Los barras y el poder

El dantezco espectáculo ofrecido la semana pasada por la barra brava de Colegiales en el entierro de uno de sus capos -el Loco Pocho Morales- es una foto de la década ganada. En efecto si alguien ganó en esta década ha sido la marginalidad como incorporación cotidiana a la normalidad de la vida argentina.

Desde el peso de su investidura -casi al nivel de la venerada “juventud maravillosa” de Perón- la señora de Kirchner hizo pública su admiración por esos personajes que, colgados de los paravalanchas eran, según la presidente, la imagen misma de la pasión (“y saben qué, sin pasión no se puede vivir… Yo cuando mi papá me llevaba a la cancha de chica y luego, de grande, cuando fui con Néstor, no miraba el partido, los miraba embelesada a ellos…”)

La marginalidad ha dejado de estar en los márgenes en la década ganada; la marginalidad ha ocupado el centro. Ya no es la vergonzante situación de la que sus víctimas quieren salir. No, no. Ahora ellos son el poder, ahora ellos están en el centro de la escena; ahora ellos corren a la policía, son los dueños de la calle y te dan órdenes con la autoridad de lo oficial.

Ser barra es ser un profesional. Un profesional independiente que pone sus servicios a disposición de la política. Su escenario de desarrollo suele ser el fútbol. Pero esa sana pasión deportiva es una pantalla. Detrás de ella esconden sus negocios, la droga, la delincuencia y sus vínculos con el poder y la política. Hoy en día hay gente que se saca fotos con los barras. Han sido encumbrados a la categoría de celebridades. Son impunes y el poder les facilitó un atajo a la riqueza. Están metidos en los negocios sucios de la política y muchos los enmascaran con negocios “lícitos” de los clubes de fútbol, como la operación de sus estacionamientos, de sus servicios de comida o, en algunos casos, hasta de la irónica seguridad de los estadios.

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