La batalla cubana se ha trasladado a la prensa. Se trata de una contracarta. Responde, sin decirlo, a un documento aparecido en el NYT en sentido contrario.
Un grupo de 40 prominentes personajes norteamericanos y cubanoamericanos, muy prestigiosos y con una larga tradición de servicio público o de relevancia en el mundo empresarial, de alguna forma vinculados al destino de Cuba, publicará una lúcida página en el Washington Post. La he leído y es muy persuasiva.
Los firmantes se oponen a la nueva política cubana de Barack Obama. Les parece un peligroso error hacerle concesiones a la dictadura sin que Raúl Castro dé pasos hacia la apertura y la democracia.
Son partidarios de lo que dicta la ley de la nación, “The Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act” de 1996, y de lo que supuestamente defendía el propio Obama hasta la víspera del 17 de diciembre pasado, cuando anunció los cambios.
Obama llevaba 18 meses conversando en secreto. ¿Qué ha conducido al presidente, con la entusiasta colaboración de su canciller John Kerry, a engañar a propios y extraños con tal de modificar la política cubana y hacer las paces con la dictadura?
En Estados Unidos hay por lo menos cinco categorías de personas que se oponen al embargo o la prohibición a los ciudadanos norteamericanos de visitar la isla vecina.
1. Las personas convencidas de que, tras más de medio siglo, la política de hostilidad ha fracasado y es preferible pasar la página, como en Vietnam o China, y suscribir la estrategia del acercamiento. O sea, declarar la paz y olvidar el pasado.
2. Los exportadores y negociantes que ven en Cuba un mercado pequeño y pobre, pero potencialmente interesante.
3. Los libertarios que piensan, basados en sus principios, que ningún gobierno debe interferir en la libertad de los norteamericanos para viajar a donde deseen y hacer negocios con quienes quieran.
4. Los simpatizantes procomunistas –pocos, pero muy activos—presentes en publicaciones como The Nation o en numerosas universidades, generalmente antigobierno norteamericano.
5. Las víctimas del muy extendido fenómeno de la “Benevolente Simpatía Superficial” (BSS).
Estos últimos, sin ser comunistas, ven a la revolución cubana con una vaga y epidérmica simpatía, surgida del poderoso imprinting que dejó ese episodio en la memoria de medio planeta desde 1959.
Les resultan “fascinantes” aquellos jóvenes barbudos que derrotaron al ejército del dictador Batista, dirigidos por un personaje singularísimo, que hablaba ocho horas consecutivas en Naciones Unidas, se enfrentaba paladinamente a Washington, y estaba decidido a construir un mundo más justo entre los escombros de una sociedad poblada de prostitutas y dominada por los gángsters.
Ven con simpatía la figura del Che Guevara, eligiendo la imagen del rebelde que da su vida por una causa, olvidando que esa causa era crear dictaduras colectivistas sin el menor espacio para las libertades, e ignorando la monstruosa dimensión de una persona que era capaz de declarar que un buen revolucionario debía ser una implacable máquina de matar, o que le confesaba a su mujer que estaba en la selva cubana “sediento de sangre”.
En esta última categoría, la de la “benevolente simpatía superficial”, a mi juicio, sustentada en una lectura romántica, falaz y tonta de la realidad cubana, pero muy arraigada, se inscriben personas como Obama y Kerry. No son comunistas, y no desearían para su país un sistema como el que padecen los cubanos, pero observan a los Castro y a la revolución con una benevolente y superficial simpatía.
He visto a muchas personas afectadas por el síndrome de la BSS. Tal vez Manuel Fraga Iribarne, el político conservador español, lo padecía. Era visceralmente anticomunista, pero sentía una difusa atracción por Fidel. Le parecía un gallego valiente que le había plantado cara a los yanquis.
A principios de los años noventa, el presidente Carlos Salinas de Gortari convocó a una isla mexicana del Caribe a Felipe González, a César Gaviria y a Carlos Andrés Pérez –todos entonces gobernantes en sus respectivos países—a una discreta reunión con Fidel Castro.
La URSS acababa de desaparecer y con ese cataclismo se había esfumado el subsidio a la Isla. El propósito del pequeño y distendido cónclave –probablemente alentado por González– era tratar de ayudar al dictador cubano a sortear las dificultades y facilitarle el tránsito hacia otro modo de organizar la sociedad cubana.
Fidel era un enemigo ideológico del neoliberal Salinas, privatizador y cercano a Estados Unidos. Era un aliado de la ETA española a la que González se había enfrentado a tiros. Era un cómplice de las narcoguerrillas colombianas a las que Gaviria intentaba derrotar. Y nunca se había alejado de los conspiradores antidemocráticos venezolanos, como se demostró cuando Chávez apareció en el horizonte. Pero los cuatro estadistas reunidos con Castro querían salvarlo. Los dominaba la Benevolente Simpatía Superficial. Habían perdido la facultad de entender quiénes eran sus enemigos objetivos. Gravísima limitación.
Muchos años más tarde, en su exilio miamense, provocado por la persecución de Hugo Chávez, Carlos Andrés Pérez me confesó que había sido tan ingenuo que llegó a pensar que Fidel Castro era su amigo. En sus palabras había un profundo desengaño. Me dijo, en abono de su inocencia, que cuando su segunda toma de posesión, en 1989, un millar de venezolanos ilustres habían firmado una carta saludando la presencia de Castro en Caracas. Casi todos estaban hoy en la oposición o en el exilio. Sufrían, sin saberlo, de BSS.
¿Padecen Obama y Kerry del mismo mal? Sospecho que sí, aunque no hay nada más opaco y contradictorio que las motivaciones. En todo caso, parece que la BSS acompaña hasta la muerte a muchos enfermos. Sólo se curan los que chocan con la realidad.