Por: Carlos Mira
El Presidente habló hoy en Cresta Roja para explicar su postura respecto de lo que allí llamó “ley antitrabajo”, anticipando la firma de su veto. Hay varios puntos de su discurso que fueron más allá del mero marco de la ley votada en el Congreso.
El Presidente dijo que los gobiernos que ha tenido la Argentina hasta ahora, -incluido y en primer lugar el que acaba de irse-, que creían que los argentinos no podemos vivir en libertad. Que para que tengamos una vida vivible, necesitamos que el Estado poco menos nos venga a lavar los dientes.
En efecto, parece mentira pero hasta hace unos días en los medios audiovisuales, todavía teníamos una frase que decía “comienzo de espacio publicitario”, como si los argentinos necesitáramos que venga el Estado para indicarnos cuando empiezan los comerciales en la radio y en la televisión.
Es la primera vez que el presidente se refiere plena y desembozadamente a la libertad. La libertad no ha sido un valor en la Argentina; ha sido menospreciada, considerada subalterna a todo otro valor que ande dando vueltas por ahí.
El Presidente fue claro en ese sentido: su postura es otra; su postura se basa en la confianza en el individuo argentino; se basa en que, si el Estado cumple la única función para la que fue creado que es la de organizar normas claras, generales y simples que se apliquen igualitariamente, el argentino, los argentinos, podremos decidir nuestra vida, darles un cauce a nuestros sueños, de acuerdo a nuestras propias valoraciones. Se trataría –si lo logra- de una verdadera revolución, comparable tan solo al comienzo de la vigencia de la Constitución de 1853.
En otro párrafo se refirió a la generación de condiciones para la creación del primer empleo, que es fundamental para mantener la rueda económica funcionando, sacar a los chicos de la calle y darle un horizonte a quienes hoy divagan en las aguas del ni/ni; ni trabajan, ni estudian.
Luego pasó a un capítulo que siempre forma parte del discurso político argentino, muchas veces, lisa y llanamente demagógico, que tiene que ver con las PyMEs. En efecto, en la Argentina lo común es referirse a esa franja de empresas casi con una sensiblería tanguera. En todo discurso en donde un político no tuviera más remedio que mencionar a los empresarios, siempre ha hecho, en la Argentina, la salvedad de que se refería a los “pequeños y medianos”, como si ser grande fuera un pecado en el país.
Y adivinen cómo será un país que alaba sensibleramente a lo pequeño y mediano: pues adivinaron, pequeño y mediano.
Hoy Mauricio Macri salió de ese molde. Dijo que su gobierno avanza en un proyecto para destrabar el trabajo de las PyMEs, para que dejen de estar ahogadas y aspiren – y puedan- ser grandes un día.
Porque ese crecimiento “correrá la sábana” virtuosamente hacia arriba: la mediana será grande; la pequeña será mediana y donde no había nada nacerá una pequeña.
Allí el Presidente dijo algo sintomático. Se preguntó: “¿Qué queremos todos?” Y se respondió: “Que las empresas crezcan, que se transformen en medianas empresas y después en grandes empresas” (con énfasis de tono en la palabra “grandes”). Y aquí, yo me pregunto, con esa base de nihilismo que habita en todo periodista: ¿todos queremos eso?, ¿todos queremos que las empresas crezcan? ¿O algunos no lo quieren tanto, porque eso sería ver a algunos teniendo más plata que otros? Sólo lo planteo. Sólo quiero pensar.
El presidente habló de un puente entre lo que somos y lo que podemos ser. Quizás como nunca antes enumeró dos o tres medidas de las que se tomaron para hacerle ese tránsito menos doloroso a los que menos tienen. Hasta ahora el Gobierno había apostado al “la gente sola lo va a reconocer”. Finalmente parece que han entendido esa lección sobre lo enamorada de las palabras que está la sociedad argentina. De las palabras y de los líderes que se las cuentan.
Está claro que Macri no pertenece a esa clase de políticos. Pero el puente también es para él. No podrá atravesarlo si hace como si ya estuvieran vigentes las nuevas costumbres que él ve brillar en la otra orilla. Aun no brillan para todos, Señor Presidente. Hay muchos que aún viven por y con las costumbres viejas. Y a ellos hay que dirigirse por y con los patrones que entienden, para llevarlos al cambio, pero con las partituras que saben leer.
El Presidente habló de la confianza en nosotros mismos. De un mundo que compite con nosotros pero que también nos da una oportunidad. Les dio la bienvenida a los que quieran llegar.
De nuevo planteo un interrogante socrático: ¿todos estamos dichosos con que vengan?, ¿o el miedo y la necesidad de pedir protección siguen siendo los costados peraltados de nuestra personalidad?
Sobre ese miedo operó el estatismo, para copar los sillones del Estado y desde allí robarnos nuestras fortunas mientras decían que nos ayudaban, como pobres Cristos que nos consideraban.
El Presidente expuso su convicción de que no somos pobres Cristos. Que podemos.
Ese es el cambio cultural más profundo que debe operarse en la Argentina. Desde las inefables descripciones de Ortega y Gasset -que nos definía como viviendo a la defensiva, porque en el fondo conocíamos la discrepancia que había entre lo que nos creíamos y lo que éramos- hasta ahora hemos vivido en una burbuja irreal que sólo nos llevó a la decadencia.
De toda esa fantasía, por supuesto, la construida en estos últimos doce años ha sido la más dañina y la más perniciosa.
El veto a la ley anti trabajo es y debe ser sólo una anécdota. El verdadero norte revolucionario debe estar puesto en salir de la cultura paternal y asistencialista para pasar a la cultura que cree que los sueños son realizables y que nadie debe vivir una vida que no quiera. Esa vida se hace con libertad y con derechos civiles. No con reglamentos ni con leyes que pretendan convencernos de que las cosas son reales porque están escritas en un pedazo de papel.