La crisis griega es la expresión de un gravísimo problema planetario. Es verdad que la desataron los socialdemócratas y conservadores con su gasto público desbocado y su corrupción rampante, pero la han agravado los neocomunistas y sus primos neopopulistas, en el poder desde hace pocos meses.
¿Por qué es un asunto que concierne al planeta? Tres ejemplos. Syriza en Grecia, Podemos en España y el chavismo en Venezuela comparten varios elementos que los hermanan: son enemigos de la democracia liberal, partidarios irrestrictos del populismo, y sostienen unas proclamadas simpatías por el comunismo.
Sus dirigentes odian el mercado, la propiedad privada, el comercio internacional sin ataduras y los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo. Todas estas instituciones, con sus errores y sus aciertos, constituyen la savia de la economía en las naciones más desarrolladas de la Tierra.
No es una casualidad que de los primeros y más enérgicos apoyos públicos al gobierno de Alexis Tsipras hayan sido de Fidel y Raúl Castro, Evo Morales, Rafael Correa, Nicolás Maduro, Daniel Ortega y, sobre todo, de Pablo Iglesias, el español líder de Podemos que se ha tomado este incidente como lo que es: un asunto absolutamente suyo.
Como es notorio, en 1992 Francis Fukuyama publicó su muy citado ensayo El fin de la historia y el último hombre. Había colapsado el comunismo (salvo en algunos tercos enclaves estalinistas, como Corea del Norte y Cuba), mientras otros países, como China y Vietnam, habían abandonado el colectivismo, desovando un modelo híbrido de dictaduras capitalistas de partido único.
En ese contexto, Fukuyama concluyó, razonablemente, que la especie humana se movía en la dirección de la democracia liberal como única opción probada y predecible, dado que los 25 países más exitosos del planeta convivían dentro de este modelo estable y enriquecedor. Era ese espléndido mundillo el que había ganado la Guerra Fría.
¿En qué consistía la democracia liberal? Eran sociedades en las que se respetaban los derechos humanos, incluidos los de propiedad privada, regidas por el mercado, defensoras del libre comercio internacional, administradas por gobiernos limitados, cuyas élites dirigentes eran reemplazadas mediante elecciones plurales y transparentes. Sociedades, además, organizadas de acuerdo con la receta parida por la Ilustración a fines del siglo XVIII, lo que indicaba la separación de poderes para evitar los atropellos de los mandamases.
Era cierto que en las democracias liberales -ya fueran Inglaterra, Suecia, Francia o Estados Unidos- había notables diferencias entre los más ricos y los más pobres, pero el objetivo de este modo de organización social y económica no era alcanzar la igualdad de resultados, sino el ejercicio de la libertad individual, y esta traía como consecuencia una cierta disparidad en los extremos, trufada por unos robustos sectores sociales medios que vivían razonablemente bien y podían tratar de mejorar sustancialmente si tenían el talento, la suerte y los impulsos psicológicos necesarios para emprender aventuras económicas.
Podía tratarse de monarquías parlamentarias o repúblicas, podía haber democracias liberales gobernadas por socialdemócratas, conservadores, democristianos, liberales o libertarios, porque, al fin y al cabo, se trataba de una misma familia ideológica, dividida en torno al monto de la presión fiscal y al fin último de la asignación de los bienes y los servicios creados, lo que determinaba el tamaño y las funciones el Estado. Pero lo que los unía era infinitamente mayor que lo que los separaba.
Lo que Fukuyama no previó es que de los escombros del comunismo surgieran los neopopulistas y neocomunistas, un abigarrado conjunto de partidos, gobiernos y ONG enemigos a muerte de los valores y los criterios de la democracia liberal, que ya no pensaban en tomar el poder por la violencia (la desacreditada receta marxista-leninista), sino aprovechando los mecanismos democráticos para implantar, una vez con las riendas del gobierno en las manos, y al ritmo que permitieran las circunstancias particulares de cada país, la mayor cantidad de colectivismo y autoritarismo posibles.
De alguna manera, se trataba de las democracias iliberales, o antiliberales, como describe Fareed Zakaria en El futuro de la libertad. Ese universo en el que caben los cinco gobiernos latinoamericanos del socialismo del siglo XXI, acompañados por el Foro de San Pablo, el Partido de los Trabajadores brasileños de Lula y Dilma Rousseff, del sector peronista de Cristina, Rusia, la teocracia iraní, o las entidades adscritas al Partido de la Izquierda Europea dentro del Parlamento europeo, una amalgama en la que se amelcochan y abrazan Syriza, Podemos y los representantes de los partidos comunistas de Francia, Alemania, Moldavia y así hasta de 17 naciones.
Ya no puede haber duda de que el gran enemigo actual de la democracia liberal es la democracia iliberal. No era el fin de la historia. Era el comienzo de otra.