Los barras y el poder

Carlos Mira

El dantezco espectáculo ofrecido la semana pasada por la barra brava de Colegiales en el entierro de uno de sus capos -el Loco Pocho Morales- es una foto de la década ganada. En efecto si alguien ganó en esta década ha sido la marginalidad como incorporación cotidiana a la normalidad de la vida argentina.

Desde el peso de su investidura -casi al nivel de la venerada “juventud maravillosa” de Perón- la señora de Kirchner hizo pública su admiración por esos personajes que, colgados de los paravalanchas eran, según la presidente, la imagen misma de la pasión (“y saben qué, sin pasión no se puede vivir… Yo cuando mi papá me llevaba a la cancha de chica y luego, de grande, cuando fui con Néstor, no miraba el partido, los miraba embelesada a ellos…”)

La marginalidad ha dejado de estar en los márgenes en la década ganada; la marginalidad ha ocupado el centro. Ya no es la vergonzante situación de la que sus víctimas quieren salir. No, no. Ahora ellos son el poder, ahora ellos están en el centro de la escena; ahora ellos corren a la policía, son los dueños de la calle y te dan órdenes con la autoridad de lo oficial.

Ser barra es ser un profesional. Un profesional independiente que pone sus servicios a disposición de la política. Su escenario de desarrollo suele ser el fútbol. Pero esa sana pasión deportiva es una pantalla. Detrás de ella esconden sus negocios, la droga, la delincuencia y sus vínculos con el poder y la política. Hoy en día hay gente que se saca fotos con los barras. Han sido encumbrados a la categoría de celebridades. Son impunes y el poder les facilitó un atajo a la riqueza. Están metidos en los negocios sucios de la política y muchos los enmascaran con negocios “lícitos” de los clubes de fútbol, como la operación de sus estacionamientos, de sus servicios de comida o, en algunos casos, hasta de la irónica seguridad de los estadios.

Los barras configuran un estereotipo social de la década kirchnerista; el estereotipo del violento, del patotero, del prepotente, del que impone su postura por la fuerza. El barra es una especie de resumen humano del “modelo”. Por eso, son imperseguibles. Ir en contra de los barras es como ir en contra del corazón cultural que los Kirchner han traído del sur. Los barras son la versión futbolera de La Cámpora, en donde la intimidación es la herramienta preferida de la “negociación”.

El triunfo de las fuerzas del orden en otros países del mundo sobre la violencia en el fútbol partía de una base descontada: se trataba de la lucha del bien sobre el mal. El mal no quería pasar por el bien y el bien tenía en claro quiénes eran los malos. En la Argentina de los Kirchner esos términos están completamente tergiversados. Los funcionarios del Estado, empezando por los dos presidentes de la década y por los lenguaraces que los han seguido, han sido los primeros en reivindicar ese modo patotero de comportarse. Lo han hecho abiertamente, a la luz del día, a los ojos de todo el mundo. Se han vanagloriado de su violencia y de la capacidad que tiene el miedo para obtener resultados. En esa línea se han anotado Néstor, Cristina, Moreno, Kicillof, Larroque, Recalde, Anífbal Fernandez, De Vido, Kunkel, Conti, Di Tullio, Rossi… En fin todo una pléyade de personajes del primer orden de la política nacional.

¿Qué imagen recibe la sociedad de ese espectáculo gratuito? ¿Qué señal observan los barras que sucede más arriba que ellos? La violencia se ha encaramado al primer nivel de la política en la Argentina. Se ha hecho un culto de ella. Aquí el más “taita” es el más maleducado, el más sacado, el más prepotente, el más patotero.

Quienes deberían perseguir y condenar socialmente a los barras se han vuelto barras. Hasta su propia terminología bordea las orillas de los márgenes. No hace mucho tiempo, cuando en el oficialismo estaba todo mal con Scioli, la jefa del bloque de diputados oficiales, Juliana Di Tullio -quien recientemente se ofendió con un periodista por el simple hecho de que la creyó una “librepensante”- dijo que el gobernador debería haber salido a “aguantar los trapos”, usando la típica terminología semitumbera que se maneja en las tribunas para hacer referencia a la defensa de las banderas de los clubes.

La política se ha mezclado con el submundo. La política ha venido a legitimar el accionar barra: porque usa a los barras, porque se comporta como los barras, porque adquirió una cultura barra, porque usa una terminología barra y porque siente una no tan secreta admiración por los barras (como lo confesó la presidente). Los barras están en sus listas, han ocupado el lugar de los antiguos y precursores “punteros”, son la fuerza de choque apta para amedrentar, para copar la parada, para llevar por delante.

La década de los Kirchner será recordada por haber instalado esta cultura marginal en el centro de la escena argentina. Por esa misma razón es completamente hipócrita plantear persecuciones a los barras, quejas por los barras y lamentos por el accionar y por las consecuencias de los actos de los barras. Nadie se queja de sí mismo, máxime cuando se cree infalible y protagonista de una epopeya de dimensiones épicas. La eliminación de los barras por el kirchnerismo es tan ilusoria como que el kirchnerismo pretenda eliminarse a sí mismo.

Mientras esta sociedad perversa entre el poder y el tumberismo marginal siga gobernando la Argentina y el fútbol siga ofreciendo una pantalla ideal para ocultar con la pasión el peso de la delincuencia, de los negocios, del dinero y de la droga no habrá manera de salir del problema. Cualquier excursión por los exitosos ejemplos comparados del mundo será un maquillaje más a una realidad más que evidente: la marginalidad no será perseguida una vez que ella misma logró sentase en las poltronas del poder.