Que el mensaje del Evangelio iba a repercutir sobre la política, se viene diciendo desde San Agustín y su Ciudad de Dios. Y, si bien Jesús dijo que su reino no era de este mundo, más tarde insinuaría a Pilato que el mundo sí pertenecía a su reino. Desde entonces las relaciones entre la Iglesia y las ideas políticas han sido múltiples y conflictivas, pero el popular Francisco parece llevar el asunto al paroxismo. Recientemente el Foro Económico Mundial, en su reporte anual señala que más del 60% de los latinoamericanos y del 70% de los asiáticos opinan que los valores religiosos deben estar presentes en la política. El papa Francisco se ha mostrado “siempre vigilante” en “estudiar los signos de los tiempos”, como dice su último documento Evangelii Gaudium. Y como buen contemporáneo ha identificado la preocupación más importante de los pueblos en toda la tierra (hecho confirmado por todos los sondeos): la desigualdad social y la exclusión. Desde aquí, el Papa se lanza a fondo a hablar de política.
Para el Papa algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar “procesos de deshumanización” difíciles de revertir más adelante. Y de entre estos procesos el más importante es la inequidad social. No se pueden negar los incesantes avances verificados en todos los campos; pero tampoco es negable que la mayoría de ellos “nunca llegan a los más pobres”. A modo de ejemplo, el 90% del gasto médico mundial se concentra en el 20% de la población, en los países ricos. Un tumor es casi diez veces más letal en los países pobres respecto de los desarrollados. Las personas de los países desarrollados viven 15 a 20 años más, en promedio, que en los países pobres (un argentino vive 10 años menos que un japonés). Entonces fulmina el Papa que así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Porque “esa economía mata (sic)”, como han confirmado 30 años de epidemiología de las reformas neoliberales, que cuestan casi 10 años de esperanza de vida a los pueblos excluidos.