Las últimas semanas de esta larga campaña electoral mostraron al kirchnerismo buscando sobrevivir a la ola amarilla que amenaza con barrerlos también del aparato del Estado nacional. Lo han dejado solo al candidato oficialista, Daniel Scioli, que incluso ha sido blanco de “fuego amigo” por parte de algunos conspicuos dirigentes K, como el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández.
Es que el kirchnerismo parece haber llegado a la conclusión de que Scioli será derrotado hoy por Mauricio Macri. Imaginan que su líder, Cristina Kirchner, volverá al gobierno más temprano que tarde, ya en el próximo turno electoral, en 2019. Puede ser, por qué no, pero antes deberá atravesar un periodo en el desierto, donde la acechan algunos peligros, como las denuncias por presuntos casos de corrupción.
Si uno se llevara por el contenido de la campaña electoral, la Presidente no debería preocuparse demasiado. Macri, el favorito en las encuestas, habló poco de corrupción (“La gente no nos pide que Cristina vaya presa”, aseguró uno de sus asesores), aunque en el debate señaló que impulsará una ley para crear la figura del arrepentido, que es el principal instrumento de la megainvestigación judicial que tiene a maltraer a políticos y empresarios en Brasil.
Si gana Scioli, menos aún. El gobernador de Buenos Aires la ayudó con sus contactos judiciales en la investigación sobre el presunto lavado de dinero en uno de sus hoteles; la corrupción es un tema que no aparece en sus discursos.
Sin embargo, la historia muestra que otros ciclos políticos largos e intensos dieron paso a gobiernos donde el “Partido de la Justicia” o “Partido de la Venganza” —el nombre depende de las preferencias de cada cual— terminó imponiéndose a los sectores moderados, que predicaban la unidad nacional y la reconciliación.
Como explico en mi último libro, Doce Noches, en esos casos ganaron los referentes del ala jacobina, que defendían el juicio y castigos a los poderosos de ayer, siempre en consonancia con el grueso de la opinión pública.
Por ejemplo, en 1955, en la llamada Revolución Libertadora, el general Eduardo Lonardi asumió en lugar del derrocado general Juan Perón con un discurso que se hizo célebre porque afirmó que no había “ni vencedores ni vencidos”. Duró menos de dos meses: fue reemplazado por el general Pedro Aramburu, aliado con el almirante Isaac Rojas, el ala dura de los vencedores de Perón.
La frase era, en realidad, del entrerriano Justo José de Urquiza, que la proclamó luego de su triunfo en la batalla de Caseros contra el bonaerense Juan Manuel de Rosas, en 1852. Pero, la Organización Nacional terminó siendo concretada por los sectores más refractarios a Rosas y sus seguidores.
Lo mismo ocurrió con Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner.
A diferencia de Duhalde, Kircher definió rápidamente a los “enemigos” de su gobierno y del país, y cargó duramente contra ellos. Incluso, contra tres de sus antecesores —Fernando de la Rúa, Carlos Menem e Isabel Perón— cuyas causas judiciales pendientes fueron reactivadas.
Cristina tiene un problema adicional en el frente judicial, que es su herencia económica. Más allá de los discursos de campaña, su sucesor tendrá que hacer correcciones dolorosas: devaluación, suba de tarifas, recortes en los gastos…
¿Cómo mitigar los efectos negativos de esas medidas en la opinión pública? El impulso de las denuncias por corrupción contra funcionarios del kirchnerismo puede ser una tentación. Los políticos aprenden de las jugadas exitosas de sus antecesores.
Una tentación también para los jueces, que las últimas dos semanas parecen haber despertado de la larga siesta kirchnerista. Y para varios medios de comunicación, a los que se les notan las ganas de volver a ser oficialistas, al menos por un tiempo, pero solo con el nuevo gobierno.