Por: Christian Joanidis
Quienes hemos trabajado en el sector privado y conocemos la dinámica del mercado, sabemos perfectamente que para que una empresa pueda posicionar exitosamente un producto es necesario que ese producto sea bueno. El mercado es cruel. Si el producto no es bueno, desaparece pronto. La palabra “bueno”, que parece tan vaga y amplia, se refiere a la preferencia de quien lo vaya comprar, es decir que ese producto sea apropiado para mi mercado objetivo. Si yo quiero venderle autos a la gente rica, entonces voy a hacer un auto caro y con todos los lujos. Si yo quiero venderle un auto a la clase media baja, entonces voy a hacer un auto barato y bonito. Es decir que voy a adaptar mi producto a lo que mi cliente quiere o necesita. De aquí que las empresas tengan claro que lo más importante es siempre el cliente.
El concepto de cliente, que tanto suele disgustar a quienes están vinculados a organizaciones sin fines de lucro y mucho más aún al sector público, es un concepto básico que pone el foco en el hecho de que estamos haciendo las cosas para alguien y que es justamente ese alguien quien juzga si lo que hacemos es bueno o no para él. Desde esta perspectiva podemos decir sin problema que el Estado tiene clientes: es decir, todos nosotros. Y los clientes somos siempre lo más importante.
Los clientes del Estado argentino somos un grupo bastante heterogéneo. Hay ricos, hay pobres. Hay gente que vive en grandes urbes y gente que no. En marketing, frente a un grupo de clientes tan diverso, se apela al concepto de segmentación: se los agrupa en distintas categorías y se diseña un producto distinto para cada una de ellas, tal como vimos en el ejemplo del auto. Pero parece que el Estado argentino ignora este concepto de segmentación y entonces las leyes se diseñan pensando que los argentinos somos un grupo homogéneo. El resultado de tamaña discrepancia entre concepción y realidad es que las leyes que se elaboran terminan teniendo utilidad sólo para una fracción de la sociedad: aquella que está en el imaginario de quienes diseñan las leyes.
Es predecible que la primera reacción de quienes lean este artículo sea decir que el Estado no es una empresa y que las leyes deben ser iguales para todos. Y es verdad. Pero que el Estado no sea una empresa no quiere decir que no podamos utilizar herramientas que se han desarrollado en el sector privado para mejorar la gestión pública. ¿O hay alguien que se oponga a que los trámites puedan hacerse por Internet? Aquí sucede lo mismo. Por otro lado, diseñar las leyes apuntando a un determinado sector de la sociedad no es distinguir entre ciudadanos, sino asegurarse de que nuestro marco legal cubra las necesidades de toda la población.
Podría decirse que en la Argentina, las leyes han sido diseñadas por la clase media y para la clase media: la marginalidad queda entonces fuera de la ley, no se la contempla. Hay una razón: quienes se ocupan de la cosa pública pertenecen mayoritariamente a las clases media y alta. Quienes ejercen cargos públicos también pertenecen a la clase media. Esto hace que la realidad de dichas personas sea de clase media y por lo tanto los problemas con los que están en contacto son los de la clase media. Por otro lado, cuando se trata de atacar situaciones de marginalidad, hay o parece haber un grupo de expertos, de clase media, que opinan sobre realidades y problemáticas que no conocen porque ellos nunca vieron de cerca la marginalidad. ¿Cuántos políticos se ocuparon de comprender las problemáticas de la villa? En general su único contacto con la pobreza está dado por las recorridas turísticas esporádicas que hacen rodeados de sus aparatos y estructura.
Para ejemplo de todo lo que se viene discutiendo hasta aquí tomemos el caso del trabajo infantil. Cualquier persona de clase media se horrorizaría de sólo pensar en que sus hijos o nietos de catorce años tengan que salir a trabajar. ¿Pero qué sucede con las clases más humildes de nuestro país? ¿Es acaso una aberración que los chicos de catorce años trabajen? Un chico de clase media de catorce años pasa el día en el colegio, jugando y haciendo deporte. A los catorce años, un chico de áreas marginales ya vio tiroteos, narcotráfico, violencia, tal vez robó y hasta podría ser adicto al paco. Claramente, son dos chicos distintos. Y, en mi opinión, a ese chico de catorce años que vive en zonas marginales le vendría muy bien trabajar, bajo un régimen especial, por supuesto, porque el trabajo le daría una estructura a su vida y no estaría rondando por los pasillos de la villa, mientras que al otro trabajar lo perjudicaría porque está en el momento de aprender. Sin embargo, nuestra legislación dice que una persona de catorce años no puede trabajar. Esta ley fue pensada por la clase media y para los adolescentes de clase media. Idealmente todos los chicos de catorce años deberían ir al colegio y llevar una vida sana. Pero la realidad es más dura que la utopía y las leyes deberían construirse desde esta realidad y no desde un estado ideal que cada vez nos resulta más difícil alcanzar. Porque las soluciones ideales nunca les llegan a las personas reales.
Las leyes son iguales para todos, pero deben ser diseñadas de tal forma que no beneficien sólo a un sector, sino que incluyan en su diseño alternativas para el grupo de argentinos heterogéneos que somos.
Antes de diseñar un producto, las empresas estudian muy bien las necesidades de sus clientes. No asumen lo que ellas quieren darle sino que analizan qué es lo que el cliente prefiere o espera recibir. Si aplicáramos este concepto al diseño de las leyes, entonces no deberíamos diseñarlas según lo que creemos que es bueno para las personas, sino mirando qué necesitan y preguntándoles a ellas mismas cómo sería la mejor forma de satisfacerlas, para que la marginalidad ya no quede fuera de la ley.