Los congresistas norteamericanos invitaron a almorzar al papa Francisco. Su Santidad prefirió irse a comer con un grupo de desamparados en una institución caritativa de la Iglesia. Quería estar con los “excluidos”.
Fue una selección predecible. La Iglesia Católica valora extraordinariamente la relación con los pobres y, de alguna manera, ensalza la pobreza, la austeridad y castiga el consumismo. Lo dijo San Basilio y lo suele repetir el Papa: “El dinero es el estiércol del demonio”.
Así es desde que Jesús, que había nacido en una cueva, comenzó a predicar y eligió a sus apóstoles, una docena de personas de muy escasos recursos, algunos de ellos pescadores.
Cuando la Iglesia creció y se asentó, esta impronta se mantuvo durante varios siglos en la veneración de los eremitas que se apartaban del mundo y se refugiaban en el desierto para agradar a Dios mediante una vida de privaciones y soledad. Simeón alcanzó la santidad por pasar muchos años encaramado en una columna a la que fue agregándole altura hasta alcanzar los 15 peligrosos metros.
A mi juicio, la Iglesia insiste en un discurso contradictorio enquistado en sus orígenes al servicio de muchedumbres de pobres y enfermos, situación que tiene una escasa relación con el mundo contemporáneo.
Sin duda, durante milenios, la pobreza era el único horizonte posible de la mayor parte de la especie. Socorrer a los necesitados era lo éticamente correcto. El sermón de la montaña definía lo que debían hacer los poderosos por sus semejantes menos felices: dar de comer al hambriento, de vestir al desnudo, etcétera, hasta completar el modus operandi del asistencialismo.
No obstante, desde hace menos de 300 años ese panorama comenzó a cambiar a partir de la revolución industrial, de la ampliación y la sofisticación de las redes comerciales y de la aparición de la idea del progreso como objetivo social. Ya era posible abandonar la pobreza por otros métodos.
Si Jesús predicara de nuevo y quisiera ser efectivo -tras más de dos mil años de fracaso en la erradicación de la pobreza-, su caballo de batalla no sería el asistencialismo, sino la educación, la ética de la responsabilidad individual, la necesidad de innovar, su devoción por el mercado, el respaldo a los emprendedores y el impulso a las buenas medidas de Gobierno y a un sólido marco institucional.
No es verdad que el capitalismo excluye natural o deliberadamente a las personas. ¿Por qué habría de hacer algo tan estúpido? Lo que les interesa a los productores de bienes y servicios es que haya pleno empleo y todos puedan consumir. La lucha del capital es porque se expandan el perímetro del mercado y la intensidad del consumo. Es al revés: Lo que constriñe la maquinaria económica es la improductividad y el no consumismo.
Le bastaría al Papa, o a cualquiera, asomarse al Índice de Desarrollo Humano que publica anualmente la ONU para advertir que los 25 países más desarrollados del planeta son democracias liberales en las que la producción y las transacciones económicas se llevan a cabo dentro de las normas del mercado y la propiedad privada.
No es verdad que el mercado es ciego y carece de virtudes. El mercado es la suma de las decisiones racionales de millones de personas que van modificando constantemente el panorama económico con sus acciones. Es una expresión natural de la libertad individual. Ese crecimiento u orden espontáneo del mercado va a depender de muchos factores incontrolables y, por lo tanto, impredecibles, pero generalmente beneficiosos.
Tampoco es cierto que la competencia es inhumana o expresa una actitud codiciosa. Se compite para satisfacer a los consumidores y en ese proceso se depuran y mejoran los productos y los servicios ofertados.
El Papa y la Iglesia, para reducir la pobreza, tienen que descubrir, como entendió Deng Xiaoping, que enriquecerse es glorioso, pero no por las ventajas que ello trae para quien lo logra, sino porque en ese proceso por alcanzar la gloria de la riqueza los emprendedores sacan de la miseria a numerosas personas. En China, 400 millones han abandonado sus penas económicas gracias a emprendedores tercamente empeñados en triunfar.
La experiencia nos ha enseñado que en las sociedades guiadas por el mercado y no por las decisiones o los caprichos de los funcionarios y los comisarios, la producción, la productividad y la complejidad de lo producido son mucho mayores y, por ende, los salarios son más altos y las clases medias resultan absolutamente dominantes. Ese es el secreto de las admiradas sociedades escandinavas y, en general, del primer mundo.
Hace muy bien la Iglesia en practicar la compasión con los necesitados -Caritas es una institución ejemplar-, pero esa actividad, como la sopa que se les daba a los mendigos en los conventos, alivia el hambre o las necesidades inmediatas (lo que no es poca cosa), pero no soluciona el problema de la pobreza y, con frecuencia, genera una penosa dependencia y una perversa dinámica asistencialista-clientelista.
¿Es tan difícil entender que la riqueza solo se crea de manera permanente en empresas que generan beneficios, ahorran, invierten, crecen y pagan impuestos? ¿No es obvio que las personas instruidas y con buenos hábitos laborales benefician a las empresas y, simultáneamente, se benefician ellas de sus saberes y sus comportamientos y, en consecuencia, se beneficia todo el conjunto de la sociedad? ¿No nos explica este comprobable fenómeno lo que hay que hacer para disminuir la pobreza?
Lo irónico es que la Iglesia Católica se nutre de las exitosas sociedades capitalistas, mientras no deja de condenarlas. Sin los excedentes que ellas producen y entregan -en el pasado fue el diezmo- no sería posible sostener una estructura parcialmente improductiva como es la jerarquía eclesiástica.
No sé si el dinero es el estiércol del diablo, pero estoy seguro de que sin él ni siquiera existiría un papa instalado en un palacio del Vaticano.