de la contrainteligencia. El segundo paso sería llenarla de misiles nucleares.
Lo decía Nikita Khrushchev: ahora Estados Unidos sabría lo que era vivir con una daga apuntando a su cuello a pocos kilómetros de su costa. Era su represalia por el acoso de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Estados Unidos reaccionó. A mediados de marzo de 1960 el presidente Ike Eisenhower firmó una orden secreta que autorizaba las operaciones encubiertas para tratar de liquidar al satélite ruso instalado en Cuba. Ya era muy tarde. Una semana antes había llegado a la isla el general hispano-ruso Francisco Ciutat. Fidel lo recibió y lo llamó Ángelito. Pronto serían cuarenta mil militares y asesores soviéticos. La Guerra Fría estaba en su apogeo en el Caribe.
Treinta años más tarde los satélites europeos rompieron con la URSS y desapareció el bloque del este, incluida la propia Unión Soviética. La estrategia norteamericana de la contención había dado resultado. Estados Unidos había ganado la Guerra Fría.
Pero no toda. En Cuba y en Corea del Norte cavaron trincheras. Fidel Castro, enormemente enfadado con el “traidor” Mikhail Gorbachev, proclamó, y su hermano Raúl aplaudió: “Primero se hundiría la isla antes que abandonar el marxismo-leninismo”. Aseguraron que Cuba se conservaría como un baluarte comunista para alumbrar el día en que el planeta recobrara la lucidez revolucionaria.
Fidel, estalinista terco como una mula, con el respaldo de Lula da Silva, se dio a la tarea de recoger los escombros del comunismo para erigir con ellos el Foro de San Pablo, una especie de Tercera Internacional en la que cabían todos los luchadores antiimperialistas, de las narcoguerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) a los terroristas islámicos.
Hasta que apareció Hugo Chávez en el horizonte, nimbado por la ignorancia y la irresponsabilidad, y cargado de petrodólares. Inmediatamente, Fidel lo sedujo y lo reclutó, primero para esquilmarlo y luego para luchar contra la libertad económica y contra Washington, para gloria de los pobres del mundo.
Juntos, de pipí cogido, como dicen graciosamente los colombianos, en un indomable eje La Habana-Caracas, triunfarían donde la URSS se había doblegado, objetivo y estrategia que nunca nadie ha desmentido o desechado. Lo anunció Felipe Pérez Roque en Caracas a fines del 2005, entonces ministro de Relaciones Exteriores de Cuba. Hasta la victoria siempre, comandantes.
De este espíritu de Guerra Fría —toda la que podían librar unos países atrasados— surgió la tétrica fantasía del socialismo del siglo XXI y el circuito antinorteamericano de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), contrapuesto al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) impulsado por Estados Unidos.
No es verdad, pues, como supone Barack Obama, que la Guerra Fría ha terminado. Al menos en América Latina la mantienen viva los Castro, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Evo Morales y, en menor medida, Rafael Correa, con el apoyo lateral de Dilma Rousseff y el kirchnerismo; este último felizmente desplazado del poder por Mauricio Macri.
Es inconcebible que en Washington ignoren esa lamentable realidad o que continúen pensando que se trata de una molestia y no de un peligro. Enterrar la cabeza en la arena nunca ha sido una manera inteligente de enfrentarse a los problemas.