La batalla de las percepciones

Tiene un nombre aséptico, pero es enormemente controversial: Plan Integral de Acción Conjunta. Es el acuerdo entre Estados Unidos e Irán en materia de control y eliminación de las armas nucleares que Teherán se proponía (o se propone) fabricar. Lo respaldaron los grandes del vecindario: el Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania.

Israel, claro, puso el grito en el cielo. Si Irán desarrolla las armas nucleares lo tiene todo. Ya cuenta con la cohetería capaz de destruir al país en un ataque sorpresivo. Ni siquiera lo disuadiría el hecho de que hay un millón y medio de árabe-israelíes que acaso morirían. El Islam aporta el consuelo glorioso del cielo prometido a los mahometanos mártires.

¿Exagerado? Eso es lo que los ayatolás aseguran una y otra vez. Hace ochenta años muchos judíos no creyeron lo que había escrito en Mi lucha un enérgico imbécil con un bigotito ridículo. Acabó matando a seis millones de judíos y exterminó para siempre la brillante judería europea.

Pero Israel no está sólo. Doscientos generales, almirantes y vicealmirantes norteamericanos, ya jubilados, acaban de firmar una carta pidiéndoles a los congresistas y senadores norteamericanos que no apoyen el pacto. No sólo lo hacen por Israel. Piensan en los intereses de Estados Unidos y de sus aliados.

Los argumentos que esgrimen son inquietantes. Están persuadidos de que Irán no cumplirá. Que no puede verificarse la no fabricación de bombas nucleares. Que le facilita a Irán el acceso a miles de millones de dólares, de los que una parte irá a subsidiar a los terroristas de Hezbolá. Y que convertirá el Medio Oriente en un lugar más inseguro de lo que ya es, desatando una carrera nuclear con otros estados árabes.

Curiosamente, el gran ayatolá Seyed Ali Jamenei les había dado la razón. Tras el anuncio del acuerdo afirmó que Irán no cambiaría su postura. Destruir a Israel continuaba siendo un objetivo sagrado y permanente.

Por supuesto, no todos los militares norteamericanos tienen la percepción de quienes protestan. Hace dos semanas, tres docenas de exoficiales, con la misma alta graduación, le habían solicitado lo contrario al Congreso: que respaldara el pacto logrado por Barak Obama y John Kerry con los ayatolás.

Alegaban  que el acuerdo alejaba las posibilidades del conflicto, suponían que se podían detectar los incumplimientos de Irán, y creían que no hay mejor opción que la conseguida. Era el mejor pacto posible en el imperfecto mundo de las relaciones internacionales.

De alguna manera, los militares pro pacto responden a la tendencia nacionalista  norteamericana expresada por teóricos convencidos de que el enorme país de 310 millones de habitantes no debe dejarse arrastrar a un peligroso conflicto por el estado de Israel ni por ninguna otra nación del planeta.

En todo caso, ¿por qué Obama y Kerry pactan con Irán? A juzgar por las palabras de Kerry recogidas por la agencia Reuters, porque quieren salvar a Estados Unidos de la antipatía que despierta la política norteamericana en el Medio Oriente.

Desean que Estados Unidos sea querido y admirado, y les molesta el rechazo que su país (aparentemente) provoca. Probablemente, como tantos norteamericanos críticos, especialmente del mundillo académico, comparten cierto rubor por la tradicional conducta internacional de Washington.

En realidad, Obama y Kerry han caído en la trampa de creer que la propaganda intensamente difundida, machacada hasta la extenuación, refleja los criterios de la opinión pública.

No advierten que existe una permanente campaña antinorteamericana, pertinaz y efectiva, que proyecta un supuesto criterio colectivo que no es el de la sociedad en general, sino el de una pequeña y vociferante élite que distorsiona la realidad y ha hecho del “antiyanquismo” su leitmotiv.

Tal vez cuando John Kerry protestaba contra la guerra de Vietnam en la que había peleado-, o cuando Barack Obama era un “organizador comunitario”, coincidían con los análisis de quienes se avergonzaban de la conducta de Estados Unidos, como sucede con personas como Noam Chomsky o el desaparecido Saul Alinsky, pero ésa, en rigor, aunque es la posición mayoritaria de la élite docente universitaria, y una de las señas de identidad de la izquierda, no es la que suscribe el grueso de la comunidad internacional, especialmente los hombres y mujeres de a pie.

La realidad objetiva es que Estados Unidos es uno de los países más admirados del mundo, en el que los pobres de medio planeta desean vivir, como revela la enorme encuesta que año tras año realiza la empresa Anholt-GfK Roper Nation Brands. (Les preguntan a más de 20,000 personas en 20 países significativos).

En los índices que compilan, hasta el 2014 Estados Unidos encabezaba la lista de las diez naciones más queridas. Ahora es la segunda, dado que Alemania ascendió al número uno. Las otros ocho son las sospechosas habituales de siempre: Inglaterra, Francia, Canadá, Japón, Italia, Suiza, Australia y Suecia.

La verdad es ésa. Lo otro son percepciones. Prestidigitaciones.

El extraño síndrome de la “benevolente simpatía superficial”

La batalla cubana se ha trasladado a la prensa. Se trata de una contracarta. Responde, sin decirlo, a un documento aparecido en el NYT en sentido contrario.

Un grupo de 40 prominentes personajes norteamericanos y cubanoamericanos, muy prestigiosos y con una larga tradición de servicio público o de relevancia en el mundo empresarial, de alguna forma vinculados al destino de Cuba, publicará una lúcida página en el Washington Post. La he leído y es muy persuasiva.

Los firmantes se oponen a la nueva política cubana de Barack Obama. Les parece un peligroso error hacerle concesiones a la dictadura sin que Raúl Castro dé pasos hacia la apertura y la democracia.

Son partidarios de lo que dicta la ley de la nación, “The Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act” de 1996, y de lo que supuestamente defendía el propio Obama hasta la víspera del  17 de diciembre pasado, cuando anunció los cambios.

Obama llevaba 18 meses conversando en secreto. ¿Qué ha conducido al presidente, con la entusiasta colaboración de su canciller John Kerry, a engañar a propios y extraños con tal de modificar la política cubana y hacer las paces con la dictadura?

En Estados Unidos hay por lo menos cinco categorías de personas que se oponen al embargo o la prohibición a los ciudadanos norteamericanos de visitar la isla vecina.

1. Las personas convencidas de que, tras más de medio siglo, la política de hostilidad ha fracasado y es preferible pasar la página, como en Vietnam o China, y suscribir la estrategia del acercamiento. O sea, declarar la paz y olvidar el pasado.

2.  Los exportadores y negociantes que ven en Cuba un mercado pequeño y pobre, pero potencialmente interesante.

3. Los libertarios que piensan, basados en sus principios, que ningún gobierno debe interferir en la libertad de los norteamericanos para viajar a donde deseen y hacer negocios con quienes quieran.

4. Los simpatizantes procomunistas –pocos, pero muy activos—presentes en publicaciones como The Nation o en numerosas universidades, generalmente antigobierno norteamericano.

5. Las víctimas del muy extendido fenómeno de la “Benevolente Simpatía Superficial” (BSS).

Estos últimos, sin ser comunistas, ven a la revolución cubana con una vaga y epidérmica simpatía, surgida del poderoso imprinting que dejó ese episodio en la memoria de medio planeta desde 1959.

Les resultan “fascinantes” aquellos jóvenes barbudos que derrotaron al ejército del dictador Batista, dirigidos por un personaje singularísimo, que hablaba ocho horas consecutivas en Naciones Unidas, se enfrentaba paladinamente a Washington, y estaba decidido a construir un mundo más justo entre los escombros de una sociedad poblada de prostitutas y dominada por los gángsters.

Ven con simpatía la figura del Che Guevara, eligiendo la imagen del rebelde que da su vida por una causa, olvidando que esa causa era crear dictaduras colectivistas sin el menor espacio para las libertades, e ignorando la monstruosa dimensión de una persona que era capaz de declarar que un buen revolucionario debía ser una implacable máquina de matar, o que le confesaba a su mujer que estaba en la selva cubana “sediento de sangre”.

En esta última categoría, la de la “benevolente simpatía superficial”, a mi juicio, sustentada en una lectura romántica, falaz y tonta de la realidad cubana, pero muy arraigada, se inscriben personas como Obama y Kerry. No son comunistas, y no desearían para su país un sistema como el que padecen los cubanos, pero observan a los Castro y a la revolución con una benevolente y superficial simpatía.

He visto a muchas personas afectadas por el síndrome de la BSS. Tal vez Manuel Fraga Iribarne, el político conservador español, lo padecía. Era visceralmente anticomunista, pero sentía una difusa atracción por Fidel. Le parecía un gallego valiente que le había plantado cara a los yanquis.

A principios de los años noventa, el presidente Carlos Salinas de Gortari convocó a una isla mexicana del Caribe a Felipe González, a César Gaviria y a Carlos Andrés Pérez –todos entonces gobernantes en sus respectivos países—a una discreta reunión con Fidel Castro.

La URSS acababa de desaparecer y con ese cataclismo se había esfumado el subsidio a la Isla. El propósito del pequeño y distendido cónclave –probablemente alentado por González– era tratar de ayudar al dictador cubano a sortear las dificultades y facilitarle el tránsito hacia otro modo de organizar la sociedad cubana.

Fidel era un enemigo ideológico del neoliberal Salinas, privatizador y cercano a Estados Unidos. Era un aliado de la ETA española a la que González se había enfrentado a tiros. Era un cómplice de las narcoguerrillas colombianas a las que Gaviria intentaba derrotar. Y nunca se había alejado de los conspiradores antidemocráticos venezolanos, como se demostró cuando Chávez apareció en el horizonte. Pero los cuatro estadistas reunidos con Castro querían salvarlo. Los dominaba la Benevolente Simpatía Superficial. Habían perdido la facultad de entender quiénes eran sus enemigos objetivos. Gravísima limitación.

Muchos años más tarde, en su exilio miamense, provocado por la persecución de Hugo Chávez, Carlos Andrés Pérez me confesó que había sido tan ingenuo que llegó a pensar que Fidel Castro era su amigo. En sus palabras había un profundo desengaño. Me dijo, en abono de su inocencia, que cuando su segunda toma de posesión, en 1989, un millar de venezolanos ilustres habían firmado una carta saludando la presencia de Castro en Caracas. Casi todos estaban hoy en la oposición o en el exilio. Sufrían, sin saberlo, de BSS.

¿Padecen Obama y Kerry del mismo mal? Sospecho que sí, aunque no hay nada más opaco y contradictorio que las motivaciones. En todo caso, parece que la BSS acompaña hasta la muerte a muchos enfermos. Sólo se curan los que chocan con la realidad.

La vaga y epidérmica simpatía hacia Cuba

La batalla cubana se ha trasladado a la prensa. Se trata de una contracarta. Responde, sin decirlo, a un documento aparecido en el NYT en sentido contrario.

Un grupo de 40 prominentes personajes norteamericanos y cubanoamericanos, muy prestigiosos y con una larga tradición de servicio público o de relevancia en el mundo empresarial, de alguna forma vinculados al destino de Cuba, publicará una lúcida página en el Washington Post. La he leído y es muy persuasiva.

Los firmantes se oponen a la nueva política cubana de Barack Obama. Les parece un peligroso error hacerle concesiones a la dictadura sin que Raúl Castro dé pasos hacia la apertura y la democracia. Son partidarios de lo que dicta la ley de la nación, “The Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act” de 1996, y de lo que supuestamente defendía el propio Obama hasta la víspera del  17 de diciembre pasado, cuando anunció los cambios. Continuar leyendo