El Papa y la pobreza

Los congresistas norteamericanos invitaron a almorzar al papa Francisco. Su Santidad prefirió irse a comer con un grupo de desamparados en una institución caritativa de la Iglesia. Quería estar con los “excluidos”.

Fue una selección predecible. La Iglesia Católica valora extraordinariamente la relación con los pobres y, de alguna manera, ensalza la pobreza, la austeridad y castiga el consumismo. Lo dijo San Basilio y lo suele repetir el Papa: “El dinero es el estiércol del demonio”.

Así es desde que Jesús, que había nacido en una cueva, comenzó a predicar y eligió a sus apóstoles, una docena de personas de muy escasos recursos, algunos de ellos pescadores.

Cuando la Iglesia creció y se asentó, esta impronta se mantuvo durante varios siglos en la veneración de los eremitas que se apartaban del mundo y se refugiaban en el desierto para agradar a Dios mediante una vida de privaciones y soledad. Simeón alcanzó la santidad por pasar muchos años encaramado en una columna a la que fue agregándole altura hasta alcanzar los 15 peligrosos metros.

A mi juicio, la Iglesia insiste en un discurso contradictorio enquistado en sus orígenes al servicio de muchedumbres de pobres y enfermos, situación que tiene una escasa relación con el mundo contemporáneo. Continuar leyendo

¿Quién es el Papa para decirnos lo que debemos consumir?

Su Santidad está intensamente preocupado por el bienestar de los pobres y por la salud del planeta. En poco tiempo ha proclamado dos encíclicas para enfrentarse al tema: Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio) y Laudato Si(Loado sea).

La participación de la Iglesia en este asunto es legítima, al menos desde su perspectiva. El Papa, como buen creyente, suscribe la hipótesis creacionista. Su Dios, supone, creó el mundo –todo lo que existe–, como les reveló la Biblia en el Génesis, y con él a una criatura muy especial, el hombre, que tiene la responsabilidad de administrar la Creación. Por lo tanto, el bienestar de los seres humanos y la salud del planeta le atañen, especialmente a una persona convencida de ser el representante de Dios en la Tierra.

En general, la visión de Francisco es la de alguien que rechaza el mercado y sospecha de las virtudes de la propiedad privada, o lo subordina todo a un inasible bien común, como sostiene la Doctrina Social de la Iglesia, un curioso cuerpo doctrinario, a veces contradictorio, en el que se trenzan los planteamientos económicos, los dogmas religiosos y los juicios morales.

El Papa argentino, afortunadamente, no es el único teólogo católico que tiene esas preocupaciones. El sacerdote Robert A. Sirico, que es, además, economista, y pasó las calenturas socialistas en su juventud, de las que consiguió curarse, hace 25 años fundó en Michigan el Acton Institute of Religion and Liberty para explicar cómo el mercado, la propiedad privada y la libertad son mucho más eficientes para combatir la pobreza y mantener los equilibrios ecológicos que las decisiones de los comisarios o la buena voluntad de los obispos.

Invito a los lectores a que entren en la página web del Acton Institute, contrasten la encíclica Loado sea con la crítica que ahí se le hace, y lleguen a sus propias conclusiones. El papa Francisco es una persona carismática y bien intencionada, pero esos rasgos de su personalidad no le conceden una especial verosimilitud a sus opiniones sobre el desarrollo. Si Sirico, como creo, tiene razón, los criterios del Papa, en general, resultan contraproducentes.

Pero hay otros cristianos que participan en el debate. Los luteranos también se lo toman muy en serio e invocan las mismas razones teológicas que Francisco, pero arriban a conclusiones contrarias.

En abril, pocas semanas antes de la encíclica del Papa sobre el cambio climático, más de un centenar de científicos, teólogos y profesores universitarios vinculados al luteranismo, le dirigieron una carta abierta advirtiéndole que los combustibles nucleares y fósiles –petróleo, carbón–, la propiedad privada, el comercio libre, el Estado de Derecho y los gobiernos limitados habían logrado rescatar de la pobreza a millones de personas que podían volver a ella si se aceptaba como ciencia las opiniones para ellos caprichosas y equivocadas de algunos ecologistas embriagados por el estatismo.

Los lectores interesados en conocer los argumentos de la carta abierta y la impresionante lista de firmantes pueden acceder al documento por medio de Internet: Cornwall Alliance for the Stewardship of Creation.

Una observación final: el Papa y muchos de sus seguidores participan de una gran contradicción en el terreno económico cuando predican al mismo tiempo las virtudes del ascetismo y la frugalidad y la necesidad de rescatar de la pobreza a cientos de millones de personas.

La pobreza material es la consecuencia del no-consumo. Los pobres carecen de todo: desde agua potable hasta de un techo decente, pasando por medicinas, ropa y alimentación adecuadas, transporte y comunicaciones.

Para que abandonen la pobreza hay que convertirlos en consumidores progresivos. Una sociedad productiva sólo puede crecer si genera incesantemente más bienes y servicios para un número mayor de personas, empleando proporcionalmente menos recursos. Si se detiene ese ciclo sobrevienen el desempleo y la miseria.

Carece de sentido condenar a los alemanes por vivir opulentamente y censurarlos porque hay millones de personas que viven mucho más miserablemente que ellos y se sienten con derecho a emularlos. Lo mismo puede decirse de los norteamericanos o de los daneses.

¿Cuánto es suficiente? Depende de cada individuo. El valenciano Rodrigo Borja, que fue papa con el nombre de Alejandro VI, era el cardenal más rico de su tiempo (y el que más hijos tuvo). Benedicto XVI se sentía bien en los mejores aposentos del Vaticano. A Francisco I, en cambio, le basta una habitación mucho más modesta en una especie de hote en el que pernoctal.

Un Papa capaz de reconocer paladinamente que no era nadie para juzgar las preferencias sexuales de sus prójimos puede entender que tampoco es nadie para decidir cuáles autos o cuántos metros de vivienda son moralmente justificables. Eso pertenece al ámbito de la subjetividad individual y de la definición personal de lo que es necesario, confortable o lujoso. ¿Quién es él para decirles a los demás lo que pueden o deben consumir? Aceptar esa limitación humildemente acaso sea una de sus mayores virtudes.

Chile: ¿para qué imitar a Venezuela cuando se puede emular a Suiza?

La presidente chilena Michelle Bachelet quiere reducir la desigualdad. Me sospecho que se refiere a la desigualdad de resultados, que es la que mide el coeficiente Gini. Pero es posible que en su afán nivelador acabe desplumando a la gallina de los huevos de oro.

Corrado Gini fue un brillante estadístico italiano de principios del siglo XX, fascista en su juventud, quien, fiel a sus orígenes ideológicos, propenso a estabular a las personas en estamentos, dividió a la sociedad en quintiles y midió los niveles de ingresos que percibía cada 20%.

En su fórmula matemática, cero correspondía a una sociedad en la que todos recibían la misma renta, y cien a aquella en la que una persona acaparaba la totalidad de los ingresos. De su índice se colegía que las sociedades más justas eran las que se acercaban a O, y las más injustas, las que se aproximaban a 100.

Como suelen decir los brasileros, Gini tenía razón, pero poca, y la poca que tenía no servía de nada. Chile, de acuerdo con el Banco Mundial, tiene 52.1 de desigualdad (mejor que Brasil, Colombia y Panamá, por cierto), mientras Etiopía, la India y Mali andan por el 33. Es difícil creer que estos tres países son más justos que Chile.

Es verdad que los países escandinavos, los mejor organizados y ricos del planeta, se mueven en una franja entre 20 y 30, pero Kenya exhibe un honroso 29 que sólo demuestra que la poca riqueza que produce está menos mal repartida que la que muestra Sudáfrica con 63.1, uno de los peores guarismos del mundo.

Es una lástima que, pese a su experiencia como jefe de gobierno, la señora Bachelet no haya advertido que su país logró ponerse a la cabeza de América Latina, y consiguió reducir la pobreza de un 45% a un 13%, no repartiendo, sino creando riqueza.

Cuando la señora Bachelet examina a las sociedades escandinavas observa que hay en ellas un alto nivel de riqueza e igualdad junto a una tasa impositiva cercana al 50% del PIB y supone, equivocadamente, que los tres datos se encadenan. Incurre en un non sequitur.

Sencillamente, no es cierto. La riqueza escandinava, como la de cualquier sociedad, se debe a la laboriosidad y la creatividad de todos los trabajadores dentro de las empresas, desde el presidente hasta el señor de la limpieza, pasando por los ejecutivos.

Supongo que ella entiende que donde únicamente se crea riqueza es en actividades que generan beneficio, ahorran, innovan e invierten. Es decir, en las empresas, de cualquier tamaño que sean.

¿Y por qué está mejor repartida la riqueza en Escandinavia que en Chile? 

Los socialistas suelen pensar que es el resultado de la alta tasa impositiva, pero no es verdad. La falacia lógica parte de creer que la consecuencia se deriva de la premisa, cuando no es así. Sucede a la inversa: el alto gasto público es posible (aunque no sea conveniente) porque la sociedad segrega una gran cantidad de excedente.   

Lo que genera la equidad en las sociedades prósperas y abiertas es la calidad de su aparato productivo. Si una sociedad fabrica maquinarias apreciadas, objetos con alto contenido tecnológico, medicinas valiosas y originales, o suministra servicios sofisticados por medio de su tejido empresarial, será recompensada por el mercado y podrá y tendrá que pagarles a los trabajadores un salario sustancial de acuerdo con sus calificaciones para poder reclutarlos y competir.

Si Bachelet desea reducir la pobreza chilena y construir una sociedad más equitativa, no debe generar una atmósfera de lucha de clases y obstaculizar la labor de las empresas, sino todo lo contrario: debe facilitarla.

¿Cómo? Propiciando las inversiones nacionales y extranjeras con un clima económico y legal hospitalario; agilizando y simplificando los trámites burocráticos, incluida la solución de los inevitables conflictos; facilitando la entrada al mercado de los emprendedores; estimulando la investigación; creando infraestructuras (puertos marítimos y aéreos, carreteras, telefonía, electrificación, Internet) que aceleren las transacciones; multiplicando el capital humano y cultivando la estabilidad institucional, la transparencia y la honradez administrativa.

Es verdad que ese tipo de gobierno no gana titulares de periódicos ni el aplauso de la devastadora izquierda revolucionaria, pero logra multiplicar la riqueza, disminuye la pobreza y aumenta el porcentaje de la renta que recibe la clase trabajadora.

Lo dicho: ¿para qué imitar a Venezuela cuando se puede emular a Suiza? Casi nadie sabe quién es el presidente de Suiza, pero hacia ese país se abalanza el dinero cada vez que hay una crisis. Por algo será.