Quienes hemos trabajado en el sector privado y conocemos la dinámica del mercado, sabemos perfectamente que para que una empresa pueda posicionar exitosamente un producto es necesario que ese producto sea bueno. El mercado es cruel. Si el producto no es bueno, desaparece pronto. La palabra “bueno”, que parece tan vaga y amplia, se refiere a la preferencia de quien lo vaya comprar, es decir que ese producto sea apropiado para mi mercado objetivo. Si yo quiero venderle autos a la gente rica, entonces voy a hacer un auto caro y con todos los lujos. Si yo quiero venderle un auto a la clase media baja, entonces voy a hacer un auto barato y bonito. Es decir que voy a adaptar mi producto a lo que mi cliente quiere o necesita. De aquí que las empresas tengan claro que lo más importante es siempre el cliente.
El concepto de cliente, que tanto suele disgustar a quienes están vinculados a organizaciones sin fines de lucro y mucho más aún al sector público, es un concepto básico que pone el foco en el hecho de que estamos haciendo las cosas para alguien y que es justamente ese alguien quien juzga si lo que hacemos es bueno o no para él. Desde esta perspectiva podemos decir sin problema que el Estado tiene clientes: es decir, todos nosotros. Y los clientes somos siempre lo más importante.