A propósito del impuesto a las ganancias

La expresa decisión del gobierno, confirmada tanto por la presidente como por el ministro de economía, de que no van a modificar el mínimo no imponible de ganancias constituye otra confirmación -por si hiciera falta- del rumbo y del modelo que encarna la idea que gobierna al país desde hace once años.

Como se sabe, en la gestión de la Alianza, el ministro José Luis Machinea introdujo modificaciones al impuesto generando una serie de escalas según los ingresos (conocida como “la tablita de Machinea) para alcanzar a más personas a la base de tributación y con ello acercar más recursos a las siempre voraces y nunca conformes fauces del Estado.

De eso han pasado ya 14 años. Los valores en pesos de aquella “tablita” siguen siendo los mismos. Sí, sí, como lo escucha: los valores en pesos de aquellas escalas siguen siendo los mismos hoy, 14 años después de una inflación creciente y evidente.

Como consecuencia de ello, hoy prácticamente toda la población económicamente activa en blanco, en relación de dependencia o independientes, paga impuesto a las ganancias sin que ningún mínimo lo proteja. Es más, las injusticias entre trabajadores en relación de dependencia y autónomos, entre los que entran en escalas subsiguientes por un aumento nominal de salarios y entre las personas verdaderamente ricas y aquellas que han cometido el inverosímil pecado de estudiar, emplearse y tener un puesto más o menos importantes en una empresa, son absolutamente desquiciantes.

Frente a todo esto, el gobierno tiene un solo argumento: si cambiamos este esquema, actualizamos las escalas, aumentamos el mínimo no imponible o ajustamos por inflación el ingreso de los autónomos, no podemos financiar los programas sociales, así que “sáquense la careta y digan: nosotros queremos que baje o se suprima la asignación universal por hijo”. Esta fue palabras más, palabras menos, la reacción oficial.

La cuestión tiene importancia porque estas decisiones indirectamente definen el perfil de país que se ha construido en los últimos años y el modelo que se pretende profundizar. Se trata de un sesgo por la informalidad, de una preferencia por la miseria igualitariamente repartida, de una desconsideración al esfuerzo, al estudio, al deseo de progreso y una opción por el clientelismo y la pauperización de las condiciones sociales.

El gobierno prefiere dejar exhaustas a las fuerzas productivas formales de la economía aspirando todos los recursos que producen para transferírselos a los sectores informales que pasan a depender clientelarmente del Estado. El desafío “moral” de Kicillof (“digan que quieren eliminar la AUH”) no es otra cosa que una chicana.

El asalto al bolsillo de los argentinos productivos de todos modos resulta insuficiente para darle a los argentinos marginados un buen nivel de vida (la AUH, con la recomposición anunciada, no llega a $650), con lo cual el gobierno ha encontrado una ecuación perfecta para reunir de un solo plumazo lo peor de los dos mundos: deja esquilmados a los argentinos formales y, aun así, no puede llevar a la dignidad a los argentinos informales.

Antes de seguir con el análisis del costado económico de esta realidad, hagamos una digresión política: resulta obvio que con este procedimiento el gobierno coopta voluntades de gente que se forma la impresión de que es efectivamente posible vivir de la limosna estatal, “rebuscándosela” aquí y allá sin ingresar nunca en la economía formal. Se estima que hoy en día esa masa puede rozar el 20% de las personas en condiciones de votar.

Por lo tanto, es por aquí por donde deben buscarse las racionalidades de estas decisiones. Está claro que, desde el punto de vista económico, el sistema no resiste el menor análisis.

Si realmente se quisiera mejorar las condiciones de vida de esos sectores en la Argentina, deberían ocurrir dos cosas: por un lado el gobierno debería facilitar las condiciones para que se genere trabajo genuino y, por el otro, esos argentinos deberían estar dispuestos a aceptar esos trabajos que se generen en lugar de preferir los planes asistenciales.

Para lograr esto el sector productivo del país debería disponer de excedentes que puedan ser derivados a la inversión, al mejoramiento de la infraestructura y a la innovación tecnológica. Si esos excedentes son aspirados por el gobierno para alimentar planes con los que se captan voluntades políticas, seguiremos sin generar trabajo y fomentando la informalidad de vivir a la espera de un plan.

Por eso las definiciones de la presidente y de su ministro son importantes en el sentido “filosófico”, para saber el contorno de país que se prefiere y que se moldea.

Ese país es el del socialismo, aquel que Churchill definía así: “El socialismo es la filosofía del fracaso, el credo a la ignorancia y la prédica a la envidia; su virtud inherente es la distribución igualitaria de la miseria.” Es el perfil que uno observa hoy en Caracas o en La Habana en donde se multiplican los edificios descascarados, las viviendas enmohecidas y precarias, en donde una extensa red de miseria cubre el campo visual de cualquier observador.

El llamado proceso de redistribución de la riqueza -para el que la herramienta impositiva es esencial- se ha convertido en un proceso generador de pobreza en la que caen los esquilmados trabajadores formales, los empresarios y los trabajadores independientes, y de la que no pueden salir los asalariados informales, los indigentes y los marginales.

El esquema económico en el que estamos profundizará este perfil. Bajo la demagógica careta de ayudar a los que menos tienen y bajo la chicana moral de que, quienes se nieguen a ello, quieren la exclusión de algunos argentinos, seguiremos construyendo un país cada vez más mísero, con menos trabajo real, con menos riqueza y con más dependientes de la limosna política. Será un perfil en donde el verso de la “moralidad” y la “solidaridad” tape la verdadera inmoralidad de mantener a propósito en la miseria a millones a cambio de que crean que el gobierno los ayuda y cubra la verdadera insolidaridad de perpetuarse para siempre en el poder.

Sobre el “empoderamiento”

La presidente parece haber inaugurado el reinado de un nuevo término. No pasan dos frases en sus frecuentes apariciones en cadena nacional sin que pronuncie la palabra “empoderar”. Con este concepto la Sra. de Kirchner parece querer trasmitir la idea de que su gobierno está embarcado en la tarea de trasmitirle “poder” a la sociedad, en su criterio, retirándoselo a las “corporaciones”.

La luminaria tarea del kirchnerismo, aquella que vino a abrir una senda revolucionaria en la historia del país, sería, según este idea, la que consiste en producir un enorme trasvasamiento de poder a favor de “la gente”.

Pero cuando uno analiza estos años enseguida advierte una enorme contradicción. O estamos frente a una nueva mentira que, con una elipsis del lenguaje, pretende disimular una realidad opuesta, o la presidente tiene un concepto sumamente discutible de lo que debe entenderse por “sociedad” o por “gente”.

La sociedad es la resultante de un conjunto de individuos privados que, organizados bajo un orden jurídico racional, se da sus propias normas y elige sus propias autoridades para satisfacer el costado gregario del hombre que lo inclina a interactuar son sus semejantes en una determinada porción de territorio.

En esa interacción, las personas ponen en funcionamiento resortes de vida propios que, siempre de acuerdo con la ley, materializan el funcionamiento cotidiano del país, determinando su progreso, su estancamiento o su decadencia. Parte de la organización institucional supone la organización de un gobierno que se encargue de la administración común, pague los gastos y entregue las condiciones de seguridad mínimas para que los ciudadanos puedan desarrollar su vida de acuerdo a cada uno de sus horizontes individuales.

Para realizarse en la vida cada individuo necesitará del otro, porque todos llegamos al mundo en alguna medida “incompletos”. La interacción con el otro nos permite “completarnos” y a partir de allí progresar.

Como resultado de esas múltiples interacciones surgirán por supuesto individuos (o uniones de individuos) más “poderosos” que otros, pero esta es, en alguna medida, la gracia de la vida: el hecho de que cada uno pueda avanzar gracias a su capacidad, a su esfuerzo, a su voluntad y al tipo de asociaciones o relacionamientos que desarrolle.

En ese sentido es correcto que en una sociedad surjan sectores fuertes, poderosos, “empoderados”, diría la presidente. El “empoderamiento” natural y espontáneo es el único “empoderamiento” democrático porque surge del ejercicio de la libertad y del uso combinado de los derechos civiles. En todo caso ese “poder” es accesible por todos, porque todos, en un ámbito de libertad y de igualdad de oportunidades, tienen la capacidad individual de construir una vida “empoderada”

Pero el sistema social que la Sra de Kirchner tiene en mente es muy diferente. Ella parte de un concepto también muy distinto de lo que debe entenderse por “sociedad” o por “gente”. Según esta idea la sociedad no es la resultante  de la vida conjunta de un grupo de individuos libres cuyo “poder” consiste justamente en vivir libremente y tejer las asociaciones que les permitan cumplir sus metas o realizarse en la vida. Al contrario, si por el imperio de la libertad y por el ejercicio normal de los derechos civiles, ciertas personas lograran formar asociaciones privadas “poderosas”, esa no sería una señal de que el poder lo tiene “la gente” o la “sociedad” sino que grupos “concentrados” le han arrebatado ese poder a los débiles por lo que es preciso la intervención del Estado para que ese “poder” regrese a la verdadera “sociedad”.

Es de ese “empoderamiento” del que habla Cristina. Cuando pronuncia esa palabra lo que busca es más poder para el Estado, con la única diferencia que lo disfraza, haciéndole creer a la gente que lo reclama para ejercerlo en su propio favor.

Para la presidente la “sociedad”, “la gente” es el Estado, y el Estado es ella. Cuando legisla para retirarle poder a los privados “poderosos” no lo hace para trasladárselo a nadie sino para quedárselo ella. Con la diferencia entre el poder que saca y la ilusión que vende hace lo que en la historia del mundo se conoce como demagogia.

No hay mejor manera de “empoderar” a la sociedad (si es que la presidente fuera sincera) que permitir un alto grado de ejercicio libre de los derechos para que justamente la ciudadanía privada que conforma la sociedad sea la realmente poderosa. El razonamiento contrario no “empodera” a la sociedad sino al gobierno, es decir a un conjunto de ciudadanos que por ejercer el monopolio de la política, se adueña de los sillones del Estado.

En realidad el “empoderamiento” de “la sociedad” como ente colectivo no existe. Para que “la sociedad” sea empoderada necesita encarnarse en alguien, porque los poderes los ejercen las personas, no las entelequias. Ni siquiera existiría el “empoderamiento” del Estado, porque el “Estado” también es un colectivo imaginario. Por eso estas historias que pueden resultar tan simpáticas a los oídos populares a primera vista (razón por la que se hacen) siempre terminan haciendo más fuertes a los burócratas y menos “poderosos” a los ciudadanos.

No sabemos si la presidente cae en esta confusión de manera inocente (es decir creyendo de verdad que su acción entrega más derechos a los individuos) o si lo hace por el cálculo político de saber que por ese camino la única que resultará con más poder será ella.

Pero quienes no pueden tener dudas sobre esto son los ciudadanos. Éstos son “poderosos” (o se hayan “empoderados”) cuando el ejercicio libre de sus derechos les permite ser independientes de los favores del gobierno. De lo contrario serán dependientes de esas dádivas y ningún dependiente estará jamás “empoderado” de nada.

La confesión brutal de un intelectual orgánico

Alejandro Dolina es lo que Antonio Gramsci definiría como un intelectual orgánico, es decir, alguien que gotea sin descanso un mantra incansable cuyo objetivo final es el cambio del sentido común medio de la gente.

El marxista italiano creía (con razón) que una vez cambiado ese eje de pensamiento colectivo no haría falta la violencia para imponer el comunismo: la gente lo pediría voluntariamente.

Se trataba de una apuesta cultural. Gramsci tenía muchas diferencias metodológicas con los que creían que el componente de la violencia física era una parte necesaria del proceso para imponer la dictadura del proletariado. Los llamaba “bestias”. Y proponía otros caminos: la conquista mental del núcleo medio de la sociedad; llegar allí por la explotación de los medios de comunicación, del cine, del arte, de la poesía, del periodismo… Conquistado ese terreno, la violencia sería innecesaria.

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