Evo Morales ya cumplió 10 años como presidente de Bolivia. Es la persona que más tiempo ha ocupado el cargo consecutivamente en la historia de ese país desde que Simón Bolívar lo inauguró en 1825. Este es su tercer mandato. Terminará en el 2019.
Le parece poco. No está conforme. Quiere reelegirse cuando llegue esa fecha. El relevo generacional y la circulación de las élites le dan una risita nerviosa. Ha convocado a referéndum para poder aspirar una cuarta vez, llegar al 2025 en la poltrona presidencial y celebrar los dos siglos de la inauguración de la República.
Luego querrá seguir y seguir, y seguir. Le resulta muy divertido ser presidente. Le gusta vivir en el Palacio Quemado. No sabe de leyes, de economía, de historia. No sabe nada de nada, salvo de las bondades infinitas de la coca, una planta cuyo cultivo es cada vez más extendido para tristeza de la DEA.
No importa. A fin de cuentas, el que gobierna es su vicepresidente, Álvaro García Linera, un profesor marxista, matemático y sociólogo, con un tremebundo pasado revolucionario, que se ocupa de la carpintería oficial. Evo, mientras tanto, se exhibe, juega al fútbol, dice evadas y se entretiene mucho.
Hay algo enfermizo en la necesidad de mandar que Evo exhibe. Es la representación viviente de la idea platónica del narcisismo. Ha enmendado dos veces la Constitución. Si gana el referéndum no tendrá que retocar el texto una vez más. Ya podrá reelegirse indefinidamente y morirá en la cama regia, como los monarcas antiguos.
¿Lo logrará? Debería perderlo, aunque no se sabe. Ha aumentado el gasto público salvajemente. Cuando llegó al poder, el Gobierno consumía el 21,05% del PIB. Ya va por el 43,26. Es el segundo país con mayor gasto público per cápita de América Latina. El primero es Ecuador (44,17%). Chile, que es la nación mejor gobernada de América Latina, le dedica a este rubro el 24,88.
Ese enorme gasto público no sería tan grave si el dinero de todos se manejara honradamente, pero no es así. Según el Índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional Bolivia es una pocilga: obtiene 3,5 de coeficiente. En esa catalogación, con menos de 5 el país desaprueba. Ocupa el lugar 103 de entre 175 escrutados. Es uno de los peores de América Latina.
Bolivia va de cabeza hacia una crisis. Probablemente devalúen después del referéndum. Como buen populista, ni Evo Morales ni su vice creen en la libertad económica ni en las virtudes del mercado. Son estatistas-clientelistas, han confiscado varias empresas clave, han suscrito la fatídica receta del socialismo del siglo XXI, y, con la colaboración de los servicios cubanos, no han dejado de encarcelar adversarios, exiliarlos, y, una que otra vez, los han asesinado.
Cuando llegaron al poder, Bolivia comparecía en un lugar razonable del Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation. Se clasificaba como “moderadamente libre”. Hoy está a la cola, y su economía es calificada de “reprimida”. Esa es la receta infalible para el desastre. Basta revisar la lista para confirmar que a mayor libertad y apertura se corresponde un mejor nivel de desarrollo.
Pero, a mi juicio, el mayor daño ha sido hecho en el terreno institucional y en el tejido íntimo de la nación boliviana. El Estado plurinacional es una puñalada a la idea de una república de ciudadanos iguales ante la ley, unidos por el patriotismo constitucional, como pretendió Bolívar y como trató de llevar adelante Víctor Paz Estenssoro con la revolución unificadora de 1952.
Evo Morales retrotrajo a Bolivia a la etapa precolombina, como si aquel mundillo hostil y feroz de retazos étnicos que se hacían la guerra frecuentemente hubiera sido una especie de confederación pacífica de gente beatífica.
No entendió que la propia idea de la República de Bolivia era el producto de la modernidad encarnada en los sueños de Bolívar y Sucre, y no en las fantasías de Túpac Katari, inevitablemente borradas de la historia por la insensible aplanadora europea, como sucedió en todo el Nuevo Mundo con las culturas indígenas.
El 21 de febrero sabremos si esa calamidad llamada Evo Morales tiene fecha de caducidad o si llegó al poder para eternizarse. Falta poco.