Fue fortuito, alguien me recordó a Hamlet el otro día. Una conversación casual, una rememoración de aquella obra que leí hace ya muchos años y que hasta vi en el cine cuando se estrenó la adaptación de Kenneth Branagh. Ese personaje de Shakespeare siempre me resultó fascinante por la fuerza que tiene, por sus discursos maravillosos, intensos, llenos de palabras fuertes: Hamlet habla como un héroe. Pero en los hechos no hace nada. Toda la obra transcurre con sus maquinaciones y su combate retórico contra el asesino de su padre. Su misión es vengar a su progenitor asesinado, lo dice, pero demora la acción. Y cuando finalmente lo logra, cuando la venganza se concreta, termina, en su afán por lograr su objetivo, no sólo muerto, sino que entrega el reino que debía proteger al enemigo, lo deja indefenso y sin líder. Ha muerto el rey (el asesino de su padre), ha muerto incluso él mismo, triunfa el enemigo invasor.
En estas elecciones presidenciales estamos eligiendo entre dos proyectos de país completamente distintos: por un lado, tenemos al populismo y, por el otro, a la república. El primero no es más que una expresión moderada de autoritarismo y tiene muchos puntos de contacto con el concepto clásico de tiranía: la concentración de todas las facultades en una sola voluntad política y la representación de esa voluntad política que se plasma en el líder o tirano. La república, por el contrario, es la forma más avanzada de gobierno hasta el momento, en donde la división de poderes y la pluralidad de voces ejercen un control natural del sistema político, lo que reduce al mínimo las arbitrariedades y garantiza los derechos de los ciudadanos. Continuar leyendo